Sus padres eran terroristas, ahora su tía pelea por adoptarla

Sus padres eran terroristas, ahora su tía pelea por adoptarla

Texto Eli Saslow
Tal vez un día la niña sea suya, así que Saira Khan empieza a preparar la casa para la próxima visita de su sobrina. Desinfecta los juguetes y vuelve a revisar las trabas de seguridad. Limpia la habitación de la beba, donde nunca se le permitió pasar una noche, y ordena la cuna que recuperaron de la escena del crimen. Esa cuna ya estaba en el departamento donde sus padres la dejaron una mañana de diciembre del año pasado para ir a una fiesta del trabajo en San Bernardino, armados hasta los dientes con granadas caseras, pistolas y rifles AR-15.
Ese día Syed Rizwan Farooky Tashfeen Malik mataron a 14 personas e hirieron a más de 20 antes de ser abatidos por la policía. También dejaron huérfana a su hija de seis meses. Ahora la beba se ha convertido en una niñita que está empezando a caminar y todavía vive en un hogar sustituto bajo la custodia oficial del condado de San Bemardino. Saira, la hermana mayor de Farook, pasó los últimos 11 meses tratando de adoptar a su sobrina, pero hasta el momento sólo le concedieron visitas regulares de seis horas.
“¿Esta vez podemos estar solos con ella o va a venir alguien a controlarnos?”, pregunta Farhan Khan, esposo de Saira. “No sé”, responde ella. “¿Más preguntas? ¿Más investigadores?” “Es probable”, contesta ella.
Ambos pasaron el año entero intentando encontrarle sentido a un tiroteo del que todavía quedan demasiadas preguntas sin responder, y durante este último tiempo la que más los carcome es: ¿qué va a pasar con la beba? Son sus familiares más cercanos. Quizás el hecho de cuidar a su sobrina, piensa Saira, devolvería un poquito de orden, no sólo a la vida de la nena, sino también a la de ellos.
Por eso Saira, de 32 años, y Farhan, de 42, se han presentado ante la Corte a solicitar la adopción. Se sometieron a la averiguación de antecedentes y a todas las constataciones de rutina. El Servicio de Protección Infantil (CPS, por su sigla en inglés) los entrevistó en varias oportunidades y el FBI los declaró libres de la sospecha de haber tenido algún conocimiento previo del atentado. Lo único que les queda por hacer es esperar a que se decida la custodia en función del criterio del condado, aunque no se sabe cuánto tiempo tardará en llegar esa decisión. “Nosotros somos gente normal. Una buena familia”, ha dicho Saira, tratando de convencer a un representante tras otro del CPS, y cada una de las visitas de su sobrina es una oportunidad para demostrarlo.
Limpia las migas que dejaron en la alfombra del comedor su hija de tres años y su hijo de ocho. Endereza el póster colgado en la pared de la cocina, en el que se lee: “En esta casa damos una segunda oportunidad. Agradecemos. Perdonamos. Nos abrazamos”.
La casa, de cuatro ambientes, está al final de un callejón en un suburbio de Riverside, tiene un patio con un limonero y vista a La Sierra Hills. Farhan se dedica a la venta de impresoras y dirige un equipo de doce empleados. Saira está por terminar una maestría en Educación. Tienen dos hijos, un auto híbrido y un tiempo compartido en San Diego: una vida califomiana agradable, hasta el día en que el callejón se llenó de patrulleros y periodistas que confundían a Saira y a Farhan con los perpetradores de lo que en ese momento se consideró el atentado terrorista más sangriento en territorio de Estados Unidos desde el 11 de Septiembre.
El tiroteo hizo dar un giro dramático a la vida de muchas familias estadounidenses, incluida la de ellos. Saira cuenta que su madre tiene que tomar pastillas para dormir y que su padre sufre alucinaciones y tiene dificultades para hacerse entender. Mientras tanto, Saira y Farhan intentan ocuparse de todo, piden disculpas públicas en una conferencia de prensa, se ponen en contacto con los familiares de las víctimas y gastan sus ahorros en el proceso de adopción, para volver al final de cada noche al mismo versículo del Corán: “Dios está con los que perseveran”.
Ahora Saira entra en el pequeño cuarto de la casa que empapeló en celeste y rosa para su sobrina. Endereza los libros de cuentos en el estante. Acomoda algunos de sus juguetes favoritos y abre el armario.
