Misteriosas resonancias

Misteriosas resonancias

Por Fernando López
Quizás lo sustancial que debía decirse de los relatos de Robert Aickman ya lo ha escrito Matías Serra Bradford en el insoslayable prólogo de este volumen que reúne nueve de los títulos del autor inglés: lo que provocan en el lector no son interpretaciones sino resonancias. Aunque escasamente difundido (las versiones castellanas de un puñado de sus obras sólo habían aparecido hasta hace poco en colecciones de cuentos de terror), se ha catalogado a Aickman, sobre todo, como creador de ghost-stories , una caracterización no muy rigurosa a juzgar por el contenido de estas páginas. En ellas no circulan fantasmas clásicos, tampoco se busca el horror, y lo sobrenatural, en todo caso, es sugerido por situaciones que evocan lo surreal pero no lo exponen de manera explícita. El fantasma, si lo hay, puede ser apenas una sensación, la ensoñación de una mente cansada, la manifestación de una zozobra interior o de un miedo difuso e inexplicable; acaso la proyección de la incapacidad de los personajes de entender sus propias vidas. Los cuentos -extraños, como él prefería llamarlos, o quizá, más ajustadamente sus “cuentos de lo extraño”- tienen la intensidad de los sueños, su niebla y su evanescencia, de ahí que se resistan a las explicaciones (que él jamás provee), y se vuelvan más inaprensibles, más huidizos cuanto más se busca atraparlos, y precisamente por eso, más inquietantes. Como los sueños, también tienden a disiparse cuando se termina de leerlos: lo que perdura en el lector -más allá del placer de descubrir su prosa- no es la necesidad de resolver alguna incógnita argumental o de buscar en lo psicológico la vía hacia una posible interpretación, sino el vago y perturbador desasosiego que Aickman ha ido sembrando en su ánimo, esas resonancias que en cada uno provocarán hormigueos distintos. Los fantasmas son siempre personales.
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Escritos en un estilo elegante, sutil, sereno (aunque su contenido pueda ser desgarrador), los cuentos de esta selección realizada a partir de la edición de The Collected Strange Stories , los dos tomos en los que Tartarus Press reunió en 1999 los cuarenta y ocho relatos de Aickman, hablan de hombres y mujeres por lo general introvertidos, muchas veces solitarios, casi siempre intelectuales, viajeros, pintores, periodistas, cuyas vidas se trastornan tras el encuentro con lo extraño. A veces son visiones fugaces y escalofriantes; otras, presencias que se imponen y abruman, obsesivas, por medio de voces o sonidos. En algún caso -por ejemplo, el magnífico relato en primera persona que da título al volumen-, el pringoso erotismo de una bruja en harapos parece insinuarse en las fugaces y repetidas visitas con las que clausura los tiempos felices del narrador y anuncia la desgracia; en otros, lo inusual puede ser mucho más desconcertante y perturbador que la intrusión de algo fantasmal como sucede con el coro de campanas que atormentan las modestas vacaciones de una pareja en un puerto marítimo la misma noche en que el mar se retira, cuando un olor obsceno inunda el pueblo y los muertos responden al llamado del ensordecedor tañido. “Campanadas”, así como la mentada “La aparición”, son dos obras maestras que dan la medida de la singularidad de Aickman, de la rara precisión con que sus descripciones minuciosas y sus diálogos exactos conducen a un territorio fantástico y al mismo tiempo turbadoramente real.
No son las únicas. ¿Cómo no detenerse, por ejemplo, en “Encuentros con el señor Millar”, donde la inquietud -más que el miedo- se manifiesta de un modo indirecto, según la atención del joven editor de novelas pornográficas que la experimenta y narra que pasa de la aventura erótica que vive con una mujer casada a las misteriosas actividades de sus nuevos vecinos, intuidas a partir de los ruidos y voces que oye, de las visitas nocturnas que adivina o de las sombras que ve circular por las escaleras? Y cómo no destacar la estremecedora “Los cicerones”, donde un viajero es inesperadamente guiado en su visita a una catedral belga por cuatro jóvenes voluntarios que, uno después de otro, lo orientan ante terribles pinturas del juicio final o de cruentos martirios, púlpitos con escenas atroces talladas en mármol, reliquias de santos y sepulcros de obispos, hasta que al final los cuatro terminan rodeándolo en una cripta misteriosa y bella, y se ponen a cantar. Los cuentos de Aickman (1914-1981) suelen concluir de manera abrupta y evitan lo explícito. En esa reticencia y en las resonancias que suscita reside su principal riqueza.
LA NACION