24 Feb El sueño de los sobrevivientes del corredor de la muerte
Por Guillermo Abril y Alvro Corcuera
Hola, esta es mi primera vez aquí. Me llamo Sabrina Butler y soy la única mujer que ha sido exonerada en Estados Unidos. Estuve en el corredor de la muerte seis años y medio. Fui liberada en 1995. Me alegra haber venido”. Más de 50 personas aplauden con fuerza. Saben lo importante que es la llegada de un testimonio más a su lucha colectiva. Son Witness to Innocence (testigos para la inocencia), una organización que aúna a personas que fueron condenadas injustamente a la pena capital por crímenes que no habían cometido
Suelen juntarse a puerta cerrada un par de veces al año. Solo ellos y sus familias. Lo llaman the gathering, la reunión, un retiro espiritual de tres o cuatro días. Viajan desde todo EE UU. Comparten miedos, experiencias terribles, la angustia que aún arrastran. Pero también hay risas. Fraternidad. Y una vibrante energía positiva. Han logrado salir del peor agujero que uno pueda imaginar. Emanan una luz única. Pero también asoman las cicatrices.
Es junio de 2011, Richmond, Virginia, Estados Unidos. Esta vez se han congregado en Roslyn Center, una antigua granja de la Diócesis Episcopal de Virginia. “Un lugar para relajarse, renovarse y revitalizarse”, se publicita. Se encuentra en lo alto de una suave colina, rodeado de campos bucólicos y praderas. Al atardecer, luciérnagas emiten fogonazos y los exconvictos disfrutan de una barbacoa. Hamburguesas, perritos, cerveza. Hay un concierto de rock en un granero. Un silencioso tipo con sombrero de cowboy, Albert Burrell, que pasó 13 años en una de las peores cárceles del país, la de Angola (Luisiana), baila animado.
Sabrina Butler y Roszalia Ellen, su madre, han venido desde Columbus (Misisipi). Del cinturón de la Biblia, donde la esclavitud y la segregación racial fueron más duras. Sabrina tuvo su primer hijo a los 15 años. El segundo a los 17. Una mañana de 1989, este último dejó de respirar. En estado de shock, Sabrina siguió los consejos de una vecina: practicó sobre el bebé maniobras de reanimación. Cuando el pequeño Walter llegó al hospital, estaba muerto. Con el pecho amoratado. Sabrina fue detenida, y recién cumplidos los 18 años, condenada a muerte.
Junio de 2016. Sabrina asoma a la puerta de su casa, ubicada en la parte trasera de un polígono, una gasolinera y un desguace. Sonríe, está animada. En su hogar cuelgan retratos de Rosa Parks, Martin Luther King y Barack Obama. Su primer hijo, Danny, saluda: hoy tiene 30 años. Sabrina rehízo su vida, se casó con Joe Porter, al que conoció cuando este era guardia del corredor de la muerte, y tuvieron dos hijos, Joe Jr. (hoy de 19 años) y Nakeria (de 14). Desentierra lo que llama el Scrapbook of horror (álbum del horror). Muestra recortes de periódico sobre su caso. Y una vieja imagen de su bebé Walter, mil veces pegada con celofán a las paredes de su celda.
Sabrina, a diferencia de la mayoría de los que han logrado demostrar su inocencia, ganó una demanda compensatoria por el error que se cometió con ella. Pide que no se difunda la suma. Con el dinero, compró dos casas muy humildes; en una vive con su familia y la otra, adyacente, la tiene alquilada: su única fuente de ingresos. Desde que fue declarada inocente nunca ha conseguido un empleo. Cerca se encuentra el lugar donde se torció todo. Se sube a su coche y conduce hacia el apartamento donde vivía cuando su bebé expiró. El abogado que aceptó revisar su caso, Clive Stafford-Smith, hoy una de las grandes voces contra Guantánamo, logró probar en un nuevo juicio que el pequeño Walter falleció de una enfermedad del riñón.