En el perchero hay docenas de atuendos que se recuperaron del departamento de Farook y Malik. En su mayoría, vestiditos con volados que todavía conservan las etiquetas y que van desde los nueve meses hasta los seis años.
La pareja tenía la ropa escondida en una valija que el FBI encontró en el armario del departamento. Mientras almacenaban miles de cartuchos de munición, Farook y Malik también se ocupaban del futuro guardarropas de una hija a la que no pensaban criar.
“Talle cuatro. Dos. Tres. Seis”, lee Saira. “¿Qué clase de padres hacen planes para abandonar a una hija? ¿Cómo eran capaces de hacer algo así y nosotros no sabíamos?”

Nadie se dio cuenta
Ésa es la pregunta que les hace mucha gente desde el tiroteo y, con el paso del tiempo, a Saira empieza a sonarle más a una acusación, incluso a una condena: ¿cómo es posible que no supieran?
Esa pregunta la oyeron los primeros días en boca del FBI, de los amigos en la mezquita donde ahora — Saira a veces se siente aislada, de los demás padres en la escuela de sus hijos y de aquel primo de Chicago que no volvió a llamar nunca más: la oyeron en boca de tantos desconocidos que por primera vez en su vida Saira empezó a llevar gas pimienta en el auto y en el bolso.
Lo peor es que es la misma pregunta que se han estado haciendo ellos. ¿Pudieron haberlo sabido? ¿Pasaron por alto los indicios? ¿Tendrían que haberse alarmado diez años antes del tiroteo, cuando Farook empezó a volverse cada vez más conservador en sus creencias, a comer solamente comida halal y a abjurar de las fiestas de cumpleaños? O cuando se fue antes de la fiesta de casamiento de ellos, a principios de 2007, porque bailar o escuchar música le parecía pecaminoso, ¿ya era señal de que se había vuelto un islamista radicalizado? Y cuando empezó a quejarse un poco por la fiesta de Navidad de la oficina, ¿Saira tendría que haberse dado cuenta de que el más callado y amable de sus hermanos -un hombre que no tenía ningún antecedente penal ni de violencia- estaba planeando un atentado?
No crecieron en un hogar especialmente religioso. Su padre, un camionero al que a veces le costaba encontrar trabajo estable, rara vez iba a la mezquita. Su madre había trabajado como secretaria para mantener a la familia, entre las mudanzas de Paquistán, Illinois y California. Saira era la mayor de los cuatro hermanos y siempre había considerado a Farook el más tranquilo de todos: tímido, confiable, siempre dispuesto a cuidarle los chicos o a cambiar el aceite del auto. Hasta que entró a la universidad, nunca antes se había dejado crecer la barba, ni hablaba demasiado de las leyes de la tradición islámica, ni había buscado una esposa musulmana por Internet. Le decía al resto de la familia que no buscaba una mujer hermosa, sino una que fuera devota. En 2014, después de conocer a Malik por Internet, convenció a la familia de que no viajaran a Arabia Saudita para la boda.
Saira y Farhan no fueron, así que la conocieron cuando se mudó con Farook a Riverside. Usaba velo completo y casi no hablaba. Cada vez que Saira y Farhan invitaban a los recién casados a su casa, Malik se mantenía lejos de los hombres, aislada en uno de los dormitorios y con la puerta cerrada con llave para tener mayor privacidad. Aunque Farook decía que era por razones religiosas, a Saira le parecía una exageración, un gesto de mala educación. Malik no hablaba mucho inglés, era tímida, acababa de llegar a Estados Unidos.
A pocos meses de casarse, Malik quedó embarazada y nació la beba. Y en cierto modo las cosas mejoraron. Le enviaba mensajes a Saira pidiéndole consejos sobre la lactancia y los ciclos de sueño de los bebes. Empezó a salir de su habitación con la nena y a visitarla con más libertad. Cuando le pedía a Saira que se la cuidara porque ella necesitaba descansar, nunca hubo ningún motivo para imaginar que en realidad iba a practicar aun polígono de tiro. Y cuando le preguntó a Saira, que en ese momento amamantaba a su hija, si de vez en cuando podía darle el pecho a su sobrina también, ella lo tomó como un honor. Jamás se le había ocurrido que podía deberse a que quizá Malik estaba tratando de que su hija se apegara a otra persona.
