03 Feb La lejana tutela del papa Francisco
Por Luis Alberto Romero
Desde que Mauricio Macri asumió la presidencia, el papa Francisco lo aguarda en su Canossa. En 1077, en aquel inhóspito castillo italiano, otro papa, Gregorio VII, esperó al emperador alemán Enrique IV. En aquellos tiempos los emperadores cruzaban regularmente los Alpes con sus ejércitos, para recordar al papa la preeminencia del césar. Esta vez, Gregorio había excomulgado a Enrique, y todos sus vasallos -príncipes y obispos- se consideraron liberados de los juramentos de fidelidad. Sintiendo temblar el suelo bajo sus pies, Enrique se humilló e hizo el camino de Canossa solo, a pie y con el sayal del peregrino, y esperó varias noches bajo la nieve hasta que Gregorio lo recibió y lo perdonó. Mutatis mutandis, ésta es la escena que Francisco viene esperando desde aquella reunión con Macri en el Vaticano, breve, fría y sin una sonrisa.
Lo de 1077 fue un episodio de la larga puja entre el césar, el poder terrenal y el papa, representante de Dios; entre el Estado secular y una Iglesia Católica que hasta hoy sigue convencida de su derecho tutelar sobre los gobernantes. Natalio Botana usó la expresión justa: clericalismo, gobierno de los clérigos. Contra este clericalismo se construyeron las monarquías absolutas y luego los Estados modernos, que afirmaron su soberanía y su neutralidad en cuestiones de fe.
Esta convicción estuvo presente en la organización de nuestro Estado, que en la década de 1880 libró sus batallas por el laicismo. Pero al final del siglo XIX, mientras Uruguay y Chile avanzaron por ese camino hasta la separación de la Iglesia y el Estado, en la Argentina hubo un freno y una reversión, que fue inclinando la relación en favor de la Iglesia.
Desde entonces tuvimos varias oleadas de clericalismo, inspiradas en las doctrinas teológicas vaticanas. En 1870 Pío IX, encerrado en el Vaticano, ordenó resistir a los Estados laicos y condenó globalmente al mundo moderno. A principios del siglo XX, Pío X pasó a la ofensiva. “Instaurare omnia in Christo” -colocar a Cristo en todas partes- fue el lema de la Iglesia militante, inspirada en un catolicismo integral. En esa línea, en 1926 Pío XI proclamó en Quas Primas el reinado efectivo de Cristo en la Tierra.
Por entonces, con la consigna de “Cristo Rey”, la Iglesia argentina convirtió el catolicismo en una fuerza disciplinada y militante. Entrelazados con el pujante nacionalismo, conquistaron la imaginación de los militares y asediaron al poder político. El Ejército ocupó el gobierno en 1943; los clérigos recibieron el premio mayor: la enseñanza obligatoria de la religión en las llamadas “escuelas sin Dios”. De esa matriz salió Perón, quien potenció otra dimensión del catolicismo integral. La justicia social se fundó en la Rerum Novarum, de 1891. La comunidad organizada se inspiró en Quadragesimo anno, de 1931. Pero a pesar de que la concepción católica integral triunfaba, los clérigos locales debieron soportar el embate de un régimen que, por tener parecidas intenciones totalitarias, se sentía incómodo con la tutela clerical.
Después de 1955 la Iglesia optó por salir del centro de la escena y concentrarse en la defensa de sus intereses, como un “factor de poder” en un mundo de gobiernos débiles y jugadores fuertes. Consiguió que el Estado financiara su expandido sistema educativo y que firmara, en 1966, el Concordato, que venía reclamando desde 1930. Afirmó su pretorianismo moral y renovó su condena a los excesos de las costumbres modernas.
