19 Mar El Schindler latinoamericano, un héroe olvidado
Por Ewen MacAskill y Jonathan Franklin
Minutos antes de las 10 de la víspera de Año Nuevo de 1986, hombres armados ingresaron en las oficinas de una pequeña organización dedicada a la reubicación de migrantes en Santiago de Chile. “Nos arrearon hasta la sala de reuniones y nos pusieron boca abajo contra el piso. Cortaron los cables de las computadoras y los usaron para atarnos las muñecas”, recuerda Eliana Infante, integrante del staff. “Después empezaron a preguntarnos quién de nosotros era ese comunista hijo de puta de Roberto Kozak.” Un hombre alto, inusualmente buenmozo e impecablemente vestido se puso de pie. “Soy yo”, contestó con toda calma.
A Kozak lo condujeron escaleras abajo a punta de ametralladora y lo obligaron a tenderse sobre una mesa, donde los paramilitares empezaron a interrogarlo. Los hombres armados integraban un escuadrón de la muerte de derechistas ultraleales al dictador chileno, el general Augusto Pinochet. Buscaban armas y dinero que sospechaban que estaban escondidos en las oficinas de Kozak, la filial chilena del Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas (CIME), cuya sede se encontraba en Ginebra. También buscaban evidencia de la participación de Kozak en el intento de magnicidio de Pinochet de unos meses antes, en el que habían perdido la vida cinco guardaespaldas del dictador.
Bajo interrogatorio, Kozak insistió en que la oficina de Santiago sólo se ocupaba de la ayuda a los refugiados, y que allí no había ni armas ni grandes cantidades de dinero. Una hora después, Kozak fue liberado ileso y subió corriendo a desatar a sus compañeros de trabajo. “Estaba verde”, recuerda Infante. “Pero bajó con cara de póquer y llamó tranquilamente a Ginebra para avisarles de la razia, y después siguió trabajando.”
La de Roberto Kozak es una de las grandes historias jamás contadas del siglo XX. Los colegas diplomáticos que conocen a fondo los detalles de lo que hizo durante la dictadura de Pinochet lo llaman “el Schindler latinoamericano”. Como Oskar Schindler, el industrial alemán que ayudó a salvar del Holocausto a más de 1200 judíos polacos en la Segunda Guerra Mundial, la historia de Kozak es la de un hombre valiente que aprovechó la posición que ocupaba para salvar vidas.
En los años que siguieron al golpe militar de 1973, Kozak y diplomáticos de varios países ayudaron, según estimaciones, a entre 25.000 y 35.000 presos políticos chilenos a escapar del cautiverio y encontrar refugio seguro en el extranjero.
Más de una década antes de esa razia en su oficina, Kozak se había introducido pacientemente en los círculos más estrechos del régimen de Pinochet, cortejando a los altos mandos militares, dirigentes políticos y miembros de los servicios de inteligencia. Con un despliegue combinado de encanto diplomático y paciencia, se abocó a negociar arduamente la liberación de detenidos, casi todos pertenecientes a la izquierda chilena.
Resistencia y coraje
Al morir, en septiembre de 2015, el mundo sabía poco y nada de Kozak y su extraordinario legado. Era un hombre discreto, al que le gustaba pasar desapercibido y que hasta casi el final de su vida, no le contó lo que había hecho ni a sus hijos. Nicolás Kozak, su hijo que ahora tiene 24 años, desconocía casi por completo la obra de su padre, hasta que asistió a la inauguración del Museo de la Memoria, en 2010.
Mientras se desarrollaba la ceremonia de inauguración, Nicolás notó que su padre miraba fijamente a otra persona que también lo observaba desde el otro extremo de la plaza. Era una mirada de mutuo asombro. Los dos hombres se deslizaron entre la multitud hasta fundirse silenciosamente en un abrazo, y se echaron a llorar. Nicolás estaba sorprendido de ver a su padre tan emocionado. Y más se sorprendió cuando ese hombre, llamado Patricio Bustos, le dijo: “Tu padre me salvó la vida”.
