Tzvetan Todorov, entre la memoria y el olvido

Tzvetan Todorov, entre la memoria y el olvido

Por Alicia Dujovne Ortiz
¿En qué se distinguen moralismo y moral? ¿Qué diferencia media entre un moralista francés de los siglos XVII y XVIII, observador de las costumbres que se apoya en grandes principios filosóficos, y un moralista moderno como Tzvetan Todorov, que rehúye la abstracción para interesarse en las acciones concretas? ¿Es distinto el bien de la bondad? Y en otro orden de ideas -o quizás en el mismo-, ¿el deber de memoria no amenaza con volverse un “abuso de memoria”, y no puede reivindicarse un “derecho al olvido”? Éstas son, a grandes rasgos, algunas de las claves que nos propone Stoyan Atanassov, de la Universidad de Sofia, para captar la obra de este pensador polémico que no teme llevar sus ideas hasta sus últimas consecuencias, aunque algunas de ellas despierten dudas, tanto en Europa como en nuestro país.
Una frase de Todorov sobre su madre ilustra las diferencias que enumeré al principio: “No era virtuosa -escribe-, era buena”. En Frente al límite -investigación fundamental sobre el comportamiento moral de los prisioneros en los campos de concentración-, Todorov nos revela cuál es su otro punto de referencia, además de la madre: Vida y destino, la novela de Vasili Grossman cuyo protagonista, Ikonnikov, es un “bueno natural” que se ignora a sí mismo, un inocente que nos recuerda al Príncipe Idiota de Dostoievski, su angelical compatriota. No se trata aquí de una ideología humanitaria, sino de un gesto espontáneo, el de quien da un pedazo de pan sin que su religión o sus teorías acerca de la vida se lo indiquen, y sin fijarse en si el favorecido se lo merece, sólo en si lo necesita.

Los Ikonnikov de los campos no eran casos únicos. Había formas diversas de ayuda mutua, y el trabajo de Todorov ha consistido en distinguir el origen de esos actos solidarios -un amplio espectro que va desde lo ideológico hasta la compasión, aunque en todos los casos se tratara de reaccionar contra la negación de la persona y de afirmar lo humano-. Sin embargo, Todorov no cree que los valores abstractos sean susceptibles de crear una moral a la medida de nuestro tiempo, mientras que la compasión, o la bondad, siempre concretas, siempre dirigidas de un individuo al otro, sientan las bases de esa moral a la que él llama cotidiana.
Por otra parte, los testimonios de las víctimas, conocidos a través de Bruno Bettelheim, Jacques Lanzmann, Jorge Semprún, Alexandr Solienitsin o Germaine Tillon (etnóloga y gran figura de la resistencia, muy admirada por Todorov, sobre la que publiqué una nota en estas mismas páginas), nos ofrecen otra enseñanza: sólo se puede concebir una ética a condición de no considerar el mal en términos de alteridad ni de anormalidad. Todorov cita a Rousseau cuando éste -para quien “la voz de la conciencia” es natural en el hombre normalmente constituido- manifiesta que “el bien y el mal surgen de la misma fuente”. ¿Qué nos guía entonces en el momento de elegir el uno o el otro? La libertad individual, la autonomía. El individuo se define como ser moral independientemente de toda obligación exterior. “La esquizofrenia social específica de los regímenes autoritarios” suspende la conciencia moral, y el ciudadano dócil ya no es capaz de interrogarse sobre el alcance de sus actos.
¿Cómo entender entonces el gesto bondadoso nacido como una flor silvestre en el seno mismo de la deshumanización?, me pregunto por mi parte. ¿En términos de milagro? Algo de eso se observa cuando Todorov, siempre siguiendo a Grossman, nos habla de la “pequeña bondad”, esa “cuya fuerza reside en el silencio del corazón del hombre”. Una bondad que no necesita de ningún testigo, una bondad gratuita. ¿Pero puede la florcita convertirse en la base de una moral, por simple y doméstica que ésta sea? Cuando Grossman describe a Ikonnikov no piensa más que en él, vale decir, en un personaje, no en una idea. A diferencia del novelista, acaso la trampa en la que cae el pensador sea la de intentar una sistematización allí donde sólo existe una maravilla posible, pero aislada, súbita e imprevisible.
Para Todorov, la vida moral en el sentido de las acciones concretas e individuales se ubica en la esfera privada: “Pienso que la acción moral se desarrolla dentro de ese terreno mucho más a sus anchas. Es allí donde no corre peligro de servir a la comunidad o a la patria, a Dios o al comunismo: sólo puede dirigirse a seres humanos particulares, puesto que no hay ningún otro”. Es el moralismo abstracto a uso político o religioso el que hace sufrir a las personas concretas. Una reflexión coherente que lo lleva una vez más a considerar la moral en oposición a toda dictadura: “A diferencia de las teocracias y de los Estados totalitarios, la democracia no pretende ser un Estado virtuoso y no se define a partir de un bien supremo obligando a todos sus ciudadanos a aspirar a él”. Imposible no hallar en esta frase ecos de lo vivido por Todorov en su país de origen, donde el régimen comunista caía en lo que Todorov considera el máximo riesgo, “la tentación del bien”, y donde todo el que no proclamara su loca felicidad ante las realizaciones de ese régimen podía ser visto como traidor.
Pero el extremado rigor intelectual no impide la contradicción, ni tampoco el pensamiento reactivo (¿aunque acaso existe el pensamiento libre y desgajado de toda raíz, que no reaccione contra otro anterior creyendo superarlo?). En todo caso, la “tentación” que acecha tras este pensamiento reactivo es que puede volverse reaccionario, o al menos parecerlo. Me refiero al texto de Todorov “Abuso de memoria”, del que he hablado al comienzo, donde el autor daría la sensación de patinar hacia una pendiente insospechada.
¿Cómo entender sus ataques a los procesos de dos nazis como Klaus Barbie y Maurice Papon, procesos “tardíos” cuya virtud pedagógica Todorov niega en bloque, al argumentar que “el objetivo de la justicia debería ser defendernos contra los peligros presentes y no castigar los errores pasados”, y que “la educación del individuo no ha avanzado en nada si lo mueve a instalarse tranquilamente en el papel de una encarnación del bien”? ¿Cómo comprenderlo cuando en su artículo “Un nuevo moralismo”, nuestro pensador se subleva contra las diatribas de la izquierda francesa en relación con el Frente Nacional, de Jean-Marie y Marine Le Pen, izquierda que en su opinión carga las tintas presentando “injustamente” a ese partido como un resurgimiento del nazismo? ¿Y cómo admitir sus críticas, durante su visita a la Argentina, al Museo de la Memoria de la ESMA?
Todo puede entenderse, es cierto, o casi todo. En especial cuando el punto de partida de un pensamiento dudoso resulta irreprochable, ¿quién podría acusar de negacionismo a un intelectual como Todorov, que ha dedicado su vida al estudio de los campos? El error estaría, a mis ojos, en el desarrollo a ultranza y rajatabla de ese pensamiento, y en la confusión entre dos memorias, la privada y la colectiva. Una víctima tiene derecho a borrar sus sufrimientos, un país no. El verdadero abuso que puede cometer un Estado es el abuso de olvido.
LA NACION