Las mejores recetas para enfrentar la página en blanco

Las mejores recetas para enfrentar la página en blanco

Por George Saunders
Hace muchos años, durante una visita a Washington d.C., un primo de mi esposa señaló hacia una bóveda que se encontraba en una colina y mencionó que allí había estado temporalmente enterrado el cuerpo de Willie, el hijo amado de Abraham lincoln, fallecido durante su presidencia, en 1862. También nos contó que según los diarios de la época, lincoln, abrumado por la pena, había ingresado a la cripta “en numerosas ocasiones” para abrazar el cuerpo del niño.
recuerdo que en ese momento se me vino espontáneamente una imagen a la cabeza: una especia de mezcla del Monumento a lincoln y la Piedad, de Miguel Ángel. esa imagen me acompañó durante los siguientes 20 años y, finalmente, en 2012, cuando me di cuenta de que el tiempo pasaba y de que no quería que en mi lápida dijera: “Aquí yace el tipo que tuvo miedo de embarcarse en el difícil proyecto artístico que ansió desesperadamente durante décadas”, decidí intentarlo, de manera exploratoria, sin compromisos. Mi novela Lincoln in the Bardo es el resultado de ese intento, y ahora me encuentro en consabido brete literario de tener que hablar del proceso de escritura como si éste tuviese control.
solemos explicar el arte en estos términos: el artista tenía algo “que quería expresar”, y entonces bueno… simplemente lo expresa. Compramos alguna de las versiones de la falacia intencional: el arte responde a intenciones claras que luego se ejecutan con toda confianza.

Pero el proceso real de creación, según mi propia experiencia, es mucho más misterioso y demasiado molesto como para discutirlo honestamente.
Un tipo (stan) construye una maqueta de ciudad con trenes en su sótano. stan compra el muñequito de un linyera en miniatura, lo ubica debajo de un puente ferroviario de plástico, cerca de una fogata de mentira, y entonces descubre que ha colocado a su linyera en una pose determinada: parece estar mirando hacia atrás, hacia la ciudad. ¿Por qué mira hacia allá, hacia esa casita azul de estilo victoriano? stan advierte que junto a la ventana de esa casa hay una mujer de plástico, así que la gira un poco, para que quede mirando hacia afuera. de hecho, ahora la mujer está mirando hacia el puente. stan acaba de armar una historia de amor. Ah… ¿por qué no pueden estar juntos?
¿Qué acaba de hacer stan (o sea, el artista)? Primero hizo un relevamiento de sus pequeños dominios y advirtió la postura y la dirección de la mirada de su linyera. entonces, decidió modificar ese pequeño universo, girando a la mujer de plástico. Ahora bien: no es que stan haya decidido precisamente girarla. sería más preciso decir que “se le ocurrió” hacerlo. simplemente le gustaba más así, por razones que no es capaz de articular, y antes de haber tenido siquiera el tiempo o la intención de articularlas.
el artista trabaja fuera del reino de la lógica estricta. Para hacer buen arte no alcanza con conocer nuestras intenciones y luego llevarlas a cabo. los artistas lo saben. según donald Berthelme: “el escritor es esa persona que al embarcarse en su tarea, no sabe qué hacer”. Gerald stern lo explica así: “si uno empieza a escribir un poema sobre dos perros copulando, y escribe un poema sobre dos perros copulando… entonces escribió un poema sobre dos perros copulando”. einstein, siempre el más sabelotodo, los superó a ambos: “ningún problema que valga la pena se resuelve jamás en el plano de su concepción original”.