Roberto Kozak nació el 14 de mayo de 1942 en un pueblo rural del nordeste de la Argentina. La familia de su padre había emigrado a la Argentina desde Ucrania en la década de 1890, y su madre, también de ascendencia ucraniana, era oriunda de Buenos Aires. Roberto era uno de los 12 hijos de la pareja y cuando todavía era chico, toda la familia cambió la monotonía de la vida rural por la pobreza de un barrio obrero del Gran Buenos Aires.
A los 9 años, Roberto empezó a trabajar después de clase en una librería. Durante su adolescencia mechaba los estudios con su trabajo en la librería, y al terminar el secundario se anotó en la carrera de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires.
Tras recibirse de ingeniero, tuvo varios trabajos en áreas técnicas, y a los 21 años se casó con Elsa Beatriz, hija de inmigrantes polacos. Hacia fines de la década de 1960, la pareja tuvo a su hijo Sergio. Cuando el chico tenía 2 años, la pareja se separó, aunque siguió en contacto. (Roberto conoció a Silvia, su segunda esposa, en Buenos Aires, en 1976. La pareja tuvo un hijo, Nicolás, y una hija, Natalia, que actualmente tiene 21 años.) Para la época en que se separó de su primera esposa, Roberto decidió cambiar de carrera: quería ver el mundo.
Un día de 1968, Roberto vio en el diario el aviso de una vacante en la delegación argentina del CIME, un comité que había sido creado en 1951 para ayudar a los desplazados de la Segunda Guerra Mundial a reubicarse en el mundo. Cuando Kozak entró a trabajar en el CIME, el alcance de esa organización era acotado, pero conocido actualmente como la Organización Mundial para las Migraciones, el organismo está integrado por 165 países y funciona bajo la órbita de Naciones Unidas.
En 1970, tras dos años de trabajo en la sede de la Argentina, Roberto empezó a prepararse para ocupar una función internacional dentro del CIME, y pasó seis meses en Alemania Occidental capacitándose como diplomático y luego otros dos meses en Londres para perfeccionar su inglés. A continuación trabajó dos años en la sede del CIME en Ginebra, desarrollando los programas de migración para América latina, antes de aceptar ser transferido a Chile.
Poco después de su llegada a Santiago de Chile en mayo de 1972, se hizo evidente que el golpe militar contra el gobierno marxista de Salvador Allende era inminente.
El golpe empezó a las 7 del 11 de septiembre de 1973. Para la tarde de ese mismo día, el palacio presidencial había sido tomado, Allende estaba muerto y la junta militar de Pinochet se había declarado al frente del gobierno.
Para muchos chilenos, el golpe no fue una sorpresa, pero la brutalidad de la represión posterior sí fue un verdadero shock. Pinochet y su círculo más estrecho no sólo vieron en el derrocamiento de Allende una oportunidad para imponer la estabilidad, sino también para extirpar lo que para ellos era un cáncer que carcomía a la sociedad desde su seno: el marxismo.
Cualquier vinculación o sospecha de contacto con la izquierda chilena de los opositores al golpe era suficiente para ser detenida. Entre 1973 y 1978 fueron detenidas unas 70.000 personas, de las cuales unas 30.000 fueron torturadas y aproximadamente 3500, asesinadas.
Una doble vida
Kozak estaba decidido a hacer algo por los que habían quedado atrapados en el régimen de Pinochet. Hasta entonces su trabajo había sido implementar programas de inmigración de pequeña escala para quienes querían instalarse en América del Sur y organizar el traslado de los recién llegados hasta sus lugares de destino. Kozak advirtió que si quería ayudar, tenía que forzar la interpretación de las atribuciones del CIME.
Una de las primeras medidas de Kozak fue establecer una estrecha red de relaciones de trabajo con diplomáticos de embajadas afines. “Roberto llevó adelante una gran tarea, pero no lo hizo solo –enfatiza Silvia, viuda de Kozak–. Era parte de una red. Él valoraba mucho el trabajo en equipo.”
