Las lecciones de vida de un ermitaño

Las lecciones de vida de un ermitaño

Por Nathaniel Rich
En los 27 años que vivió en los bosques de Maine, Christopher Knight pronunció una sola palabra. Como no hablaba consigo mismo y esquivaba a la humanidad con astucia samurái, pasó décadas sin usar las cuerdas vocales. En su campamento oculto en la espesura, reía en silencio y ahogaba los estornudos, por temor a ser descubierto.
Desde su arresto, en abril de 2013, Knight aceptó ser entrevistado solamente por un periodista. En 2014, Michael Finkel publicó un artículo sobre él en la revista GQ y ahora ha escrito un libro, The Stranger in the Woods (“Un desconocido en el bosque”), que combina el relato de la historia de Knight con una atrapante reflexión sobre la soledad y la erosionada relación del hombre con el mundo natural. Aunque el “desconocido” del título es Knight, al cerrar el libro uno se queda con la sensación de que Knight, como todos los profetas, es la única persona cuerda en un mundo desquiciado y que la civilización moderna nos ha hecho desconocidos para nosotros mismos.
Primero, Finkel le escribió a Knight a la cárcel del condado de Kennebec, cuando la captura del ermitaño se había convertido en un tema nacional. Con la esperanza de congraciarse con él, Finkel le adjuntó varios de sus artículos previos, incluido uno aparecido en National Geographic sobre una tribu de cazadores-recolectores en el remoto Gran Valle del Rift, en Tanzania. Knight le respondió a su vez con una carta que incluía una fotografía arrancada del artículo sobre Tanzania: el retrato de un anciano de la tribu llamado Onwas, que había vivido toda su vida en medio del monte. Aunque Onwas acampaba con su familia, pasaba enormes lapsos en un aislamiento mudo, midiendo los días por el ciclo lunar. Durante unos dos millones de años, o sea, casi todo el tiempo que lleva el hombre en la Tierra, así fue como vivió nuestra especie. “Esto es lo que realmente somos”, escribe Finkel en su libro.
A lo largo de su fragmentaria y complicada relación, Knight ayuda a Finkel a entender las profundas implicancias de esa afirmación. Si en el fondo todos somos un Onwas, entonces, ¿en qué nos hemos convertido?

Robar para sobrevivir
Finkel dice que el caso de Knight “es casi con certeza el mayor caso de robo de la historia de Maine”, aunque tal vez sea ir demasiado lejos. Un año después del arresto de Knight, por ejemplo, dos adolescentes de 19 años robaron más de 200.000 dólares de una casa en la localidad isleña de Vinalhaven. Se ve que los pescadores de Maine no confían en los bancos. Según sus propios cálculos, Knight planeaba y llevaba a cabo unos 40 robos domésticos al año, más de 1000 en total, antes de ser capturado robando golosinas y papas fritas de la proveeduría de un campamento para chicos con discapacidades. Era uno de sus hurtos típicos: en la mayoría de sus incursiones Knight embolsaba paquetes de fideos, gaseosas, garrafas de gas, lonas y novelas: robaba lo que necesitaba para sobrevivir. había acumulado 395 dólares, casi todo en billetes de 1 dólar, para un caso de emergencia, pero en sus 27 años de ostracismo jamás gastó un dólar. Algunos de los billetes estaban cubiertos de moho.
El exitoso raid de robos en casas de Knight es casi un detalle menor de su historia. A los 20 años de edad, tras terminar la secundaria y una escuela de oficios, Knight renunció a su trabajo de técnico de alarmas y se fue en auto hasta Florida. Cuando regresaba a Maine, pasó frente al hogar de su infancia en Albion, un pueblito en el nordeste de Augusta, y siguió manejando hacia el Norte unos 160 kilómetros, hasta quedarse prácticamente sin nafta en medio de un remoto camino de tierra. Se internó en los bosques y avanzó sin destino fijo ni mapa para orientarse. Tenía una carpa, pero nunca en su vida había dormido en una. La mayoría de sus familiares y amigos asumieron que había muerto. En cierto sentido, tenían razón.