De camino, Sabrina señala por la ventanilla el probable causante de que su hijo muriera: una explanada donde un día se situaba la planta química de la compañía Kerr-Mcgee. Durante años vertió en estas barriadas de afroamericanos residuos de creosota, una sustancia química que contiene 300 elementos que pueden provocar irritaciones, convulsiones, problemas de riñón e hígado, cáncer de piel y de escroto y la muerte. La gente aún vive en el entorno. El suelo sigue contaminado, como otros 2.772 lugares por todo el país. La compañía fue denunciada en 2012 por el Departamento de Justicia de EE UU. Dos años más tarde llegó a un acuerdo con la empresa y esta se comprometió a pagar 5.100 millones de dólares para paliar el desastre y compensar a más de 8.000 afectados. Sabrina no está reconocida aún entre ellos y sigue su pelea judicial.
El coche se adentra en una calle sin salida. Surge un bloque de apartamentos. Mira el lugar donde perdió a su bebé. Y abandona el lugar con un suspiro. “No me gusta estar aquí”. Enseguida vuelve a su optimismo habitual. Y recuerda su primera reunión con Witness to Innocence en Virginia: “Fueron cuatro días muy emotivos. ¡Me hizo sentir bien!”. Su recorrido vital es bastante típico: tras salir de prisión, la mayoría se sienten perdidos, no encuentran empleo ni sitio en la sociedad. La primera vez que Sabrina supo que había otros como ella fue en 1998, cuando la Universidad Northwestern de Chicago organizó una conferencia sobre errores judiciales, en la que juntó a 63 inocentes, una veintena de ellos del corredor de la muerte.
Sabrina asistió, pero pasaron 13 años hasta que llegó a Witness. Hoy, pelea contra un sistema en el que por cada diez personas ejecutadas, una es liberada. Desde 1976, la justicia ha reconocido su error en 156 casos de pena capital. Dos de ellos mujeres: además de Sabrina, otra, Debra Milke, fue exonerada en 2015 y también se ha unido a la organización, por la que han desfilado cerca de 50 resucitados. Aunque no es fácil encontrarlos. Unos desaparecen. A otros no les interesa. O resultan ilocalizables.
Ron Keine es uno de los exconvictos más activos en la búsqueda de hermanos perdidos. Quizá por su propio recorrido vital. Su caso se remonta a principios de los setenta. Era motero en los años del Born to be wild. Pertenecía a un motoclub con historial delictivo: The Vagos. Pero fue condenado, junto a tres compañeros, por un asesinato que no había cometido. Su juicio fue una farsa con testigos y forenses comprados y la complicidad de los fiscales. Tras pasar dos años en el corredor de Nuevo México, salió su fecha de ejecución. Nueve días antes, un policía se confesó como el verdadero autor del crimen.
Han pasado 40 años y Ron prefiere ver la parte positiva: “Cuando me enviaron al corredor de la muerte, no fui arrestado. Fui salvado. Habría acabado muerto de un disparo, o matando a cualquiera por las guerras entre moteros. Llegué a asistir a 11 funerales de compañeros”. Lo cuenta en el porche trasero de su casa, en Sterling Heights (Michigan), frente al garaje donde guarda una Harley con la que aún sale a morder el asfalto, otras motos que repara por afición y un Chevrolet El Camino semicubierto por una lona. Una vez libre, en 1976, Ron se escondió. Su rostro era conocido y le miraban con desconfianza. Se puso a trabajar 18 horas diarias. “Quería encarrilar mi vida”. Lo consiguió. Comenzó repartiendo entre sus vecinos sacos de sal para combatir el hielo del invierno. En menos de un año, contaba con 80 empleados. No le dedicó un minuto a pensar que podría haber otros como él: “¿Otros inocentes del corredor de la muerte? Nunca pensé en ello”.