Uno de los más valientes de esos diplomáticos afines que trabajó con Kozak en los primeros tiempos posteriores al golpe
fue el ya fallecido embajador sueco Harald Edelstam. En un hecho memorable, Edelstam llegó al rescate de más de un centenar de diplomáticos cubanos partidarios de Allende atrapados en el interior de la embajada de Cuba en Santiago, que se encontraba bajo fuego de los tanques y rodeada de tropas chilenas listas para tomar por asalto el edificio. Edelstam avanzó haciendo flamear una bandera sueca en su mano e ingresó en la embajada, donde negoció un salvoconducto para los 147 diplomáticos cubanos. Antes de fin de año, Edelstam fue declarado persona no grata y expulsado de Chile.
Al personal del CIME, Kozak siempre le pareció un hombre de una calma sobrenatural. “Jamás perdía la compostura, era algo increíble –dice Infante–. Venía a revisar expedientes al tercer piso, donde hacía mucho calor y había poco aire, y mientras nosotros sudábamos, él estaba impecable con su traje y corbata. Siempre nos decía que los expedientes había que cuidarlos porque no eran papeles, eran personas, seres humanos que merecían respeto.”
Entre su personal y sus colegas diplomáticos, la ética laboral de Kozak era legendaria. Arrancaba muy temprano a la mañana –por lo general, ya después de haber ido al aeropuerto a ver a algún demorado o tras haberse pasado la noche en la oficina para garantizar la libertad de un liberado– y no se iba hasta entrada la noche. Y además estaban las fiestas y los cócteles protocolares.
Porque una de las claves del éxito de Kozak a la hora de lograr la liberación de tantos detenidos eran las famosas veladas de trasnoche que organizaba en su elegante casa del barrio de La Reina. Noche tras noche, Kozak invitaba a altos jefes del servicio secreto, generales del ejército y diplomáticos extranjeros, que se reunían alrededor del mejor whisky. También aprovechaba esas reuniones para indagar sobre el paradero de algún detenido o averiguar qué embajadas estaban entregando visas.
Durante toda la dictadura de Pinochet, que duró hasta 1990, Kozak llevó una doble vida. “Mientras Roberto daba una fiesta para los altos mandos militares en su casa, en el altillo tenía escondidos a varios refugiados o disidentes políticos –dice Infante–. Siempre jugó con fuego.”
Villa Grimaldi, centro del horror
El centro de detención más tristemente famoso del régimen de Pinochet era Villa Grimaldi, una remota estancia de las afueras de Santiago que había sido ocupada tras el golpe por la Dirección de Inteligencia Nacional, la policía secreta chilena. Villa Grimaldi estaba al mando del mayor Marcelo Moren Brito, ex oficial del ejército que se había incorporado a la policía secreta tras el golpe y que se convertiría en uno de sus más impiadosos interrogadores. Cerca de 4500 personas pasaron por los calabozos de Villa Grimaldi. La mayoría fueron torturados y unos 200 murieron, ya fuese como consecuencia de las torturas o por falta de atención médica. A otros simplemente los desaparecieron.
Uno de esos interrogados fue la actual presidenta de Chile, Michelle Bachelet. El padre de Bachelet había sido brigadier general de la fuerza aérea de Chile y había servido durante el gobierno de Allende. Tras el golpe fue detenido y en marzo de 1974 murió de un paro cardíaco, probablemente a causa de las repetidas torturas. Diez meses después de su muerte, en enero de 1975, su hija Michelle, por entonces estudiante universitaria, y su madre, Jeria, fueron detenidas y llevadas encapuchadas a la Villa Grimaldi.
Para Jeria, la parte más dolorosa de esa detención era no saber lo que pasaba con su hija. Diez días después de su llegada a Villa Grimaldi, ambas mujeres pudieron reencontrarse fugazmente, aunque no pudieron verse, ya que en ningún momento les quitaron las vendas de los ojos.
Michelle Bachelet fue interrogada y liberada un tiempo antes que su madre. Ya afuera se contactó con Kozak y con amigos de su familia en la fuerza aérea para ver si podían interceder por su madre. Kozak recurrió a la embajada de Australia para conseguir una visa para Bachelet y su madre, y en mayo de 1975 las acompañó hasta el avión que las llevó al exilio.
