04 Mar Con la nieve como rival
Por Carlos Delfino
Transcurre la tarde en Estocolmo, pero parece noche cerrada. El frío comienza a hacerse sentir en la capital sueca cuando los días van acortándose y deja su huella en forma de nieve sobre la pista de arena de Bro Park, el hipódromo nórdico más moderno. Diego Martín Rodríguez está allí, con guantes de lana y, ocasionalmente, una máscara de plástico o un pasamontañas que se suman a su equipo para correr. Es un escenario que está en las antípodas del que lo acompañaba en sus inicios como jockey en las abrasadoras jornadas por el interior santafecino, cuando corría cuadreras, o en sus mañanas como galopador en una cabaña bonaerense. El cambio llegó cuando el tren pasó por segunda vez por su estación.
“Una vez me habían ofrecido instalarme en San Isidro, pero no acepté. Estaba cómodo trabajando en el haras y, principalmente, de novio con una chica de ahí. No me quise alejar”, recuerda, sonriente, en diálogo con LA NACION. Y agrega: “Varios años después, cuando vivía en un box de un stud en Palermo me llegó una oferta para viajar a Suecia, con un contrato de trabajo por un año, y ahí no dudé. Enseguida hice los trámites, armé el bolso y me fui”. La experiencia ya suma una década. “Los primeros dos años sólo estuve galopando; luego empecé a correr también”, detalla. Hoy, a los 35, vive en Malmö, al sudoeste del país, y desde allí maneja la agenda, que incluye carreras en otros dos hipódromos suecos, tres de Dinamarca (“uno es un gran campo, con subidas y bajadas, al que le pusieron barandas”, grafica) y uno de Noruega.
“Este es un turf chico, menos profesional. A veces monto caballos de trote, que para correrlos requiere de otra licencia, y hasta hay carreras de ponies. En el invierno europeo, la mayoría de las pistas de esta zona se cierran o se corre muy poco. La arena se congela y tienen que echarle sal para que se derrita, estarle mucho encima. Cada hora pasa un tractor para que pueda mantenerse transitable”, revela Martín, como lo llaman casi todos. Ya casi estamos en la época en la que algunos colegas se prueban en otras latitudes y la mayoría se toma vacaciones.
“Casi siempre, yo me quedo galopando. Por cada caballo que uno monta en los entrenamientos te pagan 100 coronas (unos 11 dólares) y tengo la ventaja de que se trabaja en cualquier momento del día y yo vivo justo enfrente de Jagersro. Me avisan los entrenadores, agarro la bicicleta y en dos minutos estoy. Se gana bien”, apunta. Por estos días, son minutos que abandona el calor del hogar y desafía el contraste exterior. “En 2011 me fui a Chile los tres meses. Fui de paseo para escaparle al frío, pero terminé corriendo y gané en los tres hipódromos principales. Todavía me llaman para decirme que si vuelvo tengo trabajo, pero acá estoy bien”, asegura, en compañía de su pareja, Emma, una sueca que es jinete en carreras de obstáculos, e Isabella, la hija de ambos, que nació en febrero pasado. Las mujeres no sólo son mayoría en el departamento que habitan. “Los hombres seremos un 25% por acá. Ellas tienen mucha más visibilidad fuera de la casa y son liberales. Se las ve atendiendo los negocios, barriendo, manejando camiones… Prefieren estar afuera”, afirma. Otra vez, una imagen muy disímil de su infancia y adolescencia en Zenón Pereyra, donde se encargaba de tareas de campo y participaba en jineteadas, y de sus primeras experiencias con caballos de carrera, a los 18 años, en San Jorge. “Empecé tarde”, aclara. Rodríguez no cursó la escuela de aprendices ni llegó a competir oficialmente en la Argentina.
“Ya me aclimaté, estoy tranquilo. Fui aprendiendo un poco de inglés y sueco, especialmente para las indicaciones de los entrenadores para aprontar y para correr. Con el tiempo le tomás la mano, porque se varea a todos los caballos por igual, sean velocistas o fondistas. El que no se adapta a ese sistema o quiere cambiarlo, no encaja”, puntualiza. En gran parte del mundo sería un despropósito. Para Martín, es común. Tanto como esos 15 o 20 grados bajo cero que calan hondo y le dan, por momentos, un contexto diferente a su vida.
LA NACION