En 1998, a Ron también le invitaron a la conferencia de la Universidad de Northwestern. Dudó si ir o no. Le convenció Pat Aimee, su pareja. “Hazlo”, le dijo. “Conocerás a gente como tú”. Pat y Ron comenzaron a salir en 1994. Él tardó una temporada en confesarle su pasado. Ella recuerda el momento: “Sentí dolor en el corazón. Tenía tantas preguntas. ¿Cómo se sobrevive a algo así?”. Las mujeres, sean hermanas, parejas o hijas, son uno de los puntos de apoyo clave de estas personas. Sin ellas, muchos naufragarían por el camino.
Aquella conferencia fue el germen de Witness to Innocence, que nació en 2003, promovida por la monja Helen Prejean (Susan Sarandon interpretó su papel en la película Pena de muerte). La idea fue “empoderar” a los exonerados, convertirlos en oradores. Y lograr, con su testimonio, sacudir la opinión de EE UU a favor de la pena de muerte. A mediados de los noventa, un 80% de la población apoyaba las ejecuciones. Hoy son el 61%, según Gallup. Desde que existe Witness, la pena de muerte ha sido abolida en ocho Estados y otros cuatro han dejado de aplicarla. Según Ron, “la inocencia ha sido el factor clave”. En 2015, hubo 28 ejecuciones, el número más bajo en 25 años.
Paradójicamente Amnistía Internacional alerta de una tendencia al alza en el mundo: con 1.634 muertes (el 60% en Irán), el año pasado fue el peor desde 1991. Y sin incluir China. Prejean, que lleva toda su vida peleando contra la pena capital en EE UU, explica la importancia del testimonio de los inocentes en esta lucha: “Hay gente que tiene una opinión preconcebida: ‘Seguro que hicieron algo. Salieron por un tecnicismo legal’. Los ven como despojos. No se fían. Pero cuando los escuchan, se plantean: ‘¿Y si le pasara a mi hijo?’ ‘¿Y si me pasara a mí?”.
Octubre de 2011. Ocho exonerados viajan por Texas con una agenda muy apretada. Charlas, conferencias, entrevistas. En grandes ciudades y en pequeñas comunidades. En iglesias y universidades. Un road trip. Lo han bautizado como el Texas Freedom Tour. Dos semanas predicando en el desierto sureño. En el Estado que más personas han ejecutado en la historia de EE UU: un tercio de los 1.437 muertos por la pena capital en los últimos 40 años. Ron Keine, Albert Burrell, Greg Wilhoit y Shujaa Graham comparten furgoneta. Entre los cuatro suman más de 30 años entre rejas. Charlan animadamente. Rememoran vivencias en común. Desde aquel primer encuentro de 1998 se han convertido en grandes amigos.
Shujaa, un afroamericano que pasó la infancia en las plantaciones de algodón de Luisiana, se sube al estrado de la Facultad de Derecho de la South Texas University y exclama: “¡No estoy vivo gracias al sistema, sino a pesar del sistema!”. Un discurso vibrante. Los de Greg son más crudos: “Mi pesadilla comenzó cuando mi esposa fue hallada muerta de la forma más brutal: había sido violada, le habían dado una paliza, le habían cortado el cuello…, ya sabéis, el lote completo”. Él era el sospechoso perfecto: el matrimonio, con dos hijas de 14 y 4 meses, atravesaba una mala racha. Se acababan de separar, tras dos años de relación. Se habían conocido en una clínica de desintoxicación.
Greg fue condenado en 1985 con una única prueba: una mordedura en el pecho de su esposa. Pasó cinco años en el corredor de Oklahoma. Cuando se reabrió el caso, se demostró que la huella no le pertenecía. Salió en libertad y, en cuestión de días, se mudó a Sacramento (California), donde trató de rehacer su vida e incluso se casó de nuevo. Pero volvió a coquetear con las drogas. Y comenzó a beber. Dos síntomas claros de que le perseguía un fantasma invisible de consecuencias catastróficas: el estrés postraumático. Murió en 2014, por complicaciones en el hígado. Sufría de hepatitis C y cirrosis.