¿Cómo se procede entonces? Mi método es éste: imagino que tengo una regla adosada a la frente. en un extremo, está la letra “P”, de positivo, y en el otro la letra “n”, de negativo. entonces trato de leer sin inflexiones ni modulaciones lo que escribí, como lo haría alguien que lo lee por primera vez. ¿Qué marca la aguja? Acepto el resultado sin protestar. entonces edito, para tratar de que la aguja se mueve hacia la “P”. Aplico mis preferencias a repetición, obsesiva y reiteradamente: controlo la posición de la aguja, ajusto la prosa, observo la aguja, vuelvo a ajustar la prosa, a veces incluso a lo largo de cientos de borradores. Como un crucero que vira lentamente, la historia comenzará a alterar su curso gracias a esos miles de ajustes acumulativos.
en mi experiencia, lo interesante es que el resultado de ese laborioso y un poco obsesivo proceso es una historia que es mejor de lo que yo soy “en la vida real”: más graciosa, más amable, menos mentirosa, más empática, con un sentido más claro de la virtud, al mismo tiempo más sabia y más entretenida. ¡Y qué placer da eso! ¡ser, en la página, un poco menos tonto que de costumbre!
revisar y corregir con el método antes descripto es una forma de aumentar la “inteligencia ambiente” de un texto. A su vez, eso transmite un sentido de respeto por el lector. Un texto revisado se vuelve más específico y más consustanciado con los detalles particulares. se vuelve más sensato. se vuelve menos hiperbólico, sentimental y engañoso. Pierde su capacidad de crear una bruma propagandística. las falsedades fueron extirpadas, las aseveraciones hechas a la marchanta quedan ahí al desnudo, ruborizadas, y salen corriendo de la habitación.
Cuando escribo “Bob era un boludo”, y luego siento que eso tal vez es poco específico, lo reviso y escribo “Bob le gritaba impacientemente a la joven bartender, que le recordaba a su esposa fallecida”, y luego hago una pausa para agregar “a quien extrañaba mucho, especialmente ahora, en época de navidad”, no hice todos esos cambios con la intención de que la historia fuese más compasiva. lo hice porque quería que fuese menos sosa.
Pero igual se vuelve más compasiva. Bob pasó de ser “un boludo redomado” a ser “un viudo acongojado, tan abrumado por la pena que se comportó con poco tacto con una joven a la cual, en circunstancias normales, habría tratado bien”. Bob cambió. empezó siendo una caricatura, alguien de quien burlarse, pero ahora “se parece más a mí en un día distinto a éste”.
¿Cómo se logra? Con la búsqueda de la especificidad. Volqué mi atención hacia Bob, y bajo la presión de que mi prosa no fuese horrible, la moví en la dirección de la especificidad, y en el camino mi mirada hacia Bob se fue haciendo más amorosa, y usted, querido lector, al notar que mi mirada se vuelve más amorosa, tal vez también advertirá que su propia mirada se vuelve un poco más amorosa, y juntos, nos recordamos a nosotros mismos que es posible que nuestra mirada hacia los demás sea más amorosa.
o podríamos simplemente quedarnos con “Bob era un boludo”, postearlo en Internet y sentarnos a esperar que empiecen a ejercer su peso anónimo todos los que levantan los pulgares en signo de aprobación, los que apoyan a Bob y los trolls anónimos que denuestan a la pobre bartender.
Corregir y corregir
¿Qué es lo que hace mayormente un artista? Corrige lo que ya hizo. También están esos momentos frente a la página en blanco, pero la mayoría de las veces estamos ajustando lo que ya está escrito. el escritor revisa, el pintor retoca, el director edita, el músico agrega sonidos.
escribo: “Jane entró a la habitación y se sentó en el sofá azul”, lo leo, me avergüenzo un poco, tacho “entró a la habitación” y “azul” (¿por qué tiene que entrar a la habitación?; ¿a quién le importa si el sofá es azul?), y la oración pasa a ser “Jane se sentó en el sofá”, y de pronto, queda mejor (¡parece casi de Hemingway!), y sin embargo… ¿qué tiene de relevante que Jane se siente en el sofá? ¿realmente es necesaria la frase? Y más temprano que tarde, nos queda simplemente “Jane”, que por lo menos no es una frase horrible y tiene la virtud de ser concisa. ¿Por qué hice esos cambios? Porque si esta nueva frase es mejor para mí, también será mejor para el lector cuando la lea.
