05 Mar Quijote, una novela reescrita
Por Cees Nooteboom
Murciélagos revoloteando en una cueva oscura, así es mi memoria para recordar fechas. Los persigo con mi red de cazar mariposas, que destrozan a mordiscos. Al fin consigo cazar uno, el número 54. De modo que debió de ser en 1954, en Barcelona, cuando el espíritu ya desaparecido de no recuerdo qué persona me recomendó que acudiera a última hora de la noche al bar Bohemia en algún lugar -¿dónde?- de las Ramblas o de sus inmediaciones. Ahí podría yo asistir a algo “muy español”. Y, si bien Cataluña no es España, el hombre llevaba razón. Trate usted de imaginarse el sitio sin el alud de turistas de hoy en día, coloque aquí y allá a unos cuantos jóvenes soldados con grandes cascos alemanes, añádale un poco de miseria, unos hombres vendiendo cigarrillos sueltos, y ya lo tiene usted: el barrio chino. Debió de ser ahí, en ese barrio, en algún lugar entre los burdeles de los oficiales y las putas pintarrajeadas de los marineros. El recuerdo no se torna nítido hasta que estoy dentro del local, los murciélagos han desaparecido de mi vista, el local es pequeño, el público está animado, se respira cierta lujuria en el ambiente, una tarima baja, la luz atemperada, un viejo piano.
¿Cómo definir la crueldad? ¿Dónde se encuentra el límite entre lo cruel y lo divertido? Continuamos en el bar Bohemia. Puede que yo ya tenga veinte años y lo que ven mis ojos me resulte cruel, pero a la gente que me rodea parece divertirle. El público se muere de risa, a pesar de que ve lo mismo que yo. Son personas mayores. Una verdadera arqueología del divertimento: cantantes y bailarinas de avanzada edad, sopranos desenterrados, bailarines marchitos, diez veces muertos ya en el oficio que en su día ejercieron. Por dondequiera que miras, ves tiempo pretérito en movimiento. Si no es el piano el que está desafinado, lo son las voces. Cuanto más patético es el espectáculo, más se ríe la gente. El cabello ralo, gruesas capas de maquillaje cubriendo calvas y lunares; a través del polvo de la vejez se entrevé el gesto del tenor dramático, el artrítico pasodoble es jaleado con olés, y yo, un nórdico moralista perdido en el lugar equivocado, me muero de vergüenza. Esa misma noche recibiré una lección ejemplar. Al salir del bar he acompañado un trecho a uno de los cantantes. El hombre aún lleva colorete en la cara pero no parece importarle. Enfilamos un callejón oscuro, encontramos un bar abierto, yo le invito a tomar algo y él pide una taza de chocolate caliente y enciende un Ideales. Ignoro si aún existe esa marca de cigarrillos, más gruesos que los cigarrillos de hoy y rellenos de un tabaco negro nauseabundo. ¿Que qué hacía él antes? Bueno, antes actuaba en el Teatro Colón de Buenos Aires y en Río de Janeiro, cada año cruzaba el Atlántico hacia Suramérica en un paquebote de lujo, ida y vuelta. Y a continuación, alentado por mi ingenua edad, no se me ocurre otra cosa que formular la pregunta que él debe de haberse contestado a sí mismo delante del espejo en innumerables ocasiones. El hombre lleva el cuello de la camisa deshilachado, viste un traje palmbeach desteñido y me mira como en otros tiempos me miraba el profesor de matemáticas cada vez que le soltaba alguna estupidez. “Me gano la vida así”, me responde. “¿De qué sino iba yo a vivir? Y, además”, añade con el garbo del viejo actor que sabe cómo concluir un discurso: “Pocas verdades hay en la vida”.
¿Es el Quijote un libro jocoso? Thomas Mann está convencido de que sí (Travesía marítima con Don Quijote). El autor alemán leyó dos veces seguidas el capítulo de los leones, impresionado por su “patetismo cómico” y su “inteligencia moral”. Nabokov, sin embargo, a quien por cierto no le gusta Thomas Mann, opina que el Quijote es, esencialmente, un libro cruel. ¿Cuán española fue aquella noche en el Bohemia? ¿Acaso lleva razón Ortega y Gasset cuando afirma que la España de su tiempo ha perdido el alma y que ésta se encuentra en la obra cervantina? Nabokov y Ortega efectúan ambos la misma comparación: la de Don Quijote sufriente con Cristo sufriente. ¿Acaso es Cristo en la cruz divertido? No, esta vez no vamos a sacar a relucir la tauromaquia, aunque fue también por aquella época cuando asistí por primera vez a ese espectáculo: el caballo derribado, y con él el picador, el toro alcanzándole el vientre bajo el peto protector de cuero, los intestinos saliéndose, y luego el caballo arrastrado de costado por otros caballos, dejando tras de sí un reguero de sangre. El público no reía, no, aunque tampoco lloraba.
En fin. ¿Hasta qué punto es español Don Quijote? Según afirma Alberto Navarro en su introducción a Vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno, Don Quijote es tan español que los demás apenas cuentan. La obra cervantina encierra toda la filosofía española (Unamuno), es nuestro mejor símbolo y nuestro espejo (Azorín), la clave de nuestra existencia (Ortega), en definitiva, un instrumento perfecto para resucitar a la España maltrecha, decadente y agonizante. Todo cuanto percibieron del Quijote “las almas extranjeras” (Ortega) eran tal vez “iluminaciones” y “claridades”, pero ambas no eran sino “breves momentáneas”, y, a todas luces, “insuficientes”, incapaces de captar “la larga figura de Don Quijote que en la abierta llanura manchega se encorva como un signo de interrogación, y es como un guardián del secreto español, del equívoco de la cultura española”. Puede que para nosotros, los otros, los no españoles, Don Quijote sea una “curiosidad divina”, pero no es, como para los españoles, “un problema existencial”.
