15 May Verduras: los chicos las rechazan porque el cerebro asocia el color con un peligro
Por Evangeina Himitian
Felisa Gándara, de tres años, tiene siempre la misma reacción ante un plato de vegetales. Cuando Débora, su madre, se lo coloca adelante, ella pone mala cara. Y después empieza a explorar la preparación con los dedos hasta que encuentra algo que le gusta. Carne, un preparado con harina, papa… alguno de esos sabores amigables con su paladar. Pero si no encuentra nada de eso en medio de la preparación, el rechazo es total. Y hasta es muy probable que el plato termine en el suelo. Es una tragedia familiar. Sobre todo, porque Débora, que es diseñadora y tiene 35 años, es vegetariana. Y pese a que intentó transmitirle por todos los medios a su heredera su pasión, cuasi militancia, por las verduras, no hay caso. “No pretendo que sea vegetariana, le doy carne y pollo… Pero que rechace así las verduras me pone muy mal”, confiesa.
Lo que Débora ignora, al igual que muchas madres que luchan por reconciliar a sus hijos con la alimentación saludable, es que los chicos llegan al mundo “seteados de fábrica” para rechazar cualquier tipo de verduras. Y, contrariamente, a lo que muchos creen, ofrecerles en un plato variedad y muchos colores es contraproducente: hace que rechacen la comida que se les sirve. Sobre todo, los colores más brillantes encienden en su cerebro una alerta que les indica que ese alimento no es seguro.
Un estudio hecho por la International School for Advanced Studies, de Trieste, Italia, y publicado recientemente en el periódico Scientific Reports, señala que existe una razón evolutiva en este rechazo que se relaciona más con los colores que con los sabores, lo que lleva a los chicos a rechazar los vegetales.
La neurociencia demostró que los chicos no consumen las verduras por un mecanismo intuitivo para evitar una potencial intoxicación. Viene con ellos. Y de los padres depende que los niños aprendan a vencer esa negativa inicial o no. Y si no lo hacen, es probable que como adultos sean reticentes a incorporar verduras en su dieta.
Una cuestión evolutiva
“Hay reacciones que vienen cableadas de fábrica en nuestro cerebro, como por ejemplo la aversión universal a las verduras que tenemos todos de chicos. No importa en qué parte del mundo, todos sentimos rechazo inicial a las verduras. Tiene que ver con que nuestro cerebro es el resultado de la evolución a lo largo de muchos cientos de miles de años y conserva mecanismos de defensa que pueden protegernos de contaminantes, plantas venenosas y toxinas”, apunta Federico Fros Campelo, especialista en los mecanismos cerebrales del consumo y autor del libro Nutrición (de)mente (Grijalbo, 2016).
“Mientras tanto, nuestro cerebro también tiene la capacidad de cambiar con la experiencia: la exposición reiterada a determinados tipos de comida genera un fenómeno de habituación, que nos lleva a familiarizarnos con lo que se come en nuestra sociedad y, por supuesto, en nuestra familia en particular”, agrega.
La doctora en nutrición Mónica Katz lo ratifica. Y aporta que, para que un chico venza el rechazo inicial a las verduras, deberá probar entre 12 y 14 veces ese sabor. Así, su cerebro comprobará que no va a morir envenenado al consumirlo, que es seguro y apagará la alarma que se enciende, sobre todo, frente a los alimentos muy coloridos o de hojas porque, instintivamente, se los asocia con la presencia de veneno. Después de haberlo probado, el alimento se convertirá en parte de su repertorio habitual.
“Los chicos poseen naturalmente neofobia, es decir, rechazo a los alimentos nuevos. Además, hay otros que poseen una supersensibilidad en la percepción de los amargos presentes en vegetales, como los fitoquímicos o los antioxidantes, y, por lo tanto, los rechazan más aún. Es instintivo porque los amargos están en los venenos, los alcaloides. Por eso, poseemos 25 receptores diferentes para los sabores amargos y sólo dos para los dulces. Detectar los amargos es poseer una defensa, porque el dilema del omnívoro es determinar y decidir luego qué es nutriente y qué es toxina”, explica Katz.
Encontrar la receta
Los especialistas insisten en que los colores no ayudan, al menos en esta etapa de incorporación inicial de vegetales a la dieta infantil. Es preferible darles un solo tipo de vegetales. De hecho, los alimentos que los chicos prefieren suelen tener colores tenues, monótonos y hasta aburridos. Por ejemplo, la papa, la batata o la banana. En el color también está el mensaje.
“Es frecuente que los chicos rechacen las verduras. Es parte normal del desarrollo que en algún momento se nieguen a comer alimentos de colores, sobre todo verdes o naranjas, ya que los rechazan. Esto ocurre generalmente entre los tres y los cinco años. Se vuelven muy selectivos y comen poca variedad de alimentos. Está en los padres insistir para que esta conducta no perdure”, apunta Laura Romano, nutricionista encargada de pediatría del Hospital de Clínicas y coautora del libro Comenzando a comer. Primeros pasos para una alimentación saludable (Dunken).
La mejor prueba de ello es Fermín Bertolone, que con apenas un año y un mes de vida es un verdadero fan de las verduras y las frutas. Come berenjenas, zanahorias, papas, batatas, paltas y mangos. Sus padres, Ángel, de 33 años, y Catalina Hollman, de 29, parecen haber encontrado la manera. Ellos reconocen que combinan los consejos del pediatra y distintos métodos en boga, entre ellos el Baby Led Weaning (BLD), que propone que sea el propio bebe el que guíe el proceso de alimentación sustituyente de la leche materna. Y propone que, en lugar de cuchara, se le permita al chico comer en su mesita con la mano pequeños trozos de la comida. La idea es que se vaya incorporando de a poco a la alimentación del resto de la familia. Y acá se prefieren los trocitos a los purés.
“Nosotros hicimos eso y nos dio muy buen resultado. Al principio sólo probaba los vegetales, pero a partir de que él mismo los fue descubriendo, comer se volvió una fiesta. Fue muy sencillo. Claro que el método tiene sus limitaciones. Por ejemplo, cuando hay sopa. Porque Fermín se acostumbró a comer solo, pero todavía no maneja la cuchara. Entonces, es un enchastre. Los padres sufrimos, pero sospecho que él lo disfruta más todavía”, cuenta Ángel, orgulloso.
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