29 Mar El mapa porteño como un fresco de la violencia histórica
Por Daniela Pasik
No muchos saben quiénes fueron, qué hicieron o cuál es la historia de las personas detrás del nombre de las calles, pasajes y avenidas porteñas. La mayor parte fue olvidada, normalizada en el cotidiano como solo una dirección postal. Investigación histórica, análisis sociológico, literatura, tradición, liturgia, fábulas. Entre el fervor de Borges y la transfiguración urbana de Marechal, hay muchos modos de contar el mapa porteño. Una forma es a través de la tragedia de los que hoy son, tantas veces, apenas un cartel que indica una altura en alguna esquina.
Las calles de la Ciudad, en gran número, tienen el nombre de alguien que tuvo final trágico. En Devoto, Diego de Rojas, envenenado; en Belgrano, Superí, encañonado; para salir a Zona Norte, Lugones, suicidado; en La Boca, Magallanes, acribillado a flechazos. Pero si hay una mayoría de tipos de muerte en el catastro es la de decapitados y degollados. ¿Los pisteros que van por Warnes buscando repuestos para su auto tienen idea de que la cabeza del coronel por el que se nombró la avenida terminó clavada en una pica?
Además, el mapa porteño hace convivir a muchas víctimas con verdugos. Y en Liniers, por ejemplo, a pocas cuadras, están la Plaza Sarmiento y la cortada El Chacho, una jugarreta irónica o malvada del que tomó esa decisión, ya que el político y docente argentino celebró la decapitación del general Vicente Peñaloza. Resulta que hay, atravesando la capital, muchas arterias, vale decir en este caso, con nombre en homenaje a personas que perdieron sus cabezas, y a quienes las cortaron también. Sin que falten tampoco los que dieron “la orden de”, aunque no hayan puesto las manos en el sable o el hacha.
Una tarde hace cinco años, en medio de un debate amistoso en su muro de Facebook sobre la costumbre del degüello en las Provincias Unidas del Río de la Plata, el investigador Vicente Mario Di Maggio observó un patrón claro de cabezas perdidas en las calles de Villa Crespo: por ahí rodaban las testas de, o hacían rodar las de otros, Avellaneda, Padilla, Camargo y Antezana, por nombrar algunos. “Pensé que se trataba de una curiosidad barrial, pero muy pronto noté que otros gobernadores y militares que habían corrido la misma suerte formaban parte de la extensa grilla de la Ciudad”, cuenta.
Cefaléutica de Buenos Aires, como explica su subtítulo, es una “toponimia y guía histórica de los decapitados de la Capital Federal, más algunos apuntes sobre la cultura de la cabeza trofeo en el Río de la Plata”. Publicado en 2016 por el Teatrito Rioplatense de Entidades (TRE), este libro-catálogo hace notar que la Ciudad de Buenos Aires es un mapa del degüello. Hubo una gesta violenta de la Argentina en el siglo XIX que dejó su marca hasta hacerse casi transparente, pero no por eso invisible. Perdura de diversas formas, y una de las más sorprendentes es que está en los nombres de muchas calles porteñas.
“Cefaleútica: viene del griego y tiene su origen en ‘cabeza’ y en ‘dar a luz’. Dícese del arte de encontrar y señalar cabezas trofeo. El cefaleuta porteño encuentra decapitados donde no debería haberlos, y reconoce que el destino rioplatense le otorga a su empresa argumentos aún en situaciones donde el cefaleuta no los quiere ni los espera”. Con esa declaración Di Maggio abre el libro y explica su morbosa y alucinante tarea. A partir de ahí se interna, y lleva de la mano al lector, en un estudio minucioso para descubrir y describir 124 casos, que ordena con una introducción general al tema, un mapa señalizado, un índice alfabético y finalmente cada historia. La lista de calles en cuestión es larga. Y el autor cuenta que en los últimos meses encontró material para 50 más. Eso suma casi doscientos, 174 para más precisión, trazos descocados en la cartografía local.
De la gran cantidad de historias recopiladas, Di Maggio dice que la que más le impacta es la de los 300 degollados federales en la masacre de Cañada de Gómez (que como calle está en Liniers) bajo la comandancia de Venancio Flores (que en el mapa atraviesa Caballito, Floresta y Vélez Sarsfield) ante la vista gorda de Bartolomé Mitre (que recorre el centro de la Ciudad): “Tiene algo de la violencia de Shakespeare, del más virulento, de Macbeth o de Titus Andrónicus”.
La avenida Dorrego, que bordea uno de los paredones del cementerio de Chacarita y zigzaguea entre los barrios de Paternal y Palermo, corta de cuajo algunas calles, que cambian de nombre cuando la cruzan. Esta arteria tiene su carga de degüello. Es una de las historias en el libro de Di Maggio, que cuenta que la comisión que debió inhumar los restos del gobernador fusilado “encontró el cadáver entero, a excepción de la cabeza que estaba separada del cuerpo en parte, y dividida en varios pedazos, con un golpe de fusil, al parecer al lado izquierdo del pecho”.
¿Tienen idea los vecinos de la calle Estomba que su dirección postal honra a un loco peligroso que murió en el manicomio, después de hacer pasar por el filo de su hacha a varios hombres? La coqueta Arenales es por un militar argentino de origen español que murió entero, pero lo sepultaron sin la cabeza, que fue conservada por el coronel José Manuel Pizarro para entregársela a la hija del muerto. La tranquila Mariano Acha en Villa Urquiza y Vilela y Quesada en Saavedra homenajean con sus nombres a tres decapitados, igual que las bohemias Murillo, Padilla y Loyola. Y la avenida Avellaneda, la de la ropa al por mayor, también forma parte de esta nómina truculenta.
Conocer esa información le podría volar la cabeza a cualquiera, pero para Di Maggio, cefaleuta empedernido, es solo el modo de narrar el devenir porteño, más certero que el de los mitos urbanos y tanto más tangible que el de las historias fantasmales. Es nada más ni nada menos que una crónica, que también es una investigación y, sobre todo, un catastro social, histórico y político, con mapas y todo, de los descabezados que conforman el cosmos rioplatense que a veces no somos capaces de ver.
CLARÍN