se trata de una idea optimista y esperanzada, porque supone que nuestras mentes tienen una arquitectura en común, y que todo lo que está presente en mí tal vez esté presente en los lectores. Aunque “yo” refiera a un conde ruso del siglo XIX, y “usted” refiera a la cajera de un supermercado de Idaho en 2017, cuando terminamos llorando tras leer el cuento de Tolstoi “Amo y criado”, hemos demostrado que tenemos algo en común, capaz de atravesar la distancia, el tiempo y el idioma.
otra de las razones por las que lloramos: acabamos de darnos cuenta de que Tolstoi nos tenía en gran estima, porque creía que sus propias ideas sobre la vida en esta tierra también serían comprensibles para nosotros, y eso nos conmueve. Tolstoi nos imaginó con generosidad, y nosotros estuvimos a la altura de sus expectativas.
solemos pensar que la función empática de la ficción se consigue a través de la relación del escritor con sus personajes, pero también se logra a través de la relación del escritor con su lector. Uno construye un escenario y a continuación le da la bienvenida al lector. el lector no puede creer que uno crea tanto en él, que uno tenga tanta confianza en que las sutilezas de ese lugar le dirán algo. el lector se siente halagado. Y lo cierto es que todas esas cosas le hablan, le dicen algo.
en definitiva, entonces, ese método de revisión tiene que ver con imaginar que el lector es tan humano, brillante, ingenioso, experimentado y bienintencionado como uno, y que para comunicarse íntimamente con él, hay que mantener ese estado de imaginación generosa del lector a través de la corrección. Con cada revisión, uno también revisa imaginariamente a su lector. Y uno no deja de repetirse: “no, es mucho más inteligente que eso. no hay que faltarle el respeto con una prosa pobre o con cualquier idea barata”. Y al revisar a nuestro lector, uno también se revisa a sí mismo.
Hace 20 años que escribo cuentos con este método, siempre con la presunción de que para una novela sería necesario un método totalmente nuevo: más planificación, un tema más abierto, grandes y caóticos cuadros sinópticos de los personajes, con elaborados sistemas numéricos detrás de los nombres de los personajes, por ejemplo. Pero no.
Con mi novela procedí siguiendo básicamente los mismos principios que con mis cuentos cortos: algo que me empuja a sentarme a escribir, leer lo que tengo escrito hasta el momento, controlar la aguja adosada a mi frente, hacer los ajustes correspondientes. Admito que todo eso se hizo dentro de un marco un poco más laxo, pero llegó el momento en que finalmente me di cuenta de que para hacer algo artísticamente intenso a los 55 años de edad, es probable que uno recurra a las mismas habilidades que viene utilizando obsesivamente desde hace muchos años.
el truco, entonces, tal vez consista en desestabilizarse a uno mismo lo suficiente como para que esas habilidades lleguen a la mesa remozadas y un poco confundidas. Al director de una banda de música, acostumbrado a trabajar con tres acordeonistas, le dan la dirección de una orquesta sinfónica, y entonces descubre que lo que ha desarrollado durante todos esos años excede ampliamente la mera instrumentación: su modo de encarar la melodía y la armonía debería ser transferible a su nueva orquesta, y hasta es probable que termine mirándose a sí mismo de una manera nueva, y que de pronto se ve revigorizado por su propia extrañeza en ese nuevo ámbito.
Fue como si a lo largo de los años me hubiese vuelto apto para levantar una carpa, y de pronto me enfrentase a una carpa enorme: parantes mucho más largos, más tela, el mismo procedimiento. o para ser más precisos: fue como si me hubiese pasado la vida diseñando chozas a medida y de
La historia comienza a alterar su curso gracias a los miles de ajustes acumulativos La función empática de la ficción también se logra a través de la relación del escritor con su lector ¿Qué es lo que mayormente hace un artista? Corrige y corrige lo que ya hizo
pronto me encargaran la construcción de un palacio. Al principio, pensé: “No estoy seguro de poder hacerlo”. Pero después se me ocurrió que es posible construir una especie de palacio que sea como una serie de chozas interconectadas, en el que cada una de las pequeñas unidades siga las normas usuales de construcción, y donde las interconexiones generan nuevas oportunidades para la belleza.
