Después del “fin de la historia”, la historia se toma revancha

Después del “fin de la historia”, la historia se toma revancha

Por Mori Ponsowwy
El 28 de marzo, Jimmy Wales, fundador de Wikipedia, escribió en Twitter: “Siempre sentí que los humanos estaban progresando. Progreso desigual, confundido, a veces equivocado, pero progreso al fin. ¿Y ahora? Ahora los idiotas gobiernan el mundo”. En pocas horas, el tuit recibió muchos “me gusta”, fue compartido y comentado miles de veces. Wales había logrado expresar en ciento cuarenta caracteres la sensación de malestar generalizada en Occidente.
Vivimos una época de desencanto y desesperanza que casi nadie podría haber predicho hace dos o tres décadas. En 1989 el politólogo norteamericano Francis Fukuyama publicó El fin de la historia. El libro -que se hizo célebre de inmediato- desarrollaba la tesis de que la evolución ideológica de la humanidad había culminado: la democracia, unida al libre mercado, lejos de ser perfecta, era la mejor forma de organización social a nuestro alcance. Fukuyama daba voz al optimismo del momento: el Muro de Berlín estaba por caer, la Unión Soviética colapsaba, la Guerra Fría llegaba a su fin y Occidente parecía convencido de que la única manera de prosperar era mediante una economía de laissez-faire que permitiría que las personas vivieran satisfechas y en paz. La Historia con mayúscula había terminado, sostenía Fukuyama y, a partir de entonces, empezaría la historia con minúscula: una historia en la que seguiría habiendo sucesos que contar -elecciones, conflictos internos, guerras-, pero en la que la estructura de fondo de nuestras sociedades ya no cambiaría pues habíamos llegado al mejor de los mundos posibles.
No fue así. Miles de millones de personas están decepcionadas de los resultados de nuestras democracias. Fukuyama lo admitió en febrero en una entrevista con The Washington Post: “Hace veinticinco años yo no tenía una teoría acerca de cómo las democracias podían ir marcha atrás -dijo-. Ahora estoy convencido de que pueden hacerlo.” No es el único. En alusión directa a la vieja tesis de Fukuyama, el filósofo francés Alain Badiou publicó El renacer de la historia y el periodista y político inglés Seumas Milne, La venganza de la historia. Ambos libros, escritos desde ópticas distintas, comparten la idea de que la Historia -con mayúscula- se ha puesto en marcha nuevamente. Quizá nunca dejó de estarlo.

“El mundo no anda bien”, escribe McEwan en su última novela, Cáscara de nuez. El narrador es un feto pocas semanas antes de nacer. Se entera del acontecer mundial a través de los podcasts que su madre oye con audífonos antes de dormir. “Me quedo despierto, escucho, aprendo”, dice esa criatura aún sin nombre, y pasa a enumerar a lo largo de dos páginas las calamidades del mundo que lo verá nacer: Europa en plena crisis existencial; hordas de inmigrantes que languidecen; la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza; el clima trastocado; bosques, glaciares y especies en extinción; el socialismo en desgracia; el capitalismo corrupto. Como si McEwan se valiera de su personaje para dialogar con Fukuyama, el feto concluye la enumeración de males con estas palabras: “A simple vista parece no haber salida. (…) La democracia liberal ha dejado de ser un puerto de destino incuestionable”.
Aunque solemos tomarlas muy en serio, las predicciones de politólogos, filósofos y economistas dan en el blanco con la misma frecuencia con que fallan. La literatura, en cambio, no pretende ser verdad ni predecir nada con certeza y, sin embargo, a menudo logra describir la esencia de un porvenir que pocos pudieron imaginar. Verne, Huxley y Orwell son apenas tres ejemplos de autores que retrataron un futuro que en muchos aspectos ya es parte de nuestro presente.
En su última novela, Specimen Days, Michael Cunningham -Premio Pulitzer 1999 por Las horas- describe un porvenir apocalíptico posnuclear cuya última escena muestra a un grupo de androides a punto de subir a una nave espacial para escapar de la Tierra hacia un planeta paradisíaco. ¿Será ése el futuro que nos espera? ¿Acertará Cunningham como lo hizo Verne con el viaje a la Luna? Lo singular de esta novela es que el autor no narra sólo ese futuro, sino que cuenta la historia en tres partes, empezando con el pasado. La poesía de Walt Whitman y la ciudad de Nueva York operan como telón de fondo en todas ellas.
La primera parte transcurre a mediados del siglo XIX, en plena Revolución Industrial. El protagonista es un niño deforme que, a pesar de trabajar doce horas diarias en una fábrica insalubre, recita de memoria, y en impulsos involuntarios, fragmentos de Hojas de hierba, de Whitman, poeta de la celebración: “Yo canto para mí, una simple y aislada persona. /Sin embargo pronuncio la palabra Democracia, la palabra Masa. /Canto al organismo humano de pies a cabeza”. La segunda parte transcurre en el presente. Un grupo de preadolescentes aprenden los versos de Whitman, antes de salir a la calle con bombas atadas a sus cuerpos, abrazar a sus víctimas e inmolarse junto a ellas. La líder de esos niños, una vieja que se hace llamar Walt, está convencida de que es hora de empezar de nuevo. “¿Acaso el mundo funciona bien?”, les pregunta. “¿Creen que las cosas deben continuar en la misma dirección?” En la tercera parte, Nueva York se ha convertido en un parque temático violento y el resto del continente es un desierto plagado de residuos tóxicos. El protagonista es un androide que en los momentos menos pensados recita versos de Whitman.
¿Qué diría el poeta acerca de nuestro presente? ¿Qué podemos celebrar? Esa, quizás, es la pregunta que subyace en Specimen Days. En evidente contraste con el optimismo y el amor por la vida y el ser humano que caracterizan la poesía de Whitman, Cunningham retrata un siglo XXI desencajado y un futuro aún más sórdido.
La Historia con mayúscula siempre prosigue, pero lo hace a su manera. No obedece a nuestras predicciones. La desesperanza sigue a la esperanza y viceversa. “Nos damos manija con obras de teatro, poemas, novelas y películas colmadas de pensamientos oscuros”, dice el feto de Cáscara de nuez al final de su enumeración de calamidades. Y prosigue: “¿Por qué confiar en esa versión de los hechos cuando la humanidad nunca ha tenido tanta riqueza, tanta salud, cuando nunca hemos sido tan longevos? ¿Por qué confiar en esa versión hoy, cuando menos personas mueren en guerras y menos mujeres mueren dando a luz que nunca antes?”. Esta lista esperanzadora también ocupa dos páginas.
La profecía del fin de la historia falló. Ponderar con mesura no es una de nuestras virtudes. Pesimismo u optimismo son la regla. Los extremos nos atraen porque, entre otras cosas, requieren menos esfuerzo y brindan la comodidad de la certidumbre. No en balde Cáscara de nuez termina con las contracciones del parto, antes de que el feto pueda llegar a una conclusión definitiva acerca del mundo. La vida que le espera a esa criatura por nacer es tan impredecible como el porvenir de la humanidad. Vivimos un momento único en la historia en el que todos los futuros, desde los más nefastos hasta los más luminosos, son posibles. En palabras de Whitman: “Nunca hubo más principio que ahora, /Ni más juventud ni vejez que ahora, /Ni habrá más perfección que ahora, /Ni más infierno ni cielo que ahora”.
LA NACION