¿Cómo saben los médicos cuánto nos duele?

¿Cómo saben los médicos cuánto nos duele?

Por John Walsh
Una noche de mayo, mi mujer se sentó en la cama y me dijo: “Tengo un dolor terrible acá”, y se palpaba el abdomen. Adormilado –eran las 2 de la mañana–, le pregunté qué tipo de dolor era. “Como si me estuvieran mordiendo por dentro, y no para”, contestó.
“Aguantá que ya te traigo algo que te alivie”, le dije más dormido que despierto, y le acerqué un vaso de agua y un par de pastillas de ibuprofeno, que ella tragó apretándome la mano con la esperanza de que el dolor se calmara.
Una hora más tarde, seguía sentada en la cama, muy angustiada. “Está peor –dijo–. ¿Podrías llamar al médico?” De milagro, el médico de familia contestó el teléfono a las 3 de la mañana, escuchó el rosario de síntomas y concluyó: “Tal vez sea el apéndice. ¿No se lo sacaron?”. No, no se lo habían sacado. “Puede ser apendicitis –conjeturó–, pero si fuera peligroso, el dolor sería mucho más fuerte. A la mañana vaya al hospital, y por ahora tome paracetamol y trate de dormir.”
Apenas media hora más tarde se despertó por tercera vez, con un dolor tan feroz e incontenible que la hacía aullar. Llamé un taxi, me vestí como pude, la envolví en un salto de cama y antes de las 4 de la madrugada salimos volando hacia el hospital St. Mary’s, en Paddington.
Con tanto frenesí, el dolor se le calmó un poco, y nos quedamos ahí sentados durante horas mientras los doctores nos daban formularios para completar, le tomaban la presión y le hacían pruebas.
13769050813_881ac17d51_z
Resultó que el dolor era producto de una pancreatitis causada por unos cálculos biliares que se habían escapado de la vesícula y estaban abriéndose camino hasta el páncreas. Le dieron un tratamiento con antibióticos y al mes siguiente la operaron para extirparle la vesícula.
“Es cirugía laparoscópica –le dijo el cirujano–, así que va a recuperarse enseguida. Algunos hasta vuelven a su casa en colectivo después de la operación.” Tal derroche de optimismo resultó ser infundado. Al día siguiente la mandaron a casa, atiborrada de analgésicos. En cuanto se pasaba el efecto, volvía a retorcerse de dolor. Esperó tres días y decidió llamar al especialista, que se limitó a decirle: “Esa incomodidad que siente no es por la operación, sino por el aire que le insuflaron en el abdomen para separar los órganos antes de la cirugía”.
Durante ese período de convalecencia, mientras la miraba retorcer la cara y apretar los dientes hasta que un prolongado régimen combinado de ibuprofeno y codeína logró mitigar el dolor, me vinieron a la cabeza varias preguntas, sobre todo ésta: “¿Hay alguien dentro de la profesión médica que pueda hablar del dolor con alguna autoridad?”. Porque desde el médico de cabecera hasta el cirujano, todas las afirmaciones y sugerencias parecían algo tentativo, general o, incluso, potencialmente peligroso: ¿estaba bien que el médico le dijera a mi mujer que su nivel de dolor no se condecía con el de una apendicitis, cuando ni siquiera sabía si su umbral de dolor era alto o bajo? ¿No debería haberle aconsejado que se quedara en la cama ante el riesgo de que el apéndice estallara y se convirtiera en una peritonitis? ¿Cómo puede un cirujano decirle a un paciente que después de una operación va a sentir alguna “incomodidad”, cuando para ella era una agonía?

Técnicas de medición y evaluaciones
Así que me puse a investigar cómo interpretan el dolor en la profesión médica: qué lenguaje se usa para algo que no puede verse a simple vista, que no puede medirse si no es a través de la descripción subjetiva del paciente y que sólo puede tratarse con derivados del opio que se remontan a la Edad Media.
El procedimiento básico en cualquier clínica para averiguar el nivel de dolor de un paciente es someterlo al llamado cuestionario McGill. Desarrollado en la década de 1970 por dos científicos –el doctor Ronald Melzack y el doctor Warren Torgerson, ambos de la Universidad McGill, de Montreal–, el cuestionario sigue siendo la principal herramienta para medir el dolor.
Se les presenta a los pacientes una lista de “descriptores del dolor” y ellos tienen que decir qué palabra es la que describe el suyo y calificar la intensidad de esa sensación. Luego, los clínicos analizan el cuestionario y tildan los casilleros que corresponden. Esto arroja un número que luego les permite comparar si el tratamiento aplicado disminuyó (o aumentó) el dolor del paciente.
Una versión más reciente es la escala de evaluación de la calidad del dolor (PQAS, por su sigla en inglés) de la Iniciativa Nacional de Control del Dolor, que lleva adelante la organización PainEDU, en la que se pide a los pacientes que indiquen en una escala de 1 a 10 qué tan “intenso” fue el dolor que sintieron durante la última semana.