Sistema interconectado
Toda obra de arte se revela rápidamente como un sistema de problemas interconectados. Un libro tiene personalidad, y la personalidad, como bien podemos atestiguar quienes cargamos con una, es una bendición a medias. Este tipo tiene una energía increíble… pero no puede quedarse quieto un instante. Esa chica es muy sensible, aunque tal vez demasiado, porque se pone a llorar hasta cuando se le rompe un vaso.
Casi desde el primer párrafo, el escritor toma conciencia de que los puntos fuertes y débiles de su obra están imbricados, y de que su gran idea viene con mochila.
Por ejemplo: me encantaba la idea de Lincoln entrando solo de noche al cementerio. Pero ¿alcanza con un hombre que entra al cementerio para escribir una novela? A menos que queramos escribir un monólogo de 300 páginas con la voz de Lincoln, o introducir en la historia a un sepulturero omnisciente (y mejor no hacerlo, se lo digo porque lo intenté), necesitamos otras presencias ahí, en ese cementerio.
¿Eso es un problema? Bueno, les aseguro que allá por 2012 realmente me parecía un problema. Pero tal como repiten los gurúes new age, un “problema” es en realidad una “oportunidad”.
En el arte, eso es efectivamente cierto. El lector advertirá ese problema pendiente más o menos al mismo tiempo que el autor, y parte de eso que llamamos “satisfacción artística” es la sensación que tiene el lector de que acaban de llegar los refuerzas tan necesarios, y en el momento justo.
Otra oleada de satisfacción artística ocurre si el lector siente que los refuerzos que llegan no sólo son efectivos, sino también interesantes: una oportunidad para sumar diversión y belleza, una ampliación de los términos estéticos.
En este caso, la solución fue bastante sencilla, y estaba contenida, casi como un chiste, en el propio planteo del problema: “¿Quién más podría estar en un cementerio tan tarde a la noche?”.
Recordaba una versión anterior y abandonada de la novela, situada en un cementerio público de Nueva York, donde aparecían espectros que hablaban. También recordaba una conversación con un brillante ex alumno mío, que me había dicho que si alguna vez me decidía a escribir una novela, debería ser una serie de monólogos, como en mi cuento “Cuatro monólogos institucionales”. Entonces: el libro sería narrado por un grupo de fantasmas monologuistas varados en un cementerio.
Y, de pronto, lo que era un problema se convirtió realmente en una oportunidad: alguien que ama escribir para varias voces y pensar en la muerte, y que ahora tiene la oportunidad de pasarse cuatro años tratando de hacer que un grupo de fantasmas parlantes sean encantadores, espeluznante, consistentes, conmovedores y, en definitiva, humanos.
Movimiento en tres tiempos
Una obra de ficción puede ser entendida como un movimiento en tres tiempos: un malabarista toma las clavas con sus manos, las baraja en el aire y las atrapa. Ese enfoque intuitivo del que vengo hablando es absolutamente esencial, creo, durante el primer movimiento, en el que se eligen las clavas. En realidad, en ese movimiento lo que hace es conjurar las clavas.
Las mejores clavas son las que fabricamos sin darnos cuenta, a través de ese drástico sistema de preferencias a repetición del que vengo hablando. Al concentrarnos en la sonoridad frase por frase de la prosa, o en algún asunto de lógica interna, o al describir cierta porción de la naturaleza de la manera más evocadora (o sea, haciendo lo que más deleite nos produce y sobre lo que tenemos una fuerte opinión formada), súbitamente nos damos cuenta de que hemos fabricado una clava.