Deambuló durante semanas, caminando hacia el Sur, robando alimentos de los jardines de la gente. Ya por entonces descubrió un escondite ideal, un sitio entre dos lagunas en medio de la espesura y protegido por peñascos, a pocos pasos de la última de una decena de cabañas de veraneo y a menos de 50 kilómetros de la casa de sus padres, aunque Knight no lo sabía. En el lugar, señala Finkel, había buena recepción de señal de celulares. (Finkel tiene buen ojo para los detalles del entorno que reflejan el carácter del personaje de su libro. Cuenta que en sus cartas “la escritura es abigarrada, como si los renglones se apretaran para darse calor entre ellos”, y el auto abandonado al borde del bosque “a estas alturas ya es tanto parte del mundo salvaje como producto de la civilización”.)
Knight tomó infinitos recaudos para defender su aislamiento. Nunca hizo fuego a cielo abierto y pisaba siempre sobre raíces y piedras para no dejar huellas. Aprovechando su conocimiento de los sistemas de alarmas, desactivaba las cámaras de seguridad, vigilaba las casas durante días para enterarse de los movimientos de los propietarios y limitaba sus incursiones a las noches de los días de semana, cuando las cabañas suelen estar desocupadas. Una vez adentro, buscaba el juego de llaves de repuesto que la gente suele tener para un caso de emergencia y las dejaba escondidas afuera, en otra parte de la propiedad, para tener la posibilidad de volver a entrar cuando quisiera. Cuando tomaba prestada una canoa para trasladarse entre las diversas casas que rodean la laguna, se aseguraba al devolverla de esparcir agujas de pino en el interior, para dar la impresión de que no la habían movido de su lugar.
Sus incursiones eran tan sigilosas y su botín era tan magro que durante más de dos décadas los vecinos creyeron que el ermitaño de North Pond era un mito. De ambos lados, la ignorancia era deliberada. Knight se enteró del nombre de la laguna por la que deambulaba recién cuando lo arrestaron, al igual que el nombre del pueblo más cercano, Rome. Knight asegura que había perdido noción del año y hasta de la década. Medía el tiempo como lo hacía Onwas. “La luna era la aguja del minutero”, dice Finkel. “Y las estaciones, la aguja de las horas.”
¿Qué clase de persona hace algo así? ¿Qué clase de persona dice esas cosas? Para empezar, un autodidacta con un lenguaje exageradamente formal (cuando le preguntan por sus métodos de supervivencia, Knight responde, “la artesanía en madera”), narcisista (“sos mi Boswell”, le dice a Finkel) y con una estremecedora inseguridad (en una conversación sobre literatura, le dice desafiantemente a Finkel que se niega a ser “prepoteado intelectualmente” para que termine de leer el Ulises, de James Joyce, a pesar de no haberse cruzado con un intelectual en los últimos 27 años). Finkel señala que existe una predisposición genética a buscar la soledad y que Knight proviene de una familia de solitarios: le dice a Finkel que extrañó a “parte” de su familia “hasta cierto punto”.

El señor de los bosques
Lo que la genética no puede explicar es el extraordinario rigor de la renuncia de Knight. En busca de un caso similar, Finkel se sumergió en la historia de los ermitaños, desde Lao-Tse y los anacoretas de la Edad Media hasta San Antonio Abad, morador de tumbas, y los alrededor de cuatro millones de ascetas que hay actualmente en la India, muchos de los cuales solicitan su propio certificado de defunción antes de entregarse a una vida de dicha monacal. Finkel no menciona a Christopher McCandless, el personaje real en el que se basa el libro de Jon Krakauer Hacia rutas salvajes, que no aguantó ni cuatro meses tras internarse en la taiga de Alaska, pero McCandless no tenía cabañas para saquear. Finkel termina igual que como empieza, con la teoría de que Knight se internó en el bosque porque no había lugar para él en la sociedad moderna. “Estaba disconforme”, dice Knight. Antes se sentía tímido, socialmente incapaz, ansioso, pero después, admite: “Era el señor de los bosques”.
