El laboratorio de robots

El laboratorio de robots

Por Nuño Domínguez
En la ciudad de Cambridge, a pocas manzanas del río Charles, que la separa de Boston, está el Media Lab, uno de los mejores lugares del planeta para conocer las tecnologías que marcarán nuestras vidas para bien o para mal en 10 o 20 años. El Media Lab es una de las incubadoras de ideas más atípicas dentro del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), la mejor universidad del mundo según diversos rankings internacionales. En los muros de la sede central, construida a principios del siglo pasado, permanecen grabados los nombres de los científicos más importantes de la historia: Arquímedes, Newton, Darwin, Pasteur… A unas pocas manzanas, en un moderno edificio de cristal y acero de seis plantas con amplios espacios diáfanos, el Media Lab muestra en sus paredes y en las entradas de los laboratorios nombres como Lego, Motorola, Swatch, British Telecom o MasterCard, algunas de las compañías que financian el centro.
Según la institución, de estos laboratorios han salido las semillas de los inventos sobre los que reposa la electrónica de consumo actual, como las pantallas táctiles, la tinta de los libros electrónicos o el GPS. Hace dos décadas, aquellos dispositivos comenzaron siendo prototipos aparatosos y algo ridículos que se fueron transformando y miniaturizando hasta caber en los teléfonos y las tabletas que llevamos en el bolsillo. Una vez que se atraviesa el elegante lobby de acceso, los diversos espacios del Media Lab siguen llenos de nuevos prototipos entre un caos de cables, maquetas, circuitos, juguetes y robots de tamaño humano. Las paredes son de cristal, lo que deja a la vista el trabajo de los 27 grupos de investigación, aunque algunos son muy celosos de que se fotografíen algunos de sus prototipos por miedo a que puedan copiarlos.

Ya en su cuarta década de vida, el objetivo declarado de este centro es juntar a mentes rebeldes: diseñadores, artistas, nanotecnólogos, expertos en visualización de datos e ingenieros “para inventar y reinventar la experiencia humana” y mejorarla usando nuevas tecnologías. Una de las grandes ideas que vertebran el trabajo de los grupos de investigación es ampliar las cualidades humanas, desde la memoria y la capacidad de razonamiento hasta la fuerza física –pasando por todos los sentidos–, usando dispositivos wearables (algo que se puede traducir como “ponibles”) e implantes. Los prototipos más avanzados vislumbran un futuro en el que los humanos y los robots se habrán fundido hasta ser indistinguibles.
Hugh Herr es el ejemplo más icónico de hasta dónde pueden llegar estas ideas. En su juventud, fue una de las mayores promesas de la escalada en EE.UU. Tras sufrir un accidente en invierno y quedar aislado, tuvieron que amputarle las dos piernas por congelación. A partir de entonces se lanzó a fabricar sus propias prótesis para seguir escalando. Los primeros modelos eran poco más que trozos de madera pintados de colores llamativos con los que Herr aparece en fotos antiguas mirando orgulloso a la cámara desde la cima de una montaña nevada que acababa de coronar. Tres décadas después, las prótesis que produce actualmente son complejos dispositivos mecánicos que consiguen que el paso de una persona amputada sea tan rápido y eficiente desde el punto de vista metabólico como antes de perder las extremidades. El año pasado, Herr recibió el premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica por su trabajo como director del grupo de Biomecatrónica en el Media Lab, donde sigue desarrollando dispositivos que puedan romper las barreras físicas de cualquier persona.
Canan Dagdeviren dirige el grupo de decodificadores adaptables y busca nuevas vías para mejorar la eficiencia del cuerpo humano. Ingeniera nacida en Estambul en 1985, Dagdeviren trabaja con implantes flexibles para el corazón que producirían energía con cada latido. Los marcapasos convencionales son muy eficientes, pero requieren cambio de pilas cada 10 años y una consiguiente intervención quirúrgica. Uno de sus prototipos es capaz de mover un marcapasos empleando únicamente la energía generada por el músculo, lo que brindaría autonomía completa sin necesidad de cambiar baterías.
