La labor educativa de Belgrano

La labor educativa de Belgrano

Por Pacho O’Donnell
La celebración del 20 de junio no sólo homenajea a quien creó nuestra bandera, sino también a quien, en el fragor de las batallas, privilegió la importancia de la educación en la construcción de nuestra patria naciente, lo que resalta en tiempos en que el nivel educativo argentino desde hace años sufre un grave deterioro de nefastas consecuencias en el presente y en el futuro.
El gobierno de Buenos aires, a raíz del triunfo de Salta, dispuso que al jefe de los ejércitos patriotas general Manuel Belgrano se lo premiase con cuarenta mil pesos, que éste decidió donar “para la dotación de cuatro escuelas públicas de primeras letras, en las que se enseñe a leer y escribir, la aritmética, la doctrina cristiana y los primeros rudimentos de los derechos y obligaciones del hombre en sociedad hacia ésta y el gobierno que la rija en cuatro ciudades, a saber, Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero, que carecen de un establecimiento tan esencial e interesante a la religión y al Estado y aun ni arbitrios para realizarlos”.

Pero no se limitó don Manuel a desprenderse de una suma entonces importante para que los niños pobres de esas comarcas recibieran educación gratuita, generosidad que su patria mal retribuiría al cabo de los años condenándolo a morir en la más absoluta pobreza y sin atender a sus reclamos por sueldos impagos, sino que también redactó un “reglamento” para el funcionamiento de esos establecimientos educativos.
Los artículos de ese reglamento son poderosamente reveladores de la lúcida concepción que Belgrano tenía de lo educativo y de su importancia en la sociedad. Es así que en el artículo 1° privilegia la buena retribución al maestro, al establecer que se destinen quinientos pesos anuales para cada escuela, de los que cuatrocientos serán para su pago y los cien restantes, para “papel, pluma, tinta, libros y catecismo para los niños de padres pobres que no tengan cómo costearlo”.
Para evitar el “dedazo” o “acomodo”, imponía el sistema del concurso u oposición: “Se admitirían los memoriales de los opositores con los documentos que califiquen su idoneidad y costumbres, oirá acerca de ellos el síndico procurador y cumplido el término de la convocación, que nunca será menor de veinticinco días, nombrará dos sujetos de los más capaces e instruidos del pueblo para que ante ellos el vicario eclesiástico y el procurador de la ciudad se verifique la oposición públicamente en el día señalado”. Ese concurso, como lo indica el artículo 4°, debía abrirse cada tres años, para garantizar que el maestro fuera el más capacitado para ejercer tan delicada tarea.
Prudente en penitencias y castigos, en épocas propensas a éstos, siempre obsesionado por la justicia, Belgrano propone que “si hubiese algún joven de tan mala índole o de costumbres tan corrompidas que se manifieste incorregible, podrá ser despedido secretamente de la escuela con la intervención del alcalde de primer voto, el regidor más antiguo y el vicario de la ciudad, quienes se reunirán a deliberar en vista de lo que previa y privadamente les informe el preceptor”. Insiste en que a los alumnos “por ningún motivo se les expondrá a la vergüenza pública” (artículo 15°).
Tendrá también maravillosas expresiones hacia el maestro, de sorprendente actualidad: “Procurará con su conducta en todas sus expresiones y modos inspirar a sus alumnos amor al orden, respeto a la religión, moderación y dulzura en el trato, sentimientos de honor, amor a la verdad y a la ciencia, horror al vicio, inclinación al trabajo, despego del interés, desprecio de todo lo que tienda a la profusión y al lujo en el comer, vestir y demás necesidades de la vida, y un espíritu nacional que les haga preferir el bien público al privado y estimar en más la calidad de americano que la de extranjero” (artículo 18°). Enseguida, en el artículo 19°, nos seguirá asombrando: “Tendrá gran cuidado en que todos se presenten con aseo en su persona y vestido, pero no permitirá que nadie use lujo aunque sus padres puedan y quieran costearlo”.
Quizá lo más remarcable del “reglamento” de don Manuel Belgrano sea la jerarquía que confiere a la tarea del educador. Tanto es así que en el artículo 8° no duda en indicar que en las celebraciones “se le dará al maestro en cuerpo del Cabildo, reputándosele por un padre de la Patria”.
Aunque las circunstancias lo obligaron al fragor de las batallas para hacernos libres, nuestro prócer coincidiría con lo que el filósofo estoico Epícteto había afirmado en el siglo I d.C.: “Sólo las personas que han recibido educación son verdaderamente libres”.
LA NACION