Por eso, el 2 de diciembre de 2015, cuando Saira oyó hablar de un tiroteo en San Bernardino, apagó el televisor sin siquiera considerar que podría estar involucrado su hermano. Eso ni se le pasó por la cabeza cuando su madre la llamó para decirle que Farook y Malik le habían dejado a la beba porque iban al médico. Ni cuando unas horas más tarde volvió a llamarla y le dijo que todavía no habían vuelto y que la nena tenía hambre. Ni cuando ella misma llamó a Farook y a Malik y la atendió directamente el contestador. Ni cuando en el noticiero informaron que el ataque había empezado en una oficina durante el festejo de Navidad. Ni siquiera cuando su propio celular empezó a sonar y sonar.
Para entonces, el FBI ya había llegado al departamento de Farook y Malik, donde los agentes encontraron a la madre de Saira y a su sobrina famélica. Habían pasado seis horas desde la última vez que había comido. Jamás había estado lejos de sus padres por más de un par de horas y nunca la habían alimentado con mamadera. Lloraba cuando los oficiales la pusieron en otro auto y se la llevaron, primero a una agencia del FBI y después al CPS de San Bernardino. Saira trató de encontrar a su sobrina para amamantarla, pero nadie le decía dónde estaba, así que durante varias semanas siguió oyendo en sueños el llanto hambriento de un bebé.

Permisos de visita
Ahora la niña está de visita en casa de Saira. Entra en el living tambaleándose en dirección a ella con su pañal, calzas grises y una remera rosa. Lleva el cabello recogido con un moño también rosa. Tiene un año y cinco meses, y últimamente se parece cada vez más a Malik: la piel clara, los ojos oscuros y la nariz ancha. Va hacia Saira trastabillando entre risas y se acerca a una pila de juguetes.
Saira pospuso una pasantía docente y reorganizó su agenda de clases para estar disponible para estas visitas: dos días por semana, seis horas; un programa de juegos seguido del almuerzo, una siesta y después la merienda. Farhan casi siempre está en el trabajo, pero Saira no se pierde ni una visita. La asistente social dijo que lo que más necesita la nena es constancia, y ella también quiere restablecer el vínculo.
La vio una vez por semana durante los primeros seis meses de vida y después del tiroteo pasó casi dos meses sin poder verla. Al final, le permitieron visitarla una hora en una oficina de Minoridad en Victorville, donde una cuidadora le puso en los brazos una criatura que apenas pudo reconocer. Le pareció que los brazos y las piernas se le habían atrofiado. No sonreía mucho y no quería interactuar. “¿Cómo terminó así?”, preguntó Saira, y durante ese tiempo supo por los médicos y asistentes sociales lo que le ocurrió a la niña en las semanas que siguieron al atentado. Le habían asignado nuevos cuidadores a través de un hogar de guarda. Una casa nueva. Mamaderas nuevas con una fórmula nueva. Nuevos hermanos adoptivos. Un idioma nuevo, porque la familia de guarda hablaba inglés, no urdu. Y preocupaciones de seguridad nuevas, que por un tiempo obligaron a cambiarle el nombre y a disfrazarla de varón.
A Saira le contaron que en cierto punto su sobrina había dejado de aumentar de peso y tuvo que pasar unos días en el hospital. Los médicos le hicieron una serie de pruebas antes de concluir que el problema se debía sobre todo a una mala nutrición y al estrés. Le dieron una dieta para duplicar las calorías y su salud ya comenzaba a mejorar.
Los primeros meses después del tiroteo, las visitas habían sido irregulares y muy supervisadas, tanto que Saira empezó a sentir que su sobrina apenas la reconocía. “Tengo miedo de que se olvide de nosotros”, le había escrito al CPS en un correo electrónico en el que les rogaba poder pasar más tiempo con ella, y en mayo le concedieron el permiso para visitas domiciliarias.
Saira cree que la niña está contenta en su casa, jugando con sus primos, y esperaba que le otorgasen la custodia a principios del otoño. Pero todavía no hay ninguna no-vedad acerca de cuándo se podría arribar a una decisión en este caso tan público y sensible. Por eso, cada visita la sobrina de Saira llega con una hoja de instrucciones? de la familia de guarda con la que pasa la mayor parte del tiempo.
— Por favor, no se olviden de darle el remedio.” “No le corten el flequillo.” “Le hace falta una buena siesta.” Saira considera que la familia adoptiva la cuida bien y, por o eso, siempre cumple con lo que le piden.