Aun así, la familia Wilhoit emana una extraña armonía. Como si, a pesar del sufrimiento, estuvieran en paz con el mundo. Los ancianos Ida Mae y Guy, padres de Greg, viven en su casa de toda la vida, a las afueras de Tulsa (Oklahoma). En su salón enmoquetado cuentan, como solía hacerlo su hijo, que lo peor fue tener que dar en adopción a las pequeñas. A pesar de ser criadas por unos nuevos padres, solían visitar a sus verdaderos abuelos, pero jamás a Greg en prisión: él lo había prohibido.
Krissy, la mayor de las hijas, agarra con fuerza la mano a Guy y recuerda el día en que su padre salió libre. Tenía seis años. “Me lancé sobre él y lo abracé”. Solo lo conocía de hablar por teléfono. Ella y su hermana lo llamaban papá Greg. La relación fue buena, pero sentimentalmente ya no era su padre. Con entereza, la familia desgrana detalles de su caso, el sentimiento de culpa, el abogado borracho que no hizo nada por ellos y cómo no supieron reaccionar a tiempo. “Espero que nunca escuchéis cómo un fiscal os dice lo cruel y horrible persona que es vuestro hijo”, dice Guy. “Rezo para perdonar a ese hombre. No he sido capaz. Aún le odio”.
Cuando fue declarado inocente, en el segundo juicio, el padre le dijo a Greg: “Te han dado una segunda oportunidad”. Guy añade que su hijo quiso aprovecharla y se convirtió, compartiendo su testimonio, en una voz poderosa contra la pena de muerte. “Nos impresionó”, dice orgulloso. “No tenía ni idea de que era capaz de hablar así”. Según Nancy, su hermana: “Le dio sentido a su vida. Le subió la autoestima. Y encontró a sus mejores amigos: Shujaa Graham, Ron Keine…”. Witness to Innocence fue creada como una agencia de oradores. Pero enseguida se hizo patente que, aún más importante, era el apoyo mutuo: “Se sentaban y comenzaban a contar historias del corredor. Con un humor muy negro. Era hilarante. Crearon un vínculo impresionante. Dieron un rumbo nuevo a la organización”.
Suelen sincerarse a puerta cerrada. Son momentos intensos. Beben una cerveza tras otra. Y pasan de la carcajada a la seriedad en segundos. Impacta escuchar a Ron Keine, el viejo motero, contarle a Randy Steidl (17 años en el corredor de Illinois), mientras anochece en la bucólica granja de Virginia, cómo ocho guardias le sacaron un día de su celda y le patearon hasta dejarlo inmóvil. La pareja de Ron, Pat, sentada a su lado, se tapa los oídos y cierra los ojos. Hay un silencio, pero a continuación, Randy cuenta cómo una de las reporteras que lo entrevistaron al poco de dejar el corredor, le preguntó con inocencia: “¿Qué es lo que más echabas de menos en prisión?”. Él respondió arqueando las cejas con gesto pícaro. “¡Aparte de eso!”, replicó la periodista. Y todos sueltan una risotada.
Pero también hay dramas. Como el de Shabaka Brown (14 años en el corredor), miembro de la organización que mató a su esposa en 2012. Ambos eran alcohólicos. La noticia cayó como una bomba en Witness, donde las sesiones de terapia tratan de evitar que los traumas desemboquen en situaciones irreversibles.
En las reuniones, hay debates sobre cómo luchar contra la pena de muerte o cómo conseguir una indemnización. Pero también escapan de sus vidas cotidianas: karaokes, conversaciones hasta altas horas en habitaciones de motel, juergas. Albert Burrell, el cowboy, es siempre el que más baila. Su vida transcurre en Texas. En 2011, vivía en una caravana mugrienta en el rancho de su hermana Estell, tenía dos caballos y vendía chatarra. Albert no sabe leer ni escribir (salvo su nombre y un puñado de palabras) y padece retraso mental. Fue condenado después de que su exesposa lo acusara falsamente de un doble asesinato en su localidad. Estaban enfrentados por la custodia de su hijo. Cuando lo detuvieron firmó una declaración de culpabilidad: los agentes que lo interrogaban le prometieron, a cambio, agua y comida. Pasó 13 años en el corredor. Cuando salió libre, en 2000, le dieron 10 dólares y una cazadora. Estaba nevando. No ha vuelto a ver a su hijo.