Pero sobre todo recuperó la franquicia de la doctrina social de la Iglesia. Los clérigos legitimaron aquellos reclamos que la invocaran -como hacían normalmente los sindicalistas, para no ser acusados de comunistas- y se ofrecieron como mediadores en cualquier conflicto social: cuando una huelga se prolongaba, una fábrica era ocupada o se cortaba una ruta, de inmediato el cura o el obispo eran convocados como mediadores. En ausencia de Perón, los clérigos se convirtieron en reguladores de última instancia de una comunidad con dificultades para organizarse. Menos espectacular que el de 1943, el triunfo del clericalismo fue más sólido y perdurable.
Con el Concilio Vaticano II el catolicismo integral retrocedió y pareció emerger una versión más liberal y más abierta a la modernidad, pero no llegó a fraguar. Más éxito tuvo otro sector que, partiendo de la denuncia de las injusticias sociales y la necesidad de repararlas, emprendió un camino que terminaría entroncándolo con la onda revolucionaria de la época. En clave popular, antiimperialista o guevarista, la teología de la liberación habilitó el desarrollo de una variante del clericalismo: el sacerdote militante, organizador popular, estímulo de la lucha y de la violencia, y en algunos casos partícipe activo, siempre invocando a Jesús. Este clericalismo revolucionario fue una deriva, no tan inesperada, del viejo clericalismo, como lo ilustra la relación entre el padre Meinvielle y el padre Mugica. Su irrupción dividió a la Iglesia y otro sector clerical, igualmente militante, lo combatió, inspiró a Onganía y alentó a los dictadores militares. Loris Zanatta lo ha llamado una “guerra de religión”.
Con la democracia, la teología de la liberación derivó sutilmente hacia la teología del pueblo, un aporte argentino. No se trata del pueblo soberano de nuestras democracias políticas, sino del “pueblo de Dios”, homogéneo y limitado a los católicos. Tampoco son todos los ciudadanos, sino los pobres o los excluidos. Nada nuevo. En 1891 escribía Giuseppe Toniolo, mentor de León XIII: la democracia consiste en buscar no sólo el bien común, sino “el bien preponderante de las clases inferiores”. Los clérigos conservan su posición relevante, pero su trabajo no consiste en movilizar a los pobres, sino en contenerlos, confortarlos y denunciar, a través de ellos, a un capitalismo de mercado que los excluye. En su voz sigue resonando la condena a la modernidad que lanzó Pío IX y que desde entonces ha inspirado todas las variantes clericales. Es fácil reconocer en Bergoglio estos estratos del clericalismo, varios y uno a la vez. No es extraño que simpatice con el peronismo, que se formó con esas ideas.
Hace unos años, tuve un brevísimo contacto con Bergoglio y su entorno directo. No percibí “olor a oveja”, sino muchísima política. Lo imaginé como un Yrigoyen, fustigando a los mercaderes del templo, pero conversando con todos y tejiendo una red de relaciones, sutil como una tela de araña e igualmente útil. Hoy Francisco está reuniendo a los movimientos sociales desgajados del kirchnerismo y procura articular a los curas villeros con los militantes territoriales. Me recuerda a Gregorio VII, manejando a los barones y príncipes alemanes, para enredar al emperador y acorralarlo, hasta humillarlo en Canossa. “Sin mí no hay paz social ni gobernabilidad”, parece decir Francisco. Sólo pide -como el inolvidable personaje de Marlon Brando- “respeto” y, cada cierto tiempo, “un favor”.
¿Fue Macri a Canossa? No lo sé. La última reunión fue diferente de la primera. De manera cordial y distendida, se habló de acuerdo social y de la prioridad de la pobreza. Pero el balance no es claro. Es posible que Bergoglio crea que avanzó en su causa política, que es la del clericalismo; probablemente Macri haya pensado, como el Enrique IV francés, que París bien vale una misa. Quién de los dos está en lo cierto y quién se equivoca es algo que sólo sabremos más adelante, cuando la historia siga desenvolviéndose y el futuro revele el sentido del pasado.
LA NACION