El problema con este enfoque es la imprecisión de la escala de 1 a 10, en la que un 10 sería “la sensación dolorosa más intensa que se pueda imaginar”. ¿Cómo hace un paciente para “imaginarse” cuál es el peor dolor y ponerle un número al suyo? A algunos hombres les resulta difícil imaginar algo más agónico que un dolor de muelas o una lesión de tenis, mientras que las mujeres que ya pasaron por la experiencia de un parto pueden calificar todo lo demás con un 3 o un 4.
El cuestionario McGill reduce las descripciones del dolor a palabras como “palpitante” o “agudo”, pero la función de esas palabras es simplemente ponerle al dolor un número, que con suerte habrá disminuido cuando el paciente sea reevaluado después del tratamiento.
Al profesor Stephen McMahon, del London Pain Consortium, una organización formada en el año 2002 para promover la investigación del dolor a nivel internacional, este procedimiento no lo convence. “Al intentar medir el dolor aparecen un montón de problemas –dice–. La obsesión por los números es una simplificación excesiva. El dolor no es unidimensional, viene con otra carga: lo amenazante que pueda parecer, lo perturbador que resulte emocionalmente y sus efectos sobre la capacidad de concentración.”
El dolor puede ser agudo o crónico, y estas palabras no quieren decir “malo” y “muy malo”. “Agudo” implica una sensación temporaria de incomodidad, que por lo general se trata con fármacos. El dolor “crónico” persiste en el tiempo y hay que convivir con él como con un malvado compañero de vida. Para colmo, como los pacientes desarrollan cierta resistencia a los fármacos, con el tiempo se hace imprescindible buscar otras formas de tratamiento.
El Centro de Tratamiento y Neuromodulación del Dolor del hospital londinense Guy’s and St. Thomas’ es la mayor institución de estudio del dolor en Europa y está encabezada por el doctor Adnan al-Kaisy, que estudió medicina en la Universidad de Basrah, Irak, y se desempeñó como anestesista en centros especializados de Inglaterra, Estados Unidos y Canadá.
Desde el año 2010, el hospital ofrece un programa de internación para adultos cuyo dolor crónico no respondió al tratamiento de otras clínicas. Los pacientes se internan por cuatro semanas y, aislados de su entorno habitual, son evaluados por un grupo interdisciplinario de psicólogos, fisioterapeutas y especialistas en salud ocupacional que elaboran un plan para enseñarles estrategias de manejo del dolor.
Muchas de estas estrategias se engloban bajo el título “neuromodulación”, que implica distraer el cerebro de las señales de dolor que recibe de la periferia del cuerpo. A veces esa distracción consiste en una descarga eléctrica certeramente aplicada.
“Fuimos pioneros en el mundo en estimulación espinal –dice Al-Kaisy–. En episodios de dolor, los nervios hiperactivos envían impulsos desde la periferia hasta la médula espinal y de ahí al cerebro, que empieza a registrarlo. Lo que nosotros hacemos es aplicar pequeñas descargas eléctricas a la médula espinal a través de un cable insertado en la zona epidural. Son apenas uno o dos voltios, así que, en vez del dolor real, lo único que experimenta el paciente es un cosquilleo en la zona que le dolía. Después de dos semanas de prueba, le entrega-
mos al paciente una batería interna con un control remoto para que lo active cuando sienta dolor y así pueda continuar con su vida. Lo único que siente el paciente es que el dolor disminuye.”
El último gran avance en la evaluación del dolor fue la comprensión de que el dolor crónico constituye un problema en sí mismo, según afirma la profesora Irene Tracey, directora del Departamento de Neurociencias Clínicas de la Universidad de Oxford.
Tracey es experta en técnicas de neuroimagen, que exploran las respuestas del cerebro ante el dolor y conectan el dolor subjetivo con su percepción objetiva. “Llena ese espacio entre lo que se relata y lo que se puede ver –explica Tracey–. Las imágenes del cerebro nos enseñaron mucho acerca de sus redes de conexiones y de cómo funcionan. No se trata de un dispositivo para medir el dolor. Es una herramienta que permite un entendimiento de la anatomía, la fisiología y la neuroquímica de nuestro cuerpo y nos dice por qué sentimos dolor y adónde hay que apuntar para intentar calmarlo.”

Terapias personalizadas
El dolor se convirtió en un enorme campo de investigación médica en los Estados Unidos por una sencilla razón: como hay más de 100 millones de estadounidenses que sufren de algún dolor crónico –que le cuestan al país más de medio billón de dólares anuales en horas de trabajo perdidas–, el tema es un imán para conseguir financiamiento de las grandes empresas y del gobierno.
Los científicos del Laboratorio de Investigación del Dolor Humano de la Universidad de Stanford, California, trabajan para entender mejor las respuestas individuales al dolor para que los tratamientos sean más personalizados. El laboratorio tiene varias iniciativas en marcha –sobre migraña, fibromialgia y otras afecciones–, pero las más importantes son las referidas al dolor de espalda. Cuentan con una subvención de 10 millones de dólares de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos para estudiar tratamientos alternativos no farmacológicos contra el dolor lumbar.
