21 Mar Día mundial del Síndrome de Down. Eternos aprendices en el arte de ser padres
Por Astrid Pikielny
Recuerdo cada detalle del parto agitado que lo trajo al mundo, a nuestras vidas, a la de mi adorada hija mayor, su hermana, a la de sus abuelos. Cómo no recordarlo todo si a partir de aquel 22 de marzo de 2000 yo me convertí en otra. Ese día, ese 22 de marzo, se rajó la tierra bajo mis pies.
Ahí estaban las miradas incómodas en la sala de partos, ese llanto inaugural que nunca ocurrió y que, lo supe después, era una de las tantas señales de que algo no andaba bien. Mi hijo no lloró en ese quirófano, pero todos los que lo recibimos en este mundo lloramos días enteros.
No vale la pena ahora contar que el obstetra que atendió el parto de Lucio tenía también una hija con síndrome de Down; que abandonó la sala en el mismo momento en el que depositó al niño en los brazos de la partera y que sólo reapareció varios días después para decirme -eran tiempos de convertibilidad- que “éstos son chicos que cuestan unos mil dólares al mes”.
Tampoco vale la pena recordar esas primeras horas, la familia y los amigos agolpados en el sanatorio esperando verlo, esperando verme; mi aturdimiento, mi tristeza, mi cansancio infinito después de meses de reposo y algunos análisis que confirmaban, lo supe luego, un diagnóstico que el médico ocultó. Nada de eso importa ahora. Tampoco que el médico me haya llamado dos años después para pedirme disculpas por una mala praxis que él reconoció (ocultar información, no preparar a la familia para lo que iba a venir, no tener a la mano un equipo de apoyo interdisciplinario) y para decirme que se despedía de sus pacientes y de la medicina: el avance inexorable del Alzheimer le había impedido seguir ejerciendo su profesión.
Lo que verdaderamente importa hoy es que Lucio, al igual que su hermana, es el nombre de la felicidad en nuestras vidas. Conquistador, alegre, obsesivo, disfrutador, testarudo, sensible… Lucio nos embarcó en una aventura de crecimiento extraordinaria en la que todos somos eternos aprendices.
Según el censo del año 2010, en la Argentina viven más de cinco millones de personas con discapacidad (intelectual, motora) innata o adquirida a causa de enfermedades, accidentes o envejecimiento. Esa cifra representa un 12,9% de la población total del país, un número equivalente a toda la población de la provincia de Córdoba. Son las personas con “capacidades diferentes”, una expresión que algunos pronuncian con una ironía que siempre me resultó lamentable. Así como los que usan de manera consciente o inconsciente palabras como “monguis”, “mogólicos”, “subnormales”, “retardados”, “espásticos”, “oligofrénicos”, “autistas” con el ánimo de insultar o descalificar. ¿Acaso ignoran que detrás de cada persona con discapacidad hay una historia personal y familiar forjada en mil conquistas, pero también en mil naufragios? ¿Desconocen el esfuerzo monumental que hay detrás de cada paso? ¿Sabrán algo de las felicidades pero también de las angustias que pueden sobrevolar las vidas de las familias que conviven con una persona con discapacidad? (“¿Qué será de él cuando yo no esté?” “¿Y si él no puede?” “¿Y si yo no puedo?”. Y, lo indecible, lo inimaginable: “¿Tendré, en algún momento, una vida sin él?”)
Pasaron algunos años hasta que Lucio pudo pronunciar sus primeras palabras, y desde que lo hizo nos regala una oración sagrada que todo lo conjura: “Te amo”. Lo dice en cualquier momento del día que le depare placer y alegría, y siempre, pero siempre, la dice en el desayuno. Cada mañana, Lucio pide un brindis y hace chocar las tazas con té con leche. ¿Existe una manera mejor de celebrar la vida?