El ascetismo de Knight no era del todo purista: robaba comida procesada, se apropió de un colchón de dos plazas, escuchaba radio, jugaba videojuegos de mano y hasta miraba televisión en un viejo aparato en blanco y negro en miniatura marca Panasonic alimentado con baterías de auto robadas (una confesión que pone en duda su supuesto desconocimiento de la década en que vivía). Y no fue fácil: tuvo que soportar los inviernos de Maine, donde la temperatura desciende a 20 grados bajo cero, y Knight tenía que trotar alrededor de su campamento a las dos de la mañana para evitar congelarse. Pero el bosque le garan-
tizaba libertad, privacidad y calma. Y el bosque también modificó su cerebro: Knight desarrolló memoria fotográfica, una tendencia a los estados contemplativos profundos y una concentración ilimitada. Uno de sus pasatiempos favoritos era caminar hasta algún promontorio antes del amanecer y observar la niebla acumularse en la hondonada del valle.
Finkel cita un puñado de estudios científicos recientes para sostener que el campamento de Knight “tal vez haya sido el marco ideal para desarrollar al máximo la función cerebral”.

Salud y medio ambiente
En su nuevo libro The Nature Fix (“La cura a través de la naturaleza”), sobre el creciente campo de investigaciones en salud y medio ambiente, la periodista Florence Williams repasa decenas de estudios que sostienen que el contacto con la naturaleza “es bueno para la civilización”. Un par de días en medio de la naturaleza rinde un 50% de aumento en la creatividad, prolonga la capacidad de concentración y disminuye la hiperactividad y la agresividad. La cercanía con el mar tiene una relación directa con la felicidad y la tasa de mortalidad es más baja en los barrios con mucho verde, mientras que el ruido del tránsito aumenta los riesgos cardíacos. En otras palabras: nuestro creciente alejamiento de la naturaleza nos está matando.
Mucha gente intuye que ejercitarse al aire libre, ir a un parque o caminar en el bosque son actividades saludables. Los poetas y los artistas vienen predicando esos valores desde hace siglos, al igual que los planificadores urbanos, al menos desde Frederick Law Olmsted, como señala Williams en su libro. Pero a los científicos entrevistados por Williams la intuición no parece alcanzarles. “Debemos validar científicamente esas ideas a través del estrés fisiológico y no quedarnos en los mitos”, dice un académico de Harvard. Williams está de acuerdo. “Me sentía muy relajada”, escribe tras atravesar caminando un parque nacional en Japón, “y las pruebas científicas muy pronto validarán esa sensación”.
Precisamente en busca de validación, Williams visitó a investigadores de Finlandia, Corea del Sur, Escocia y los estados norteamericanos de Utah y Maine, donde se sometió a cuestionarios diagnósticos, hisopados de saliva, monitoreos cardíacos, electrodos en los dedos y “coronas de espinas”, como llama a los cascos de electroencefalografía. En su derrotero, aprende los términos técnicos de fenómenos muy comunes. El olor de la tierra después de la lluvia es producto de un hidrocarbono aromático llamado geosmina, que en griego significa “aroma de la tierra”. Un psicólogo medioambiental de la ciudad de Ann Arbor explica que mirar caer la lluvia nos pone en un estado de “fascinación relajada”. Los hallazgos de Williams son básicamente tranquilizadores y erróneamente específicos. “No se preocupen, que nadie les va a pedir que tiren su celular al río”, escribe Williams. Hay estudios que muestran que contemplar la foto de un bosque es mejor que quedarse mirando una pared pelada, aunque una ventana con una buena vista es mejor, y caminar al aire libre es óptimo. Mirar un árbol de eucalipto durante un minuto te vuelve más generoso. Caminar apenas cinco minutos por el parque hace bien, pero caminar 30 minutos directamente hace milagros. Cinco horas de naturaleza al mes es todo lo que uno necesita, aunque, como dice uno de los científicos, “si en vez de cinco, son diez horas, se alcanza un nuevo nivel de mejoría”. Para muchos veteranos de guerra con síndrome de estrés postraumático que la acompañaron en una excursión de rafting, éste era un evento capaz de transformar sus vidas, aunque uno de los investigadores consultados por Williams no está tan convencido. “No tenemos los datos”, dice. “Quiero ver las pruebas controladas aleatorizadas, quiero ver estudios sobre más casos.”