El plan es explorar durante 5 años la tolerancia al dolor de las 400 personas que participan en el estudio, desde voluntarios sin dolor hasta los casos más rebeldes de enfermos crónicos que pasaron por muchos especialistas sin encontrar alivio. El objetivo es encontrar el rango medio de tolerancia de las personas –a las que se les pide que califiquen su dolor mientras lo sienten– para establecer un valor de base utilizable. Luego se les administran los tratamientos no invasivos, como acupuntura o conciencia plena, y se los somete a los mismos estímulos dolorosos para verificar si ha cambiado su tolerancia desde las pruebas iniciales. Durante ambas sesiones se obtienen imágenes de resonancia magnética de todos estos pacientes, de manera que los médicos puedan sacar conclusiones de los cambios que se observen en el flujo sanguíneo de las distintas partes del cerebro.
Una característica notable de este proceso de evaluación es que también se les pide a los pacientes que puntúen sus estados psicológicos: hay escalas que miden su nivel de depresión, ansiedad, cólera, funcionamiento físico, comportamiento ante el dolor y cómo interfiere éste en sus vidas. Toda esa información debería ayudar a los médicos a aplicar tratamientos específicos. Todos estos hallazgos se almacenan en una “plataforma informática” llamada Registro Conjunto de Información sobre Resultados de Salud (Choir, por su sigla en inglés), que ya cuenta con los historiales de 15.000 pacientes, 54.000 primeras consultas y 40.000 visitas de seguimiento.
El Centro del Manejo del Dolor de Stanford, cuyo laboratorio está a cargo del doctor Sean Mackey, ha sido reconocido dos veces como centro de excelencia por la American Pain Society.
Mackey reflexiona acerca de lo que es realmente el dolor: “Ahora entendemos que el dolor es un equilibrio entre la información ascendente que procede de nuestro cuerpo y los sistemas inhibidores descendentes de nuestro cerebro. La información ascendente es la respuesta del sistema nervioso sensorial a los estímulos potencialmente dañinos procedentes de nuestra periferia, que envía señales a la médula espinal y golpea al cerebro con la percepción del dolor. Los sistemas descendentes son neuronas inhibidoras que existen para desactivar las señales ascendentes del dolor. El dolor existe para obligarnos a prestarle atención a algo. Cuando empezamos con el laboratorio del dolor, no teníamos manera de abordar estos dos sistemas dinámicos. Ahora podemos”.
Mackey está inmensamente orgulloso de su monumental base de datos Choir –que registra los niveles de tolerancia al dolor de las personas y los resultados del tratamiento que reciben– y la ha puesto a disposición de otras clínicas del dolor como una “plataforma de datos comunitaria”, que colabora con otros centros médicos académicos de todo Estados Unidos. Pero Mackey también tiene la humildad de reconocer que la ciencia no puede decirnos cuáles son los peores dolores del cuerpo.
“El 28 por ciento de todas las consultas por dolor se refieren al dolor de espalda, aunque sepamos que hay mayor densidad de fibras nerviosas en las manos, la cara, los genitales y los pies que en otras áreas –explica Mackey–. Y hay gente que ha llegado al suicidio con tal de librarse del dolor. Hay algunos padecimientos, como la neuralgia posherpética, que son realmente terribles.”
Al igual que Irene Tracey, Mackey está entusiasmado con el auge de la estimulación magnética transcraneal (“imagínese conectarse una batería de 9 voltios a través del cuero cabelludo”), pero cuando se le pregunta sobre sus propios casos exitosos, habla de soluciones sencillas: “Al principio de mi carrera me enfocaba en la periferia del cuerpo, donde aparentemente estaba el origen del dolor. Realizaba intervenciones y algunas personas mejoraban, pero muchas otras no. Así que empecé a escuchar los temores y las ansiedades de los pacientes y a trabajar con eso, y me concentré en el cerebro. Me di cuenta de que si uno tiene un pinzamiento de nervio en la rodilla, puede sentir que se le quema toda la pierna, pero aplicando un anestésico local el dolor puede suprimirse”.
“Una vez llegó una chica con una terrible sensación de ardor en la mano. No la podía ni tocar, porque sentía que la estaban quemando con un soplete.” Mackey advirtió que la joven tenía la cicatriz de una cirugía de síndrome del túnel carpiano. Y especulando que tal vez era ésa la raíz de su problema, en el lugar de la cicatriz le inyectó toxina botulínica, un relajante muscular popularmente conocido como bótox.
“Una semana después, la chica volvió a darme un abrazo enorme, y me contó que por primera vez en dos años había podido alzar a su hijo. La hinchazón había desaparecido. Eso me enseñó que el dolor no tiene que ver ni con una parte del cuerpo ni con el cerebro: tiene que ver con ambos.”
LA NACION/THE GUARDIAN