Rodrigo del Villar Cañas era un estudiante de geografía que se unió a una célula del Movimiento de Izquierda Revolucionaria antes del golpe. El 13 de enero de 1975 fue arrestado en su casa junto a su hermano. Rodrigo tenía 21 años y permaneció en Villa Grimaldi durante 15 días, en los que fue interrogado y torturado repetidamente por Moren Brito.
Tras su cautiverio en Villa Grimaldi, Rodrigo fue transferido a otros centros de detención y terminó en Puchuncaví, en la región de Valparaíso. El 1° de mayo de 1976, Kozak llegó a buscar a Rodrigo y dos detenidos más. “Te venís conmigo”, le dijo Kozak.
“Kozak manejó de vuelta hasta Santiago con un policía sentado en el asiento del acompañante, y conmigo y otros dos detenidos atrás –cuenta Rodrigo–. En el centro de detención me hacían dormir en una colchoneta finita, así que el asiento de atrás del auto me parecía muy cómodo. Era como flotar sobre algodón. Kozak me ofreció un cigarrillo. ¡Qué placer!”
Finalmente, Kozak logró que los suecos le dieran una visa y llevó a Rodrigo al aeropuerto, donde se quedó hasta asegurarse de que abordara a salvo el avión.
La labor humanitaria, en cifras
Uno de los cables de la embajada de Estados Unidos en Santiago muestra la escala de la labor humanitaria de Kozak. Esa comunicación fechada el 20 de abril de 1975 estima que la oficina de Kozak lograba sacar de Chile entre 400 y 600 ex detenidos por mes. El cable incluye listas del lugar de reubicación de esas personas. En 1975, entre las naciones que más generosamente recibieron a esos chilenos se contaron las vecinas Argentina y Perú, así como Francia, que recibió a 106; Alemania Occidental, con 104, y Rumania, con 328. Uno de los países más hospitalarios de todos fue el Reino Unido, que les dio la bienvenida a 429 ex detenidos.
Kozak abandonó Chile en 1979 para regresar a Ginebra como jefe del departamento del CIME para las migraciones en América latina. Para entonces, según los cables diplomáticos norteamericanos, en Chile sólo quedaban 79 presos políticos. La junta militar había acordado acelerar las liberaciones si Kozak estaba dispuesto a firmar una declaración en la que afirmaba que en el país no quedaban detenidos. Kozak aceptó.
Para 1980, la resistencia contra el gobierno de Pinochet había sido prácticamente eliminada. Los asesinatos de las fuerzas de seguridad eran más específicos y dirigidos, y muchos chilenos supusieron que ya podían volver a salvo a su país. El propio Kozak volvió a Chile en 1984, y un año más tarde estaba ayudando a volver a quienes habían huido en el momento álgido de la represión pinochetista.
Un año después de la caída del régimen, en 1991, Kozak abandonó Chile y se estableció en Moscú para abrir allí la filial de la Organización Internacional para las Migraciones, heredera del CIME. En 1994 volvió a Ginebra como jefe de personal de la organización. Diez años más tarde y ya finalmente retirado, no se instaló en su tierra natal, la Argentina, sino que eligió Chile, el país que había definido el curso de su vida.
En 1992, Chile le otorgó su máximo honor, la Orden de Bernardo O’Higgins, que lleva el nombre de uno de los líderes independentistas del país. Varios colegas de Kozak y aquellos a quienes había ayudado sintieron que se merecía más, y se alegraron al saber que el gobierno finalmente le había otorgado la ciudadanía chilena, el año pasado.
Kozak luchó contra el cáncer durante más de diez años, aunque muy pocos lo sabían. Cuando su condición se hizo evidente y la enfermedad se volvió terminal, viajó a la Argentina para ser tratado por un especialista.
La última conversación entre Kozak y su esposa, Silvia, fue en Buenos Aires, a bordo de un taxi rumbo a un centro oncológico. La radio del taxi estaba encendida y en las noticias se hablaba de la crisis de los refugiados en el Mediterráneo.
“Si fuese un poco más joven, me iba para allá”, le dijo a su mujer. Quince minutos más tarde había muerto.
LA NACION/THE GUARDIAN