09 Mar Rescatar a personas de la calle
Por Clarina Pertiné
El nombre de una canción de Fito Páez que dice “Yo no buscaba a nadie y te vi” da cuenta de una vivencia compartida por algunas personas que vale la pena conocer. Gente común, trabajadora, de corazón generoso e inquieto que en su vida diaria va descorriendo cada vez que puede el velo de invisibilidad con que en ocasiones nuestra indiferencia cubre a los más necesitados.
Personas que están lejos de considerarse heroicas o de creer que lo que hacen es extraordinario. Sin embargo, se saben dueñas de un poder que, según afirman convencidas, poseen todos los seres humanos: el de cambiarle la historia a alguien que está en una situación de calle, con la sola decisión de detenerse a mirarlo, a preguntarle su nombre, a escucharlo.
Eso es lo que hicieron Germán, Fede y Nico con Guille, un hombre al que vieron una tarde viviendo en la plaza William Morris, del barrio de Palermo. Oyeron que Guille hablaba con una señora sobre libros y se acercaron a conversar con él.
“A los dos minutos de charlar con Guille nos dimos cuenta de sus valores, de su respeto por los vecinos, de sus ganas de salir de la calle, de su actitud de no bajar los brazos a pesar de estar viviendo una circunstancia muy difícil, y ahí nomás empezamos a pensar en dar a conocer su historia para que más gente supiera quién era Guille y entre todos pudiéramos darle una mano”, cuenta Germán, con una sonrisa veinteañera que contagia al instante.
Como ellos trabajan en publicidad y comunicación, le pidieron permiso a Guille para filmar un video contando su experiencia y él aceptó. “Como él vendía café en la plaza tenía muy incorporada la cultura del trabajo. Por eso lo que pedía no era plata, sino que alguien le ofreciera un empleo más estable que lo ayudara a volver a empezar”, explica Fede.
Nico se sumó al proyecto después, cuando lo convocaron sus amigos. “Lo importante acá es que a los tres nos dolió Guille. Nos dio bronca la injusticia de que estuviera sufriendo y no nos bancamos dejar las cosas como estaban: quisimos modificarlas. Sabíamos que podíamos vencer los prejuicios y los miedos. Con la ayuda de otros que sentían como nosotros, lo logramos”, afirma.
Se refieren a un logro que superó todas sus expectativas: filmaron el video, lo lanzaron al espacio virtual y enseguida llegaron las respuestas de muchísima gente dispuesta a colaborar. Lo mejor de todo fue que a través de esta red de solidaridad consiguieron reunir a Guille con su familia, a la que no veía desde hacía años. Se reencontró con sus tres hijos y conoció a sus nietas. Vivió un tiempo en la casa de su hija Victoria, consiguió trabajo en una remisería y más adelante pudo alquilar el departamento donde vive ahora.
Este encuentro con Guille amplió y ahondó definitivamente la mirada de estos tres jóvenes. “A mí me hizo replantearme mi rol como ciudadano”, dice Fede, y agrega: “El vínculo que entablamos con Guille me reafirmó la convicción de que con ganas de involucrarse se pueden hacer cosas enormes. Hoy en día me detengo a charlar con mucha gente que está viviendo en la calle y todos valoran y agradecen lo mismo: la oportunidad de hablar, de ser escuchados”.
Para Guille, el verdadero protagonista de esta historia, “a veces no es lo material lo que importa, sino que alguien se acerque y se siente a charlar con uno. Después, las cosas van saliendo solitas”.
Como un hijo
Y sí. Van saliendo. Como la vez en que María se detuvo en una esquina de Barrio Norte donde Hugo Rajoy, de 13 años, esperaba una limosna sin animarse a pedirla. “Hugo tenía una mirada profundamente triste; estaba sentado en la vereda con la cabeza apoyada sobre las rodillas, en una postura de abatimiento que me partió el corazón”, recuerda María. “Fue entonces cuando le propuse acompañarlo a un hogar para adolescentes en situación de calle. El lo pensó un par de días y me contestó que aceptaría con la condición de que yo no lo abandonara. A partir de allí se desvanecieron todas mis dudas: decidí ayudarlo en todo lo que pudiera.”
Pasaron diez años y en ese tiempo se fue afianzando el vínculo entre ellos: Hugo la considera su segunda madre y María aprendió a quererlo como a un hijo. Compartieron momentos fundamentales de la vida de este adolescente que tiene una voluntad de hierro para intentar ganarle a la adversidad y ser feliz.
Hugo se fue recuperando de las heridas de una vida signada por la pobreza, la ignorancia y la violencia familiar. Estudió, trabajó, terminó el secundario y está cursando la carrera para ser Maestro Mayor de Obras. Vive en Maquinista Savio, partido de Del Viso, en una pequeña casa que construyó con mucho esfuerzo y sacrificio pero que aún así es sumamente precaria. Tiene un hijo, Joaquín, que es la luz de sus ojos y su aliciente para seguir adelante.