¿Y mi propio Quijote? A mi propio Quijote lo busqué en Madrid, en la tumba de Cervantes, que ya no existe, y en esa estatua frente a las Cortes de un individuo que supuestamente escribió el libro, un español cualquiera vestido con la indumentaria de la época, un individuo anulado por su creación, tal como lo fue Shakespeare por Hamlet y Lear. Y también lo busqué en aquel sótano de Argamasilla donde Cervantes imaginó, o no, a la mujer que jamás existió pero cuya casa sí existe en El Toboso. Eso puedo asegurarlo con toda firmeza, pues estuve ahí en persona. Visité su cama y su cocina, la cama real de una mujer imaginaria. Y, por último, lo busqué junto a los molinos de viento que, naturalmente, eran gigantes capaces de arrojar a un hombre de una colina con caballo y todo, mientras Sancho, más sensato, contempla el espectáculo. Risas y más risas, pero ¿vemos realmente lo que vemos? Según Roberto Calasso (en su nuevo ensayo titulado K.), Kafka vio algo muy distinto. Él vio a Sancho Panza como el escritor que había logrado librarse de su demonio, “al que más tarde llamaría Don Quijote”. ¿O acaso estoy apuntando demasiado alto y deberíamos regresar a la fría tierra inglesa de Virginia Woolf y escuchar lo que ésta escribió en su diario el 5 de agosto de 1921? “Séame permitido decir lo que pienso, mientras leo el Quijote después de cenar. Principalmente, que escribir era, en aquel entonces, contar historias para divertir a la gente […] Esto es lo que me parece el motivo del Quijote: entretenernos a toda costa. En la medida en que puedo juzgar, la belleza y el pensamiento surgen inconscientemente. Cervantes apenas era consciente de su serio significado, y apenas veía a Don Quijote tal como nosotros lo vemos. Realmente, ahí radica mi dificultad; la tristeza, la sátira, hasta qué punto es nuestra, hasta qué punto es involuntaria. ¿O acaso estos grandes personajes tienen la virtud de cambiar según sea la generación que los contempla?”.
Esto último es bien posible, y quizá fuera ésta la pregunta que inspirara a Borges su Pierre Menard, autor del “Quijote”, esa milagrosa obra que existe y a la vez no existe, “tal vez la más significativa de nuestro tiempo”, la cual consta de los capítulos 9 y 34 de la primera parte del Quijote y de un fragmento del capítulo 22. ¿Quién lo diría? Pues tal vez Ortega, cuando escribe: “Falta el libro donde se demuestre al detalle que toda novela lleva dentro, como una íntima filigrana, el Quijote”. Y, como prueba de ello, cita a Flaubert: “Je retrouve mes origines dans le livre que je savais par cœur avant de savoir lire” (Correspondance, II). ¿Y por qué? ¿Por la crueldad? ¿La tragedia? No, eso es de Nabokov. Pues será una vez más por el humor, pues Flaubert afirmó en cierta ocasión que lo que el mundo moderno necesitaba era un Aristófanes. A propósito, a juicio de Chéjov, sus obras teatrales eran comedias. ¿Y yo? ¿Qué opinaba yo? Al final de sus meditaciones Ortega regresa al principio, a Platón, al momento en que Aristodemos, al término del banquete, despertado de su duermevela, escucha cómo Sócrates le dice a Aristófanes y a Agatón, el joven autor de tragedias, que las comedias y tragedias nunca debieran ser escritas por dos autores diferentes, sino por el mismo. Comparto su opinión, siempre que no se imponga a los lectores cómo leer el libro. Cada lector acaba el libro a su manera. Por Max Brod sabemos que, cuando Kafka leía en voz alta su propia obra, se divertía de lo lindo y hacía reír a los amigos. Aunque a buen seguro que esa risa no era la misma que la que yo escuché en el Bohemia. Por esta razón Guy Davenport puede afirmar en las últimas líneas de su introducción al Curso sobre el “Quijote” de Nabokov: “Y hasta el propio Nabokov, siempre tan presto en hallar y denunciar las crueldades en todo lo que es sentimental, concluye: ‘… ya no nos reímos más de él. Su blasón es la compasión, su estandarte la belleza. Representa todo cuanto es suave, perdido, puro, altruista y galante”.
Con tanto lío de nombres, hemos olvidado a otro escritor. Borges afirmó en cierta ocasión que hay traducciones que superan el texto original. Y Gregory Rabassa, el traductor al inglés de Gabriel García Márquez, Cortázar y otros grandes de la literatura, dice en su autobiografía recientemente editada que el traductor es un escritor que no necesita inventarse un argumento pero que sí reescribe un libro. Todos los escritores que he mencionado más arriba escribieron su propio Quijote en calidad de lectores, según la receta de Borges. Nunca sabremos qué habría opinado Cervantes de sus versiones. Lástima que don Miguel no sepa leer el neerlandés, porque en esta lengua apareció recientemente un libro sobre El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha que le habría sorprendido, aunque sólo fuera por el hecho de que su autor es una mujer.
LA NACION