23 Jun Por qué amamos Instagram
Por Víctor Hugo Ghitta
Es un aviso a página completa en uno de los diarios norteamericanos de tirada nacional. Se ve a un grupo de personas que miran fuera de cuadro con ojos de asombro e inquietud. Entre ellas hay un hombre que no se ha dejado perturbar por la incertidumbre de aquello que ocurre fuera de escena; en calma, observa en la misma dirección a través de una cámara fotográfica. La pieza lleva la siguiente leyenda: “Praga… Woodstock… Vietnam… Sapporo… Londonderry… leica”. Leica es la marca emblemática entre los fotógrafos profesionales cuando con este aviso buscaba extender sus dominios entre los individuos de aire sofisticado y cosmopolita.
La historia la cuenta Susan Sontag en su clásico Sobre la fotografía, ensayo al que regresé al día siguiente de abrir una cuenta en Instagram. He pasado tres días enteros revisando imágenes en esa red, interrogándome acerca de las razones que nos llevan a retratarlo todo y a compartirlo de manera instantánea.
No es una compulsión nueva. Hace más de cuarenta años, Sontag creía que fotografiar una experiencia se transformaba en algo idéntico a vivirla. Los turistas japoneses han sido siempre la muestra más contundente de esa idea: nadie que haya visitado los grandes museos o ciudades habrá dejado de notar la presencia de una multitud de esos viajeros apostados detrás de sus cámaras, retratándolo todo. La memoria del viaje será luego el viaje.
Cuando llegué por primera vez a París, en 1982, una de las visitas tempranas que quise hacer fue al Louvre. Después de atravesar largos pasillos, rodeado de las pinturas de los grandes maestros, llegué jadeante al salón donde se exhibía La Gioconda. Debieron pasar casi cuarenta minutos hasta que conseguí acercarme a la obra de Da Vinci en medio de turistas excitados que miraban la pieza a través de sus cámaras fotográficas. Durante años desprecié ese gesto para mí superfluo, pero Sontag me corrige: el turista, dice, precisa retratar la hermosura del paisaje, la pieza artística o el detalle urbano (la fotografía en las ciudades hereda algo del carácter del paseante) del mismo modo en que necesita registrar su estado de entusiasmo y disfrute.
La colección infinita de imágenes que encontramos en Instagram es diversa, aunque dos o tres rasgos son comunes a la mayoría de esa producción. Diario íntimo o gran álbum familiar de nuestro tiempo, ese espacio abierto a los ojos del mundo abunda en experiencias personales: las imágenes dan cuenta de un itinerario, señalan lugares, enfocan detalles. Es una memoria personal de nuestra circulación en el tiempo y en el espacio. Esa economía del placer trae imágenes celebratorias, porque, como ocurrió siempre, la mirada del fotógrafo amateur se posa en la felicidad o en la belleza. Nadie querrá evocar en imágenes el dolor o la pérdida.
Sontag tenía razón hace casi medio siglo cuando escribió que la fotografía era una diversión tan cultivada como el sexo y el baile; quizás hoy les haya sacado ventaja a ambos. El gran cambio que ha traído la telefonía celular es la portabilidad y la inmediatez con que compartimos el fruto de nuestra curiosidad. Le hablamos al mundo (a esa porción del mundo que nos sigue por empatía de intereses, afecto o esnobismo) con imágenes y en tiempo real.
Quienes creen que se trata de un instrumento superfluo destinado a jóvenes ansiosos o exhibicionistas se equivocan. Además de una infinidad de diarios personales, muchos de ellos muy atractivos, están los grandes museos, artistas de todas las especies, institutos de ciencia y tecnología. Tenemos el universo en la palma de la mano. Imágenes deslumbrantes del mundo del conocimiento, imágenes que inauguran una conversación privada con otras imágenes, imágenes para el placer culposo del voyeur. Están además las imágenes propias, aquellas que les ofrecemos a los otros, quizás el espejo en el que deseamos mirarnos, apenas un destello de la verdad.
LA NACION