Ahora la sobrina empieza a hacer alboroto, así que le prepara el almuerzo. Comen juntas. Miran i- dibujos animados. La acuesta para que duerma la siesta y está atenta al monitor mientras duerme hasta la hora de irse. Ya casi pasaron sus seis horas y Saira tiene que dejar a la sobrina en la oficina del CPS. Despierta a la nena y empieza a cargar a todos en el auto. Su hija de tres años tiene hambre. Su hijo de ocho quiere papas fritas-Y su sobrina r empieza a llorar, como siempre a la hora de irse.
“Por favor -pide Saira-, colaboren un poco.”
Empieza a instalar el asiento que le compró a su sobrina y la correa le queda demasiado ajustada. Vuelve a e a abrocharle el cinturón, pero todavía no queda bien. Ahora las dos niñas están fastidiosas. Saira vuelve a pedirles que colaboren mientras les alcanza unas galletitas al mismo tiempo que acomoda a su sobrina en el asiento del auto para sacarlo de la entrada; ya están llegando unos minutos tarde.
El tráfico se complica. Los chicos se quejan. Su hija sigue pidiéndole más galletitas. “¡Uf, este tráfico!”, exclama Saira, y empieza a preguntarse: ¿la asistente social se dará cuenta de que se les hizo un poco tarde?; ¿lo mencionará en el informe?; ¿podrá complicar las cosas?
“Somos una familia buena”, dice Saira, mientras sube a la autopista. “No teníamos ni la menor idea”, agrega al pasar el primer cartel rumbo a San Bernardino.
El tráfico ya se despejó y ella se detiene justo a tiempo frente al edificio del CPS. Baja del auto a su sobrina, que protesta. Tal vez no se quiera ir. Tal vez lo único que quiere es otra galletita. “Tranquila”, le dice Saira, abrazándola, y la lleva hasta el edificio.

La ausencia y la espera
Después todo queda en silencio. Vuelve a casa y los chicos se van a su habitación. El televisor sigue apagado. Farhan llega del trabajo y Saira se sienta con él, los dos solos en la cocina, como tantas noches durante el último año.
Siempre fueron la pareja más sociable de la familia, hasta el atentado. Saira a veces enseñaba en la escuela dominical de la mezquita. Y Farhan era entrenador del equipo de fútbol juvenil y organizaba las cenas grupales del trabajo. A su boda asistieron más de 500 personas, pero después del ataque terrorista a algunos amigos les llevó más de tres días volver a visitarlos. Saira ha empezado a ver a un terapeuta, ya que dice sentirse desconfiada, malinterpretada, excluida, sola, y eso la lleva a pensar otra vez en su sobrina, a quien considera la más sola de todos.
“¿Cuándo le vamos a contar de sus padres?”, pregunta Saira. Es una inquietud que ella y Farhan siempre tienen presente.
“Cuando sea grande y tengamos la custodia -dice él- ¿A los trece? ¿A los dieciséis?”
“En realidad, ¿cuánto necesita saber?”, sigue preguntando.
“Probablemente mucho -dice él- Toda la historia.”
Se sientan un momento a pensar en lo que va a hacerles falta al tener esa conversación. Guardaron algunos recuerdos del departamento de Farooky Malik para dárselos a la hija algún día: un chal de Malik, un bolso, algunas de sus joyas y vestidos. Todo lo demás se perdió, se destruyó o lo tomaron como evidencia. Saira y Farhan fueron juntos al departamento pocos días después del atentado, cuando el FBI y los medios ya habían ter-minado de trabajar, y el lugar era un caos absoluto. Había ventanas rotas, platos llenos de moho en la pileta de la cocina, mantas de la beba desplegadas en el living, y el piso estaba cubierto de pañales sin usar.
“Tendríamos que ser los primeros en decirle -sostiene Saira- ¿Qué otra persona podría entender?” “Vamos a hacerlo bien fácil -afirma Farhan, como si eso fuera posible-. Le vamos a decir que eran sus padres y que hicieron algo espantoso.”
“Sí. y que ella era una beba -agrega Saira-, que no sabía nada.”
Se hace tarde, y los juguetes de su sobrina siguen desparramados por toda la casa. Saira se levanta y sale de la cocina para empezar a ordenar los bloques y muñecos que quedaron en el comedor. Pronto su sobrina va a volver para otra de sus 5 visitas periódicas, y al menos por esas seis horas quiere que encuentre cada cosa en su lugar.
Traducción de Jaime Arrambide. © The Washington Post