25 Mar De la inocencia perdida a los grandes hechos del siglo XX
Por Julia Villaro
Dos niñas birmanas miran una imagen fuera de cuadro. El espectador –al igual que el fotógrafo- no alcanza a saber de qué se trata, pero poco importa: en la blandura de sus pequeños rostros se advierte la emoción que les produce lo que observan. “La fotografía en sí no me interesa; es el reportaje, la comunicación entre el mundo y el hombre común”, subraya una de las frases destacadas de Henri Cartier-Bresson, considerado el padre del fotorreportaje del siglo XX, en la muestra que se inauguró ayer en La Usina del Arte.
Su ojo y la lente de su cámara viajaron alrededor del planeta y a lo largo del siglo, del mundo al hombre y de la geografía a la fisonomía humana. “Henri Cartier Bresson. Fotógrafo” se titula la enorme retrospectiva, compuesta de 133 fotos del artista pertenecientes al acervo de la Fundación homónima, situada en París, y co-organizada con la Agencia Magnum Photos. Podrá disfrutarse hasta el 2 de abril próximo.
Cartier-Bresson fundó Magnum junto con Robert Cappa, George Rodger y David Seymour en 1947. Las imágenes de la exhibición de La Usina son copias únicas, cuyo seguimiento realizó el artista antes de morir. Fueron tomadas entre los años 1930 y 1960. Son retratos y crónicas visuales de sus viajes por la China comunista, la Unión Soviética y la Europa de posguerra. La compilación realizada para la Usina del Arte constituye un extenso y significativo fragmento de lo que fue su gran retrospectiva en París, que tuvo lugar en 2013.
“Cartier decía que hay dos cosas muy difíciles de captar: el paisaje y el retrato”, subraya en diálogo con periodistas durante la recorrida de prensa, Audrey Leclerc, de la Fundación Cartier-Bresson y co-curadora junto a Emmanuelle Hascoët, de Magnum. Sin embargo, de las arrugas de Ezra Pound y la sonrisa de un joven gitano, a la bruma de París o la gélida Siberia, todo revela su singular espíritu a través de la lente del fotógrafo.
Espacialmente la muestra se divide en dos partes, enfatizando el punto de inflexión que la década del ’40 imprimió en la mirada del fotógrafo. Comienza en la sala Laberinto, en la planta baja de la Usina. Después de una extensa línea de tiempo, que cruza la vida personal y profesional del fotógrafo, con algunos de los hitos históricos que él mismo registró con su cámara, se encuentran imágenes de los años ’30, posteriores a que encontrara la pequeña cámara Leica que ya no dejó hasta su muerte.
Son fotos más íntimas, no por eso menos agudas: Cartier capta al pueblo inglés que mira la coronación de Jorge VI; a una España polarizada anterior a la Guerra Civil; al surrealismo hecho carne en México; a los trabajadores humildes de una Francia en crisis. En muchas de estas imágenes todavía se aprecia la influencia de la pintura y el dibujo que cimentaron su formación artística. Viajero incansable, las imágenes están agrupadas geográficamente, siguiendo el derrotero del fotógrafo. En la planta baja quedan las fotos de una cierta inocencia.
La bisagra que en su obra fueron los años ’40 se sustenta en hechos dramáticos de su vida: fue prisionero de guerra de los alemanes durante tres años y colaboró con una organización de ayuda a otros prisioneros, tras su fuga en 1943. Eso decantó en la creación de la Agencia Magnum.
La segunda parte de la muestra continúa en la planta alta. Son imágenes que reflejan su actividad de fotoperiodista y el desarrollo de una mirada más distante, políticamente más aguda y comprometida. “Tomar fotografías es contener la respiración cuando todas las facultades convergen hacia la realidad del instante fugaz”, es otra de las frases destacadas de Cartier-Bresson. Siempre estuvo en el lugar y en el momento indicados: en el reencuentro de una madre con su hijo después de la guerra, en el último día de vida de Gandhi o en la Unión Soviética inmediatamente después de la muerte de Stalin, por mencionar algunos focos, que también recorrerá el visitante de la exposición, sin más textos de sala que algunas reflexiones del propio artista.
Por último, sus retratos -otro emblema de su lente- ocupan una habitación aparte en la misma planta alta: escritores y artistas, vistos desde una perspectiva íntima, una suerte de paréntesis con el resto de su obra, que es más cercana a la historia de los hombres y mujeres anónimos, sujetos de la historia.
“A través del visor la vida es como un baile”, contaba. Y acaso en esa conciencia de la acción se cifre el secreto que vuelve sus fotos todavía vivas, de un mundo ya extinto.
CLARÍn