Las series, mejor espejo de un presente incierto

Las series, mejor espejo de un presente incierto

Por Mario Vargas Llosa
La televisión ha encontrado por fin un producto original y divertido al que está sacando excelente provecho: las series. Ellas existían hace mucho tiempo en el cine, pues yo recuerdo que, en mi lejana infancia cochabambina (en Bolivia), todos los domingos, con mi amigo Mario Zapata, el hijo del fotógrafo de la ciudad, luego de la misa en La Salle nos íbamos al cine Achá a ver los tres episodios de la serie de turno -solían tener doce-, aventurera y tranquilizadora, porque en ella los buenos ganaban siempre a los malos. Pero después el cine las olvidó y, ahora, la televisión las ha resucitado con éxito.
Están generalmente muy bien hechas, con gran alarde de medios, y mantienen la continuidad pese a que los guionistas y directores cambian de capítulo a capítulo y las historias se alargan o acortan en función del interés que despiertan en los televidentes. Suelen ser entretenimiento puro, sin mayor pretensión, con algunas excepciones, como The Wire (Bajo escucha), fascinante exploración de los guetos y barrios marginales de Baltimore en la que, créanlo o no, casi todos los actores negros que mascullan tan bien el slang local ¡son ingleses!, y Borgen, sobre las intrigas y avatares políticos de ese civilizado país que es Dinamarca. Pero acaso la diferencia más significativa de las series que entretienen a millones de televidentes como las que veía yo en el cine Achá, es que en las de ahora invariablemente los malos ganan a los buenos. En ellas, si uno comete la impertinencia de compararlas con el mundo real, ocurren cosas disparatadas, absurdas, locas. Pero no importa nada, porque una ficción, sea en los libros, en el escenario o en una pantalla, si está bien contada, es creíble, coincida o discrepe con la vida que conocemos a través de la experiencia.
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Algo que hay que admirar en las series norteamericanas, además de la calidad técnica y el formidable despliegue de escenarios y extras de que suelen disponer, es la libertad con que utilizan, generalmente desnaturalizándolos, hechos y personajes de la historia reciente y la ferocidad con que, a menudo, manipulan y distorsionan las instituciones y autoridades para conseguir mayores efectos en la anécdota y sorprender y enganchar más a su público. House of Cards, por ejemplo, una de las mejores, describe la irresistible ascensión en el laberinto del poder norteamericano de una pareja de inescrupulosos, cínicos y delictuosos políticos que, dejando a lo largo de sus peripecias toda clase de víctimas inocentes, incluido algún asesinato, llegan nada menos que a la Casa Blanca con total legalidad. La serie es muy entretenida, los actores son excelentes, y la moraleja que queda machacando en la memoria del televidente es que la política es una actividad despreciable y criminal donde sólo triunfan los canallas y la gente decente e idealista es siempre aplastada.
No menos negativa es la visión de la realidad política estadounidense e internacional en la magnífica Homeland, cuya sexta temporada acaba de comenzar y que yo sigo con la avidez con que seguía de joven las sagas de Alejandro Dumas. Aquí no es la presidencia de los Estados Unidos la que está contaminada, sino nada menos que todas las agencias de inteligencia, empezando por la celebérrima CIA, cuya dirigencia es fácilmente infiltrada por agentes rusos o jihadistas o a cargo de imbéciles a los que cualquier enemigo les mete el dedo en la boca o los corrompe, sin que los heroicos Carrie Mathison -un personaje psicopatológico que parece creado para el diván del doctor Freud-, Peter Quinn y Saul Berenson puedan hacer nada para salvar al país y al mundo libre de su inevitable derrota ante las fuerzas del mal.
Las series son una directa continuación de las radionovelas y telenovelas, y, sobre todo, de las novelas por entregas del siglo XIX -los famosos folletines- que, al principio en Francia e Inglaterra, pero, luego, en toda Europa, publicaban semanalmente los periódicos, y en las que incurrieron algunos grandes escritores como Dickens, Balzac y Dumas. Tienen, como denominador común, la ligereza, la efervescencia anecdótica, su desembozada voluntad de hacer pasar un buen rato y nada más a lectores o espectadores, su falta de ambiciones intelectuales y estéticas y la sencillez elemental de su estructura. Y, también, la inverosimilitud. Todo puede pasar en ellas porque sus autores y su público han hecho de entrada un pacto clarísimo: creer que se trata de ficciones, inventos entretenidos que no tienen nada que ver con la realidad.
¿Es eso tan cierto? Si escudriñamos con atención el año que acaba de terminar en el aspecto fundamentalmente político, esa verdad se parece mucho a una mentira. Porque sólo en una serie televisiva se concibe que haya ganado las elecciones presidenciales un señor como Donald Trump que, sin que le tiemble la voz, dice que los mexicanos que emigran a los Estados Unidos son “ladrones, violadores y asesinos”, que el Brexit es un ejemplo que deberían seguir otros países europeos, que desdeña a la OTAN tanto como a la Unión Europea y que admira a Vladimir Putin por su energía y liderazgo. ¿Las hazañas del antiguo agente de la KGB en Alemania Oriental y ahora a la cabeza de Rusia, no tienen acaso algo de las proezas terribles e inauditas de esos malos de las series? Desde que subió al poder se ha tragado parte de Ucrania, mantiene los enclaves coloniales de Abjasia y Osetia del Sur en Georgia, amenaza con invadir los países bálticos y, gracias a su intervención armada en Siria, tiene ahora una influencia y protagonismo de primer orden en Medio Oriente. A diferencia de lo que ocurría durante la URSS, los periodistas y opositores molestos no van al Gulag, sólo mueren envenenados, apaleados o tiroteados en las calles por misteriosos delincuentes que luego desaparecen como por arte de magia. En Turquía un supuesto intento de golpe de Estado ha dado pie a la represión más salvaje y al retorno del oscurantismo religioso y el despotismo que se creían cosa del pasado. Y Venezuela, potencialmente uno de los países más ricos de la tierra, en 2016 llegó, en la frenética carrera hacia la desintegración a que la conduce la pandilla de demagogos e ineptos que la gobiernan, a una especie de apoteosis de la crisis terminal en que la ha sumido el “socialismo del siglo XXI”. ¿Será ese el destino de Francia si, como insinúan las encuestas, la señora Marine Le Pen, admiradora desembozada de Trump y de Putin, gana las próximas elecciones?
O sea que, después de todo, se diría que el mejor espejo de las cosas horripilantes que pasan a nuestro alrededor en este despuntar del año 2017 no está en la gran literatura, ni en las películas realmente creativas, sino en esas series que, como llamaba Flaubert a los “personajes transitables”, son meros puentes que se cruza y olvida al instante, durante esos paseos que damos para limpiarnos la cabeza luego de muchas horas de trabajo.
Pues sí, ya que las cosas andan de este siniestro modo, distraigámonos viendo series en la pequeña pantalla, en este mundo sorprendente, que, luego de la extinción del comunismo, algunos ingenuos creíamos había emprendido un camino resuelto hacia la libertad y la prosperidad en vez de convertirse nada más y nada menos que en un reality show.
LA NACION/EL PAIS