“Quisiera vivir en una casa mejor, donde tuviera luz y agua corriente y no hubiera peligro para Joaquín. Ahora tengo que vigilarlo mucho porque hay cables por todos lados, el techo tiene filtraciones, el piso se llena de la humedad del terreno” explica. “Necesito darle un futuro a Joaquín y que tenga todo lo que yo no tuve.”
En la personalidad de Hugo se despliegan múltiples dones, entre ellos un talento y una sensibilidad impresionantes para el arte. El define categóricamente al dibujo y la pintura como sus grandes pasiones y dice que lo que más le gustaría en la vida es poder dedicarse a ellas.
“Sería genial aprender la técnica, pero en este momento me resulta muy difícil. Para perfeccionarse en el arte hay que tener los materiales y dedicarle tiempo. Yo tengo que trabajar, estudiar, mejorar mi casa y cuidarlo a Joaquín” enumera, preocupado. “Quizás más adelante, cuando estén mejor las cosas, pueda volver a pintar. Ojalá. Me hace mucho bien; me olvido de todos los problemas cuando agarro el pincel o el lápiz. Es como si estuviera en otro mundo”, describe con el entusiasmo propio de sus 23 años.
Dos manos tendidas
Y si hablamos de entusiasmo, se impone mencionar a los voluntarios de las recorridas del frío de la Red Solidaria. Liderados por Manuel Lozano durante el invierno caminan la ciudad repartiendo comida y ropa a las personas en situación de calle. Esta excusa es en realidad una invitación abierta a compartir historias en donde a la mirada que registra el dolor del otro le sigue el gesto de dos manos tendidas. De ahí en más lo que sucede es el milagro cotidiano de cientos de vidas transformadas gracias a la acción concreta de muchísima gente que se compromete a ayudar. A asumir el sufrimiento humano como algo que nos compete, nos involucra y nos convoca a todos sin excepción.
Manuel habla de Débora y se emociona. “Débora tenía 18 años en 2010, cuando nuestro equipo de voluntarios que recorren las calles de noche la encontraron en Perú y Avenida de Mayo, cubierta de frazadas en pleno invierno y tomando apuntes incansablemente. A lo largo de los días fueron conversando con ella y le preguntaron qué necesitaba. La respuesta se repetía: hojas de carpeta. Siempre. Nada más que hojas de carpeta. Hablamos con el director del colegio al que asistía y nos contó de su excelente desempeño. El no sabía que Débora vivía en la calle. Entre todos le conseguimos una beca. Así ella empezó a trabajar como empleada doméstica, pudo alquilar un departamentito, terminó el secundario y este año empieza a estudiar abogacía en la UBA. Un orgullo enorme, Débora. Por supuesto, seguimos en contacto con ella.”
El relato continúa y Manuel cuenta, siempre conmovido, el caso de Patricia y Micaela, dos hermanas que en 2011 tenían 14 y 12 años y estaban solas debajo del puente de la Autopista 25 de Mayo, esperando que volviera su mamá, que se había ido al médico. Pero su madre no volvía, así que los voluntarios fueron con ellas a buscarla a los hospitales y entonces se enteraron de que había muerto en el Muñiz por un VIH avanzado. Manuel no olvida lo desolador que fue transmitirles la noticia a las chicas.
“Después de ese golpe tremendo, pudimos ubicarlas temporariamente en un parador y hoy están viviendo en un hogar para niñas que hay en San Miguel. Es un lugar espectacular, con parque y pileta, donde se sienten contenidas y seguras. Patricia y Micaela retomaron la escuela y todos los fines de semana salen a hacer algún programa con las voluntarias de la Red Solidaria, que las adoran porque son dos soles”, detalla.
Ya le festejaron el cumpleaños de 15 a Patricia, las visitan seguido y disfrutan de verlas crecer juntas y muy unidas. “Todavía están procesando el dolor por la pérdida de su madre, pero miran el futuro con alegría, haciendo planes. Y eso es impagable”, afirma Manuel, con la sencillez y la tranquilidad de quien sabe que lo que hace no solamente tiene sentido sino que le da sentido a la vida de muchas personas que lo habían perdido, junto con la esperanza.
Círculo virtuoso. Cadena de favores. Puentes tendidos. Vidas transformadas. Manos abiertas. Hay infinitas formas de nombrar lo que acontece cuando nos decidimos a mirar a los ojos a alguien cuya vulnerabilidad nos interpela. Cuando superamos nuestros temores, trascendemos las circunstancias que nos separan de los demás y nos lanzamos a construir junto a ellos una nueva realidad. Que bien podría ser una sociedad donde compartir lo poco o mucho que tengamos, y todo lo que somos, fuera moneda corriente. Una moneda cuyo valor se contabilizara según el grado de justicia, equidad e inclusión que lográramos llevar a la vida de aquellos a quienes hayamos sido capaces de rescatar de la invisibilidad.
LA NACION