El Media Lab también es la prueba viva de que una nueva tecnología no es ni buena ni mala. Solo el uso que se haga de ella lo es. Como el caso del City Car, un coche eléctrico plegable que, una vez estacionado, ocupa un tercio del espacio de un vehículo normal. Ha sido diseñado por investigadores de esta institución y un grupo de empresarios españoles vinculados al Partido Nacionalista Vasco decidió pagar al MIT para desarrollarlo comercialmente. Así nació Hiriko, el coche eléctrico vasco. En enero de 2012, durante la presentación del vehículo en Bruselas, el entonces presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, dijo que “iniciativas como el coche eléctrico Hiriko son parte de la respuesta a la crisis”. Javier Maroto, entonces alcalde de Vitoria (PP), aseguró que el proyecto crearía 800 puestos de trabajo en la ciudad, donde el consorcio Hiriko tenía su sede. La compañía, dirigida por el empresario Jesús Echave, ya había firmado contratos con Barcelona, Boston, Berlín y San Francisco para abrir plantas de producción en el futuro. Aquel propósito quebró 16 meses después y se tragó casi 18 millones de euros en
ayudas públicas de los gobiernos español y vasco. En la actualidad, el caso del coche Hiriko, que nunca llegó a arrancar, se dirime en los tribunales.
Lejos de esos pleitos, Joseph Paradiso, uno de los investigadores más veteranos del centro, se define como un optimista. Dice que la tecnología tiene un gran potencial para mejorar la vida de millones de personas en el futuro. Su laboratorio de ambientes responsivos es un muestrario de maniquíes, instrumentos musicales y sintetizadores apilados a lo largo de metros de estanterías metálicas en las que se almacenan fusibles y regletas. El enclave parece más un local de ensayo o una ferretería que un laboratorio de tecnología de punta. Paradiso investiga redes de sensores que permitirán a los humanos expandir sus sentidos. Gracias a ellos podremos saber lo que hay detrás de una esquina sin necesidad de doblarla o ver y oír qué está sucediendo en lugares a decenas o cientos de kilómetros. Nuestra inteligencia ya está aumentada por los teléfonos móviles e Internet, donde almacenamos parte de nuestra memoria, explica Paradiso. “De alguna forma veo que esta operación se acelera. Nuestro cerebro pasará a no estar sólo dentro de nuestras cabezas, y nuestros procesos cognitivos se verán aumentados por las máquinas”. También cambiará de una forma radical la percepción humana. Al responder sobre cuál es la idea principal de su trabajo, Paradiso dice: “Estamos expandiendo lo que significa estar presente aquí y ahora”.
Físico e ingeniero, Paradiso ha pasado media vida produciendo sensores para aceleradores de partículas y misiones espaciales de la NASA. Ahora aspira a colocar esos sensores sobre nuestra piel. En nuestras muñecas. En las sienes. En los zapatos. Y alrededor de nuestros hogares, para que los ordenadores puedan aprender de nosotros y sepan qué tipo de ambiente, de iluminación o de música necesitamos en cada momento.
Desobediencia constructiva
La financiación del Media Lab, de unos 30 millones de dólares al año, llega casi en exclusiva de empresas privadas. Las compañías pagan para que los investigadores y estudiantes persigan sus ideas con total libertad a cambio de luego poder explotar las patentes que generan. El año pasado, los responsables del Media Lab crearon una beca especial para incentivar la “desobediencia responsable” entre sus estudiantes. El objetivo: “Beneficiar a la sociedad” cuestionando sus normas. Incluso sus leyes.
En el primero de los seis pisos del Media Lab se encuentra un claro ejemplo de esa desobediencia constructiva. Sobre una mesa reposan varios maniquíes despedazados. Representan modelos negros, asiáticos y blancos. Todos llevan tatuajes geométricos de un material metálico y brillante. Éste es el lugar de trabajo de Cindy Hsin-Liu Kao, una joven investigadora taiwanesa que está desarrollando los tatuajes del futuro. Se trata de circuitos de pan de oro que se pegan directamente sobre la piel y que se pueden utilizar para controlar el teléfono móvil, proyectar información en la piel y, tal vez algún día, alertar sobre problemas de salud.
La inspiración de Hsin-Liu Kao surge de la rebeldía. “Los dispositivos actuales de este tipo han sido diseñados por ingenieros jóvenes, blancos y heterosexuales de Silicon Valley”, explica. “Son aparatos negros y grandes. Yo nunca los usaría y creo que muchas otras personas tampoco.” En su opinión se trata del típico enfoque de la tecnología actual: de arriba hacia abajo, los usuarios compran artefactos que producen los ingenieros sin que se tengan en cuenta sus gustos o diferencias. Su objetivo es desarrollar estos adhesivos para que la gente diseñe sus propios tatuajes temporales. En colaboración con el grupo de Paradiso, Hsin-Liu Kao también ha diseñado uñas postizas que llevan sus propios sensores y baterías con las que también se pueden manejar aparatos electrónicos a distancia.