¿Cuál? Mejor no nombrarla, porque ponerle nombre sería reducirla. Muchas veces esa “clava” se manifiesta simplemente como una forma imperativa, o como algo que nos genera curiosidad: una amenaza, una promesa, un patrón, un voto que sentimos que pronto deberá romperse. Scrooge dice que sería mejor que el pequeño Tim muriese y así terminar con la superpoblación; Romeo ama a Julieta; Akaki Akakievich necesita un nuevo abrigo; Gatsby realmente desea a Daisy.
A continuación, las clavas vuelan por el aire. El lector sabe que están allá arriba y espera que caigan y sean atrapadas. Si no bajan (Romeo al final decide no ponerse de novio con Julieta, sino más bien anotarse en la carrera de derecho; el clima en San Petersburgo de pronto se vuelve tropical y ya no hace falta un abrigo; Gatsby se resiente con Daisy y se enamora de Betty), el lector grita: “¡Trampa!”, la aguja adosada a la frente se hunde en el extremo “N”, abandona el libro y va a hundirse en Facebook.
El escritor, tras haber lanzado al aire algunas clavas de lo más interesantes, sabe que tienen que caer, y según mi experiencia, en la escritura de ficción el mayor placer se produce cuando las clavas caen de una manera que nos sorprende y que transmite mucho mejor lo que queríamos decir que lo que jamás habríamos imaginado.
Al escribir ésta, mi primera novela, uno de los nuevos placeres que experimenté fue simplemente que tenía más clavas en el aire que nunca, y que se quedaban más tiempo en el aire, y que aterrizaban de maneras más impredecibles y complejas que en mis cuentos cortos.
Sin revelar demasiado, déjenme decirles esto: inventé una banda de fantasmas. Eran un poco cínicos y estaban varados en este reino que decidí llamar Bardo (tomado de la idea tibetana de una especie de purgatorio de transición entre las reencarnaciones), varados porque no habían sido felices en vida. La peor parte de su penitencia es sentirse horriblemente carentes de sustancia: incapaces de influir sobre los vivos. Y hace su entrada Willie Lincoln, recién muerto, en peligro inminente (en ese reino, los niños no dicen adiós).
En el último tercio del libro, las clavas empiezan a caer. Ciertas decisiones tomadas tempranamente en el libro fuerzan a su vez ciertas acciones y las llevan a su concreción. Las reglas del universo generaron ciertas compulsiones, al igual que las convenciones formales y estructurales que puse en movimiento.
Lentamente, sin voluntad de mi parte (yo nunca apartaba mi atención de la aguja sobre mi frente), los personajes empiezan a hacer ciertas cosas, cada cual por su lado, cuya sumatoria total, al final, resultó en un patrón amplio y cooperativo que parecía bregar por algo que yo llamaría una “teoría viral de la bondad”.
Todos esos seres imaginarios empezaron a trabajar juntos, sin que yo haya decidido que lo hagan (cada uno simplemente hace lo que genera una mejor prosa), y parecían trabajar juntos para tratar de salvar al pequeño Willie Lincoln, siguiendo un complejo patrón que parecía ser dictado desde… otra parte.
Algo parecido me había pasado en relatos anteriores, pero nunca a esta escala, y nunca de manera tan independiente de mis propias intenciones. Fue una experiencia bella y misteriosa, y me descubro deseando volver a sentirla, mientras que al mismo tiempo me resisto ante la idea de las miles de horas de trabajo necesarias para poner semejante maquinaria en movimiento.
¿Por qué siento que es una idea optimista y esperanzadora? ¿Por el modo en que este patrón se completa electrizantemente a sí mismo? Tal vez sea, y casi con certeza, una capacidad del cerebro, el subproducto de cualquier trabajo riguroso y repetitivo dentro de un sistema de pensamiento.
Pero hay algo de maravilloso en ver cómo una figura emerge de la piedra sin que nadie la conjurara, en sentir la presencia de algo dentro de uno, el escritor, y que también existe más allá de uno: algo consistente, obstinado y benevolente que parece tener un plan, y ese plan parece ser elevarnos a una nueva estatura moral.
LA NACION