Albert es una de esas personas a las que más arropan sus hermanos. Phyllis Prentice, la esposa de Shujaa, y miembro del equipo directivo de la organización, explica la importancia de sus reuniones: “El gathering es como un club de veteranos”. También para las familias. Entre ellas comparten sus miedos y sus preguntas sin respuesta. No es fácil convivir con un exonerado. Con sus pesadillas y ataques de pánico. Con el estrés postraumático. Phyllis, una joven blanca del Iowa rural, conoció a Shujaa en la cárcel. Era enfermera allí. Formaba parte de un movimiento que trataba de mejorar las condiciones en las cárceles. Colaboró en sacar a Shujaa de prisión en 1981, y comenzaron una vida juntos, sin saber muy bien qué esperar el uno del otro. Dejaron atrás California y, 35 años después, tienen tres hijos y seis nietos. Viven en una acogedora casa en Maryland, reflejo de su personalidad: un póster de Gerónimo, un retrato del Che Guevara, un eslogan de Martin Luther King… Es hora de cenar y hay jaleo. La mesa se cubre con papel de periódico. La familia se sienta a comer cangrejos al estilo sureño, con mantequilla líquida y mucho picante. Celebran el día del padre.
Los hijos recuerdan a carcajadas el día en que su padre les contó cómo conoció a su madre: “Solíamos besarnos entre rejas. Ella me traía burritos para comer…”. Phyllis explica que no fue una historia de Hollywood: les mantiene unidos su activismo político y social. Ha habido momentos difíciles, añaden: cuando Shujaa, de pronto, y sin causa aparente, dejaba de hablarles. “Nada que objetar”, dice Cokie, la hija mediana. “Es un héroe para nosotros”. Jabari, el pequeño, lleva el rostro de su padre tatuado en el brazo.
Anochece ahí fuera. Brillan luciérnagas en el jardín trasero del que se ocupa Shujaa: desde que fue liberado solo ha trabajado como jardinero. Aunque creció en las plantaciones de algodón de Luisiana, se mudó siendo un niño con su familia a South Central, uno de los barrios más conflictivos de Los Ángeles, escenario de graves disturbios en los años sesenta. Cuando el doctor King, Malcolm X o los Panteras Negras peleaban, cada cual a su manera, por los derechos de los negros. Al poco de llegar, Shujaa se metió en problemas: bandas callejeras, robo de coches, reyertas.
La policía le detuvo por primera vez con 15 años. Pasó la adolescencia entrando y saliendo de reformatorios. A los 18, ingresó por primera vez en prisión por un robo del que era “totalmente culpable”. Allí se dedicó a leer, a escribir, a estudiar: “Empecé a cambiar, a condenar mi pasado. Me uní a un movimiento que peleaba por los derechos de los presos, la justicia social y la educación”. Participó en huelgas de hambre y protestas, sufrió cambios de prisión y celdas de aislamiento (pasó hasta 15 meses en solitario). Un día, en una revuelta en la cárcel de Stockton (California), un guardia fue asesinado. A Shujaa lo acusaron de liderar el motín. Fue condenado a muerte y enviado a San Quintín. Pasó 11 años en prisión, 8 en el corredor.
En el televisor vibra la final de la NBA y LeBron James vuela sobre la canasta con un tapón imposible. Reina un ambiente entrañable en el salón. Uno de los nietos saca una tarta de manzana recién hecha. El final perfecto para un día que ha comenzado con béisbol: la familia se ha juntado para ver a Jabari, el hijo menor, batear con su equipo de toda la vida. Shujaa no se pierde un partido. Suele sentarse en el banquillo y no calla un minuto: “Vamos, hijo. Hay que pelear. A eso hemos venido. ¡A pelear!”.
LA NACION/EL PAIS