Los padres y su grandísima culpa

Los padres y su grandísima culpa

Por Perri Klass
NUEVA YORK.- ¿Qué fue lo peor que usted hizo como padre? ¿Qué decisión que haya tomado le quita el sueño de noche y estaría dispuesto a todo por revertirla? Todos tenemos algún reproche que hacernos: es algo que viene con el paquete de la paternidad.
Las culpas que más nos carcomen suelen ser las de tipo médico, cuando los padres nos sentimos responsables de que un hijo esté enfermo o se haya lastimado. Como pediatra, me he encontrado frente a padres que se castigan implacablemente por las decisiones que tomaron: “Le saqué los ojos de encima apenas un instante, y pasó algo terrible”; “mi nene salió corriendo a la calle”, o “metió la mano en una máquina”, o “se cayó por la escalera”.
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Cada vez que un chico sufre un accidente -y los chicos sí que sufren accidentes-, hay un padre al lado que lamenta tal o cual decisión o autorización que llevó a su hijo a estar en ese lugar en ese momento, con la esperanza de poder cargar sobre sus espaldas todo el dolor y el sufrimiento del chico, algo que cualquier padre haría. Y cuando los chicos se enferman -y los chicos sí que se enferman-, los padres se sienten responsables y se culpan de todo, desde la menor exposición a un agente infeccioso hasta las propensiones genéticas.
En mi consultorio también escucho otros remordimientos que los padres nunca logran superar del todo: “Lo puse en esa escuela donde le hicieron bullying”. “Le permití que abandonara ese deporte y ahora perdió a todos sus amigos”. “Lo empujé a meterse en ese programa de chicos superdotados donde al final se siente en inferioridad de condiciones”. “Esperé demasiado antes de hacerlo ver por los problemas que tenía en el colegio”. “Insistí para que se quedara en el equipo y terminó pasándola mal todo el año”.
No hay tarea en la vida más difícil que ésta. No hay trabajo que nos importe tanto. Y por más que lo intentemos, como ya sabrán, no hay esperanza de poder controlar todas las variables ni todos los resultados.
No creo que la generación de mis padres haya gastado ni remotamente tanto tiempo y energías en hacerse reproches. Si los padres tenían que mudarse, atrás iban los chicos. No recuerdo que nadie se atormentara por la escuela a la que mandarían a cada uno de sus hijos, y por supuesto, el bullying por entonces era un hecho de la vida que se daba por descontado: ningún padre se sentía directamente responsable de las interacciones sociales de sus hijos. Y los accidentes ocurrían, se iba a la guardia del hospital, te daban unos puntos en la frente, y así, muchas veces repetidamente con el mismo hijo.
Por supuesto que por entonces los patios de juego no tenían superficies blandas ni acolchadas, no había cinturón de seguridad en los asientos traseros y nadie había oído hablar de los cascos de bicicleta.
No soy en absoluto un nostálgico del bullying, como no lo soy de los traumatismos en la cabeza por accidentes en bicicleta, ni de las muertes por accidentes de tránsito, ni tampoco, ya que estamos, de las paperas, las gripes y otras enfermedades que pueden prevenirse con vacunas. Hacer del mundo un lugar más seguro para los chicos es una gran cosa. Y es maravilloso adaptar las escuelas a los chicos, y no al revés, y hacer que los patios de juego sean más agradables y seguros para todos.
Pero por más que uno ponga colchonetas debajo de las hamacas y logre que todos se enchufen el casco de la bici, la vida no siempre sale bien y terminamos reprochándonos. Y como bien sabemos los chicos logran evadir todas las medidas de seguridad y terminan de todos modos en la guardia, y ahí los padres tienen que abrazarlos y después llevarlos de vuelta a casa, y la vida sigue.