Al igual que Williams, el periodista Michael Harris percibe que algo precioso hemos perdido al someternos a la invasión tecnológica. Ése fue el tema del primer libro de Harris, The End of Absence (“El fin de la ausencia”), y también será el tema central del segundo, Solitude: In Pursuit of a Singular Life in a Crowded World (“Soledad: la búsqueda de una vida individual en un mundo lleno de gente”), que empezó a escribir cuando se dio cuenta de que no había pasado ni un día solo en toda su vida, al menos no sin comunicarse electrónicamente con alguien. El tema principal de su libro, sin embargo, no es la soledad, sino más bien sus destructores, o sea, los recursos digitales adictivos a los que recurrimos para no estar nunca solos. Harris señala que esas distracciones atentan contra nuestras funciones cerebrales, diluyen nuestro sentido de identidad y reducen nuestras vidas: también nos hacen sentir solos.
Tanto Solitude… como The Nature Fix aportan una receta bastante deprimente y expresada en el lenguaje de la cultura tecnológica de la que Harris sueña con escapar. Cuando escribe que elegir la soledad mental es “un acto disruptivo”, cuando nos propone “convertirnos en nuestro propio algoritmo” o imagina la alternativa de “una Internet de crecimiento lento”, Harris suena igual que Williams cuando ensalza las virtudes de varias nuevas aplicaciones de celular que apuntan a la naturaleza, como la que utiliza un software de reconocimiento visual para medir el “potencial sanador” de un determinado lugar. Williams escribe sobre las virtudes de guardar el celular “bien en el fondo del bolsillo” si salimos a caminar en entornos naturales. En una de sus caminatas, Harris efectivamente entierra su celular en el bolsillo trasero de su pantalón. Será un progreso, pero el celular sigue estando en el bolsillo.
Como bien observa Christopher Knight: “En el mundo la nada ya casi no existe”. Hasta la nada de la cárcel es demasiado para él. Para su horror, sus compañeros de celda pretenden venderle las maravillas del celular y los mensajes de texto. “Con eso intentan seducirme para que me reintegre a la sociedad”, le dice a Finkel. ¿Qué placer puede encontrar una persona al usar un teléfono como si fuera un telégrafo?, se pregunta Knight. “Estamos retrocediendo.”
Tras pasar siete meses preso, a Knight le concedieron cierta indulgencia. Se mudó a la casa de su madre, y su hermano lo contrató para desarmar autos en su negocio de chatarra. Knight ignora los pedidos de Finkel de nuevas entrevistas, pero el autor insiste y se presenta inesperadamente en la casa de la madre de Knight. No parece haber nadie. Finkel espera frente a la puerta. De pronto, Knight emerge de entre los arbustos.
Está deprimido, desorientado, se siente solo. Dice haber recibido la visita de la Dama de los Bosques, espíritu tutelar de los bosques y personificación silvana de la muerte. Hasta la muerte le parece mejor programa que la socialización forzosa. Hasta los rostros humanos lo abruman, por toda la información que transmiten al mismo tiempo. “Extraño el monte”, confiesa Knight, y le pide a Finkel que no vuelva a contactarlo nunca más.
Al ver a Knight quebrado y atrapado, exiliado de su hogar en el monte, Finkel no puede contener las lágrimas. El ermitaño de North Pond siente nuestra tragedia colectiva mucho más profundamente que la mayoría, pero no es el único. “Descubrió algo mucho más profundo y no puede soportar haberlo perdido”, escribe Finkel.
Todos hemos conocido algo mucho más profundo. Y la sensación de haberlo perdido nos resulta insoportable.
LA NACION/ THE ATLANTIC