Futuro utópico
Semanas atrás tuvo lugar en el MIT la presentación del libro El próximo paso. La vida exponencial, editado por BBVA OpenMind. En la obra, 20 autores de referencia en inteligencia artificial, ingeniería, genética y otras disciplinas reflexionan sobre cómo las nuevas tecnologías van a cambiar el significado del ser humano. Paradiso, uno de los autores, cree que “eventualmente las máquinas harán todos los trabajos”. Pero esto será bueno para la gente. El físico imagina un “futuro utópico” en el que alcanzaremos un “socialismo perfecto”. “Es un mundo en el que no hay guerra, no necesitas dinero y los robots podrían liberar a la gente del trabajo para que sean el tipo de personas que realmente quieren ser”. Como imagina Paradiso, en esas sociedades, los robots pagan impuestos y estos garantizan una renta universal para las personas.
Pero ese futuro imaginario es lejano. Los sistemas de inteligencia artificial no llegan a reproducir la densidad de neuronas y sinapsis que alberga un cerebro humano, reconoce Paradiso. “Por ahora las personas somos mejores que las computadorasa la hora de entender fenómenos sin una estructura determinada. La inteligencia artificial aún tiene que mantenerse muy acotada a su campo específico para funcionar bien”.
Jonathan Rossiter, otro de los autores del libro, está convencido de que vamos a fundirnos con los robots en una “simbiosis” total. Rossiter es el responsable del laboratorio de robots blandos en la Universidad de Bristol (Reino Unido). Su equipo investiga “materiales inteligentes”. Como, por ejemplo, polímeros que transforman la energía eléctrica en movimiento y son capaces de contraerse y relajarse. La idea es usarlos para fabricar piel y músculos artificiales. “La ropa apenas ha cambiado en los últimos 1000 años” y es el momento de pasar la página, dice Rossiter.
Su objetivo es usar los materiales inteligentes en prendas de ropa que podrían aportar movilidad perdida a personas mayores. “Imagina que alguien ha perdido un kilo de masa muscular: ¿qué pasa si le pones ese kilo a través de estos dispositivos?”. Su laboratorio ha desarrollado un polímero “que tiene más densidad que un músculo humano y puede alcanzar una fuerza similar”, asegura Rossiter. “El problema es que necesitamos fabricarlos en el tamaño deseado, y puede que no sean tan resistentes… Los músculos son capaces de funcionar millones de veces sin problemas, pero estos materiales se acaban rompiendo.”
También reconoce que los ingenieros tienen que hacer más caso a la gente. “Si escuchas a las personas mayores que tienen estos problemas, piden que las prendas sean muy fáciles de poner, que queden bien, que sean cómodas y se puedan lavar… A veces piensas: «Yo soy un ingeniero, no tengo que pensar en esto». Pues sí, es clave.”
Rossiter busca la forma de incorporar formas de inteligencia básica a sus materiales inteligentes para crear robots capaces de moverse y sentir el entorno. Otro laboratorio de su misma universidad busca formas de transformar desechos en energía: han obtenido una pila de combustible que genera electricidad a partir de orina. Por ahora sólo es capaz de cargar un teléfono móvil. Pero, en el futuro, la misma idea podría servir para crear robots autónomos que se alimentasen de compuestos contaminantes, según argumenta Rossiter.
Desde el punto de vista de este ingeniero británico, los robots del futuro estarán en el medio ambiente, en nuestra ropa, en la piel e incluso dentro de nuestro organismo. Y serán biodegradables. “Pensamos en los robots como algo ajeno a nosotros”, dice Rossiter. Por eso tenemos un nombre concreto para denominarlos. “Pero cuando estén tan integrados en nosotros y aumenten nuestras capacidades físicas, cuando nos hagan ser mejores, en ese momento dejarán de constituir algo diferente: se convertirán en nosotros mismos. Suena muy a ciencia ficción, pero una vez que garantices que esa tecnología sea democrática, todo el mundo lo aceptará como algo propio. Los humanos seremos así.”
LA NACION/EL PAIS