Confidentes, compañeros incondicionales entre sí, mis hijos se conectan y se encuentran a través de la música en un vínculo que puede prescindir de las palabras. Cada vez que mi hija baila y canta en el teatro, busca a su hermano con la mirada y le explota el corazón cuando lo ve, sentado en la butaca, maravillado, emocionado, aplaudiendo con orgullo.
Tenemos la posibilidad de darle a Lucio, con esfuerzo, lo que tantos otros padres de hijos con discapacidad no pueden. Para otras familias, al desafío emocional se suma la dificultad de la vida cotidiana, porque la asistencia del Estado no llega, o llega poco y tarde, o porque las obras sociales y prepagas abruman con órdenes, autorizaciones, constancias, certificados y formularios en los que hay que acreditar -¿otra vez?- un diagnóstico irreversible, porque muchos de los que dicen trabajar para la inclusión y “accesibilidad” hacen que este largo camino sea cualquier cosa menos accesible.
¿Por qué el certificado de discapacidad de una persona con una condición congénita, crónica e irreversible -como es el síndrome de Down y tantas otras condiciones- necesita ser renovado? ¿Por qué una asociación sin fines de lucro como Amar -integrada por padres y hermanos de personas con discapacidad severa- carece de un subsidio del Estado, que sí reciben otras instituciones, como las escuelas privadas? ¿Por qué el Estado no extiende la licencia por maternidad de las madres que deben hacer malabares entre su empleo y los múltiples tratamientos que requiere ese hijo que acaba de nacer? ¿Por qué se habla de “escuelas inclusivas” cuando hay que batallar por una vacante para rápidamente advertir, en caso de conseguirla, que ese niño será el único de su condición en esa clase y para comprobar también que la institución y los docentes rara vez se encuentran capacitados para este desafío?
Muchos años después de ese 22 de marzo de 2000, el día que nació Lucio y se derrumbó la sensación siempre mentirosa de “tener el control”, me encontré hablando de hijos y partos con una periodista que en ese momento era mi editora. Su hijo menor había nacido unos meses después que el mío, en el mismo lugar, y su obstetra, nos enteramos ese día, había sido el mismo. Todavía no éramos amigas y no recuerdo cómo fue que terminamos compartiendo esa intimidad. Ella escuchó los detalles de mi historia y me confió la suya: aquel obstetra que había fallado conmigo a ella le había salvado la vida en el parto. A ella, que es desde hace un tiempo una hermana del alma y su amistad, uno de los mejores regalos de este oficio que compartimos. Hace un tiempo su hijo cumplió años. A veces creo que sus preocupaciones y las de sus hijos son distintas a las de los míos. Pero es sólo un instante. En realidad, pienso, se trata siempre de las infinitas formas del amor entre padres e hijos, de ese vínculo fundacional, insondable y mágico, siempre atravesado por temores, tropiezos y aprendizajes.
Hoy es el Día Mundial del Síndrome de Down y mañana, como todos los 22 de marzo desde ese año 2000, cumple años Lucio. Festeja él y festejo yo. Celebro su llegada a este mundo y celebro también mi segundo nacimiento, el que se produjo con él en ese instante en que se rajó la tierra.
Hoy, 21 de marzo de 2017, todavía son muchas, demasiadas, las batallas que las personas con discapacidad y sus familias tienen que librar todos los días. ¿Acaso alguna vez entenderemos que la verdadera inclusión de las personas con discapacidad en todos los ámbitos mejora nuestras vidas? ¿Alguna vez entenderemos que no se trata de un debate políticamente correcto, sino de una convivencia que nos hace más humanos?
Hoy, este 21 de marzo, además de agradecer a las redes luminosas y solidarias que acompañan amorosamente, esa familia extendida -hermanos, tíos, abuelos, amigos- que comparte con nosotros la alegría de tenerlo a Lucio, quiero recordar y agradecer públicamente a las organizaciones que, como Tirando Paredes, Amar, y tantas otras, nos enseñan y nos ayudan a hacer felices a nuestros hijos. Y a nosotros. Por eso y por una infinidad de razones, esta mañana también brindamos en el desayuno.
LA NACIÓN