Muhammad Ali y Malcolm X, hermanos de sangre

Muhammad Ali y Malcolm X, hermanos de sangre

Por Ezequiel Fernández Moores
Muhammad Ali “nació” en 1960 al minuto de volver de Roma, donde se había coronado campeón olímpico. Cassius Clay tenía 18 años. Viajó 24 horas en tren desde Chicago a Miami. El recorrido por las plantaciones de algodón del sur profundo le bastó para comenzar a pensar que no quería usar más su nombre “esclavo”. Malcolm X, por su parte, nació como Little Malcolm y murió como El-Hajj Malik El-Shabazz. Pero fue Malcolm X desde la cuna. “Desde que nací en una cama segregada de un hospital segregado y de padres segregados”. Peleadores y oradores notables, orgullosos y arrogantes, se influyeron y admiraron mutuamente. Pero la amistad, profunda, duró apenas tres años. Se cumplirán 54 años desde la última vez que se vieron, casi de casualidad, el 17 de mayo de 1964 en Ghana. Malcolm X, fue asesinado ocho meses después. Ali, ya campeón mundial y fiel a la Nación del Islam, ignoró el funeral en Nueva York. Ese día viajó a Chicago. A dar una exhibición de boxeo.
Clay (ese era entonces su nombre) conoció por primera vez a Malcolm X en un mitín que la Nación del Islam celebró el 10 de junio de 1963 en Detroit. Quedó deslumbrado con su discurso combativo. Clay tenía influencias de su padre y ya había sufrido el racismo en primera persona. La religión le llegó en 1959 en Atlanta. Tenía 16 años, ya era vigilado por el FBI, y memorizó hasta el hartazgo el cancionero de la Nación del Islam. “El cielo de un blanco -decía la estrofa principal- es el infierno de un negro”. Se convirtió en asistente asiduo cuando se radicó en 1961 en Miami. Amaba la magia. Su mejor truco de aquellos primeros años fue el modo en que escondió su militancia negra e islámica.

“Los blancos fueron creados con el propósito de matar a los negros”, escuchó gritar a Elijah Muhammad en Filadelfia. Ese día, setiembre de 1963, aplaudió de pie al fundador de la Nación del Islam. Sucedió días después de una matanza de cuatro niñas negras en un templo de Alabama, por una bomba del Ku Klux Klan. Malcolm X, que quería pasar de la palabra a los hechos, vio a su vez de qué modo la multitud ovacionó a Clay. Malcolm X sostenía que 1963 era “el año de la revolución negra” y que “nadie hace una revolución sólo cantando”. Ya tenía perfil propio y estrategia propia. Y veía a Clay como el futuro nuevo símbolo de la Nación del Islam.
La prensa comenzó a preguntar y el grupo de banqueros de Louisville que manejaba su carrera se inquietó. “Echalo de acá”, le exigió el entrenador Angelo Dundee. Clay debió pedirle a Malcolm X que se fuera. Días después, sin embargo, fue a buscarlo al aeropuerto y lo sentó en la fila 7, butaca 7 del Miami Beach Convention Center. Fue el 25 de febrero de 1964, cuando un joven Clay sorprendió al destronar a Sonny Liston, campeón de la mafia, favorito 7-1 en las apuestas. “¡Soy el rey del mundo!”, grita Clay desde un poster que se hizo inmortal. Al día siguiente, Clay despreció la fiesta VIP de los patrocinadores, Marilyn Monroe incluída, y fue a una celebración privada a Hampton House. Las fotos muestran a Malcolm X que sonríe como nunca. Malcolm X ni siquiera sabía quién era Clay cuando se lo presentaron. Odiaba al deporte. Al boXeo. Y al Clay showman de la TV que hacía reír a los blancos. Esa medianoche, en su habitación, Malcolm X le dice a Clay que ahora es campeón mundial. Que es tiempo de hablar más fuerte. Clay anuncia su militancia negra y su conversión al islamismo. “Seré lo que yo quiera ser, no lo que ustedes quieren que sea”, grita a los periodistas azorados. Cambia de nombre (primero adopta el Cassius X, eX esclavo). Viaja a Nueva York con Malcolm X. Se presenta ante líderes de naciones africanas. Es un estadista en las Naciones Unidas.
Malcolm X, de vida austera, ya sabía de los abusos de Elijah con las mujeres. Desafiaba la orden de no hablar más y tenía opiniones de izquierda. Además, tenía más influencia sobre Ali que la Nación del Islam, que no lo había acompañado a Miami, temerosa de una paliza de Liston. Fue demasiado. Elijah cortó por lo sano. Se abrazó al nuevo rey. Lo bautizó “Muhammad Ali” y le ordenó que no viera más al rebelde. Malcolm X llegó a llamarlo hasta ocho veces por día. Nada. Lo encontró en Ghana y Ali casi lo ignoró. A la vuelta, amenazado diariamente por la Nación del Islam, a Malcolm, mucho más amplio y moderado, cambiado tras la gira por Africa, le explotó una bomba en su casa, donde estaban sus cuatro pequeños hijos. Ali siguió ignorándolo aún cuando fue asesinado. “No quería terminar como Malcolm”, cuentan que respondió Ali cuando años más tarde le preguntaron por qué demoró tanto en tomar distancia de la Nación del Islam. Lo dice “Blood Brothers” (Hermanos de sangre), para muchos el mejor libro deportivo de 2016 (ahora que comienza aquí una nueva Feria del Libro) y que trata sobre “la fatal amistad” entre Ali y Malcolm X.
Décadas después, Ali terminó abrazándose con los hijos del líder negro. Vivió arrepentido por haberlo ignorado. “Soy musulmán -le dijo a sus hijos- por él”. El deporte, escriben los historiadores Randy Roberts y Johnny Smith, le debe a Malcolm X su figura más comprometida de todos los tiempos.
LA NACION