29 Apr La trastienda de la escritura: los hábitos, las manías y los rituales de la invención
Por Marcela Ayora
“Me estrené como escritor cuando tenía treinta años, después de ganar el premio al mejor escritor novel de la revista literaria Gunzo.” La expresión pertenece al autor japonés Haruki Murakami y forma parte de su último libro, De qué hablo cuando hablo de escribir, un cruce entre ensayo y experiencia personal respecto del oficio. ¿Un título más que habla sobre el proceso de escritura? Cada vez que un autor reflexiona sobre el entramado de cómo se tejen las historias, ofrece nuevas formas de poner en palabras ese cruce del imaginario entre inspiración y trabajo. ¿Quién llama primero? ¿De qué manera se organiza el que produce? Para Murakami, la práctica y el trabajo con el cuerpo son parte de lo mismo; de hecho, en su anterior ensayo, De qué hablo cuando hablo de correr, cuenta su propia experiencia con el running y de cómo el cuerpo entrenado regresa de otro modo a la mente que está por sentarse a narrar. Si hay algo de cierto en aquello de que un escritor debe contar sobre lo que conoce, el autor japonés comparte en su libro sobre la escritura, sus hallazgos y epifanías en el arte de contar.
No hay un único modo. Y circulan, de boca en boca, mantenidas como un fuego sagrado, aquellas cosas que algunos escritores rebelaron: la teoría del iceberg, 99 por ciento de trabajo, menos es más. Clásicos. Incluso algunos de esos libros lo son, como es el caso de Mientras escribo, de Stephen King, en la misma línea que el de Murakami, reflexiones y experiencia personal, esa zona donde se vuelve más rico. El autor japonés cuenta en su libro que la primera vez que pensó en escribir una novela, ocurrió cuando veía un partido de béisbol, a los Tokyo Yakult Swallos, un equipo que no salía de la B. Ese día, una jugada, el golpe de la pelota contra el bate levantó aplausos en todo el estadio. “En ese preciso instante, sin fundamento ni coherencia alguna con lo que ocurría a mi alrededor, me vino a la cabeza un pensamiento: «Eso es. Quizá yo también pueda escribir una novela»”. Aquella misma noche empezó a escribir. De qué hablo atraviesa diferentes aspectos, vistos desde el Murakami que lleva más de treinta años de escritura sobre sí. Gran parte del libro está dedicado a la construcción de la novela: cómo llega al primer borrador, de qué manera reescribe, qué cosas alimentan su universo. Y siempre lo cruza con los días, las rutinas personales.
De discípulos y maestros
Murakami toma el título de sus dos ensayos de otro gran libro, ese al que le rinde homenaje: De qué hablamos cuando hablamos de amor, Raymond Carver. Muchos confiesan haber aprendido de cómo contaba Carver, que también reconoce a dos maestros: Anton Chejov -a quien le dedicó su cuento Tres rosas amarillas, una recreación sobre la muerte del escritor ruso- y John Gardner. El americano fue su maestro en los talleres de escritura creativa. Como con Chejov, Carver le agradece a Gardner a través de la escritura de un prólogo al libro Para ser novelista, que es también un ensayo sobre el oficio. De manera que el libro de Murakami replica la semilla de la semilla.
A propósito de pensar el detrás de escena de la escritura, dos autoras argentinas, Angélica Gorodischer y Mariana Enríquez, dan su punto de vista, cada una a su aire, cuando pareciera que los modos de trabajo son tan singulares como la voz de un narrador. Gorodischer es autora de cuentos, novelas. Algunos de sus libros más conocidos son Kalpa imperial, Fábula de la virgen y el bombero, La noche del inocente, Trafalgar, sólo por nombrar los más conocidos de una larga lista, como también de premios a su obra. Sobre el deseo de escribir, dice: “Yo estaba dispuesta (desde los siete años) a ser escritora, y parecía que todo me trabajaba en contra, de modo que luché y le metí pata y ensayé horarios y maneras y estrategias hasta que logré lo que tengo desde hace mucho tiempo: las horas que dedico a eso, escribir”.
La autora, que es considerada una gran narradora de ciencia ficción, cruza la línea entre lo íntimo y lo ficcionado. “Narrar es parte importante de mi vida. Goro, los chicos y la escritura. Todo es un cuento, suelo decir. Y yo he venido a este mundo a conocer a Goro, a tener a los chicos que a su vez tuvieron a sus chiquitos. Y a escribir esos cuentos que me envuelven y me reclaman”.
Decálogos. Consejos. Ensayos. La palabra escrita que intenta explicar el misterio. Cómo sucede. El autor japonés armó la estructura del ensayo a partir de algunas preguntas, también títulos de los capítulos de su libro. Algunos de ellos: De vocación, novelista, ¿Son los escritores seres generosos? ¿Para quién escribo? ¿Cómo afrontar la escritura de una novela larga? ¿Qué personajes crear? Indagar para comprender. Mariana Enríquez publicó su primer libro a los 20 años; el último, Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama), a un año de haber salido, fue traducido a 18 idiomas y recibió diferentes premios internacionales. “Un cuento lo escribo en un día -dice- y después lo corrijo. Pero con la novela, en cambio, no puedo hacer eso. La trama la escribo como si le contara una película a alguien. La novela es un poco ingobernable. La reescribo mucho. Descubro algo y vuelvo atrás. No tenerlo claro es parte del proceso. ¿Para qué lo escribiría si no entro en esa aventura?”
Lo que plantea la escritora está en la línea del disfrute en la libertad del proceso. Ahí si pareciera entrar lo más personal de cada sujeto. Eso que ningún maestro podría enseñar. En cuanto a su modo, cómo lo aborda, Enríquez dice: “No tengo rito de escritura. En los últimos dos años trato de escribir a la mañana, el resto de mi día es muy ocupado. En otras épocas lo hacía a la noche. No lo hago más a mano. Mis dos primeros libros los escribí en cuadernos. Después los tipié a máquina y cuando pude cobrar una plata de adelanto editorial, me pasé a la computadora. Me gusta escribir con música. Soy muy libre en ese sentido”.
Decía Ricardo Piglia que para Pavese, escribir era como nadar. Para Murakami tal vez escribir sea como correr. Un entrenamiento, disciplina y pasión, el desafío a la propia frecuencia cardíaca.
LA NACION