Niños (sobre)protegidos
Otro dato interesante a tener en cuenta es que, paradójicamente a los cuidados existentes, los resultados de la última la Encuesta Nacional sobre Salud Infantil sugieren que muchos adultos, padres y no padres, piensan que los niños de hoy están experimentando más estrés y peor salud mental que cuando ellos mismos eran jóvenes.
“Esta es una sorprendente reversión de la dinámica tradicional, en la que los adultos recuerdan las dificultades y peligros de los viejos tiempos, y concluyen que los niños de hoy lo tienen fácil”, dijo el doctor Matthew M. Davis, un pediatra que es director de la encuesta en CS Mott Children’s Hospital en la Universidad de Michigan.
En efecto, todo el mundo sabe que en el primer mundo, los niños privilegiados hoy en día son amortiguados, protegidos de los golpes y moretones literales y figurativos del patio de recreo del mundo real. Y esa es la otra forma de sobreprotegerlos. Todo el mundo obtiene un trofeo. Monitoreamos las interacciones sociales de los niños y si alguien dice algo áspero, lo llamamos “intimidación” e intervenimos. Los padres son padres helicópteros (flotadores) o, peor aún, padres quitanieves (empujando todos los obstáculos fuera del camino de sus hijos).
Ahora bien; el doctor Kenneth Ginsburg, un pediatra especializado en medicina para adolescentes en el Children’s Hospital de Filadelfia, estableció una conexión específica entre los aparentes extremos de lo que llamó “autoestima parental” y el alto estrés y ansiedad de los niños que sienten el peso de las expectativas de los padres. El problema, dijo, es que si alabamos a los niños por ser inteligentes, pueden sentirse ansiosos por perder esa etiqueta, y por lo tanto menos propensos a asumir tareas difíciles. ¿Consecuencias? Los padres las hacemos por ellos.
Serían, entonces, dos extremos de la excesiva protección paterna, aunque el tema de los accidentes, y lo digo por experiencia, siempre juega en noveles mucho más delicados en lo que tiene que ver con la psicología paterna.
En mi caso personal, siendo médico, suelo ser especialmente duro conmigo mismo, porque siento que debo poner toda mi experiencia y conocimientos al servicio del cuidado de mis hijos. Una anécdota a modo de ejemplo: cuando uno de mis hijos apenas sabía caminar, dejé que se quemara bastante feo con el sol -les ahorro los detalles del cómo y por qué-, y de inmediato sentí que lo ocurrido de alguna manera invalidaba toda mi existencia, que había fracasado como padre, médico y persona. Tuve muchos otros reproches que hacerme, pero ninguno tan abrumador, tan absoluto y desolador como el de aquellas quemaduras de sol.
Llevé a mi hijo a su pediatra, que había sido uno de mis propios profesores de medicina clínica durante mi residencia, el doctor Gerald Hass, hoy ya retirado de su práctica profesional en Cambridge, Massachusetts. Pero justamente hace unos días lo llamé para preguntarle si recordaba aquella consulta de hace 20 años, por las quemaduras de mi hijo. “Me acuerdo como si hubiese sido ayer”, me dijo. “Llegaste llorando, y creo que te fuiste un poco mejor, eso es lo que recuerdo.”
Por supuesto que todos deberíamos aprender la moraleja de salud y seguridad que esto deja: protector solar, protector solar y más protector solar, y ya que estamos, cascos de bici, cinturones de seguridad, vacunas, y cuidado con esas ollas al fuego. Pero así y todo, las cosas siguen saliendo mal, y uno se sigue castigando y culpando, y si tenemos suerte, el chico va a estar bien, y tal vez alguien se sienta reconfortado y acompañado con esta historia, ya que todos tomanos una infinidad de pequeñas decisiones diarias.
Nadie es perfecto, ninguno de nosotros, ni los médicos ni los residentes, ni los pediatras ni los padres. “Cualquiera que ame a sus hijos, en algún momento, siente que los ha defraudado, que no hizo lo correcto, que no tuvo suficiente cuidado, y eso es normal”, me dijo Hass. “Afortunadamente, si el chico crece y sale adelante, uno puede dejar eso en el pasado”.
LA NACIÓN