El espíritu de Luis XIV

El espíritu de Luis XIV

Por Luis Alberto Romero
El Estado soy yo.” La conocida frase, atribuida a Luis XIV, se usa con frecuencia para caracterizar críticamente el estilo presidencial imperante en la Argentina. Es común indicar con ella el extremo de la arbitrariedad y el autoritarismo, en un relato de la historia focalizado en la libertad de los individuos y de la sociedad. Pero la frase puede ser ubicada dentro de otros problemas, más afines con el Rey Sol y sus circunstancias. Se trata de la historia del Estado. Hay una traducción más ajustada a ese sentido: “Yo soy el Estado”; no soy una persona singular, sino la encarnación del Estado. Se trata de un sentido hoy pleno de significación: paradójicamente, sería deseable que nuestros gobernantes se parecieran más a Luis XIV.
Los Estados modernos surgieron como una prolongación de las monarquías. Al principio el patrimonio real no se diferenciaba del personal: los reyes solían dividir los territorios de su reino entre sus hijos, como parte de la herencia. Los reinos, entendidos como unidades territoriales relativamente estables, consistían en acuerdos entre el rey y otros grandes señores. En el Medioevo, el poder de los reyes de Francia, por caso, se ejercía plenamente en la parte del reino que era su patrimonio familiar -la Isla de Francia-, pero en el resto estaba condicionado por los derechos de las regiones, de los estamentos, de las ciudades y hasta de los gremios, por no hablar de la Iglesia. Subordinados a sus reyes de manera genérica, príncipes, duques y obispos administraban justicia, cobraban impuestos y acuñaban moneda.
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La empresa plurisecular de la monarquía consistió en construir el Estado. Para ello debieron someter a los poderes subordinados y extender a sus territorios la justicia real, el derecho, el fisco, la administración y los demás atributos del Estado. En torno de la persona de los reyes se construyó el poder despersonalizado del Estado. Para robustecer su autoridad, y colocarse por encima de sus vasallos y súbditos, los reyes construyeron un relato. Alegaron que Dios les había encomendado la tarea de gobernar y mostraron su divinidad, por ejemplo, curando enfermos. Pero apelaron a muchos otros recursos. En el reinado de Luis XIV, un equipo encabezado por su ministro Colbert se consagró a construir la imagen de un rey que parecía un superhéroe contemporáneo: guerrero, protector de los pobres, pensador, padre de familia, amante. Una multitud de pintores, escultores, arquitectos, filósofos y autores teatrales giraba en torno de ese taller de la imagen, cuya pericia profesional hoy nos admira.
Parte de esa campaña fue la proclamación de su poder absoluto. Conviene no engañarse con las palabras: era poca cosa, comparado con el de cualquier presidente del siglo XX. La autoridad del Rey Sol debía amoldarse a las costumbres y los usos de cada región. También lo limitaban las carencias financieras o la eficiencia de su burocracia. Finalmente, los tribunales judiciales encontraron la forma de opinar sobre cada una de sus decisiones, y en algunos casos vetarlas. Cuanto más absolutos se proclamaban, más evidentes eran las limitaciones de estos reyes, aun a los ojos de sus contemporáneos. Los reyes más conscientes empeñaron su vida en superar esas limitaciones y construir la autoridad de un Estado que iba mucho más allá de su persona. En ese sentido, Luis XIV pudo decir que él no era un individuo singular, sino la imagen del Estado que construía: yo no soy nada más que el Estado. De hecho, lo escribió en su notable Memoria sobre el arte de gobernar.
A mediados del siglo XIX, Alexis de Tocqueville -admirado por Sarmiento- señaló la continuidad de la larga historia del Estado francés, uniendo en su explicación a Luis XIV con Luis Napoleón Bonaparte, por entonces emperador de Francia. Un mismo proceso vinculaba el Antiguo Régimen y el mundo inaugurado por la Revolución. Los historiadores han prolongado esa historia hasta llegar a De Gaulle o Mitterrand. En este aspecto específico, la república siguió los pasos de la monarquía. El largo desarrollo del Estado consistió, por ejemplo, en la homogeneización jurídica de la sociedad, y en la creación de una ley igual para todos, que es el presupuesto de la fórmula de la igualdad ante la ley. Tal fue la prodigiosa tarea codificadora del siglo XIX, que marchó en un sentido similar al de Luis XIV.
La homogeneidad jurídica fue parte de un proceso más complejo de penetración del Estado en cada uno de los intersticios de la vida social. Desde la época de Luis XIV, ese avance generó preocupaciones, pues se advertía una amenaza a la libertad de los individuos y de la sociedad. Controlar el poder del Estado ha sido desde entonces el meollo del pensamiento liberal, que esgrimió frente a él dos argumentos: derechos humanos inalienables, superiores a cualquier contrato político, y un gobierno republicano, basado en la división de poderes. Limitar el poder y fragmentarlo. Todo ello garantizado por la ley soberana, colocada más allá de la voluntad de los gobernantes.
En verdad, la historia les ha dado la razón acabadamente, si se piensa en los infinitos ejemplos de abusos del poder, desde el jacobinismo hasta Corea del Norte. El Estado puede ser peligroso y mortífero. Pero hay otro aspecto de la cuestión. Sólo el Estado puede construir la legalidad. Sin él, no existe el Estado de Derecho ni la soberanía de la ley. Sólo el Estado puede construir los controles que limitan las potestades de los gobiernos. No siempre lo hace, pero sin Estado, no hay límites para los gobiernos despóticos. Sin Estado no hay república. No es una condición suficiente, pero sí necesaria.
Esto es particularmente importante en el caso de los gobiernos democráticos. Desde la Revolución Francesa, la antigua legitimidad de derecho divino, la de Luis XIV, fue reemplazada por otra, fundada en la voluntad del pueblo. No es un pueblo tangible, sino un pueblo alegado, proclamado, cuya voluntad sólo podemos interpretar de modo aproximado.
Se trata de una legitimidad infinitamente más potente e ilimitada que las anteriores. En un mundo de cristianos, se podía apelar a la palabra de Dios o a las leyes naturales para enfrentar el despotismo de los reyes de derecho divino. Así lo hicieron los ingleses en el siglo XVII. ¿Qué se puede argumentar, en un mundo tan secularizado como el nuestro, frente a quienes actúan en nombre de la voluntad del pueblo? ¿Qué decir a quien esgrime, como prueba de ello, una plaza aclamante o una votación contundente? ¿Cómo puede limitarse -se preguntaba Tocqueville- la tiranía de la mitad más uno? Sólo con la ley, la república y el Estado, que son voluntad popular coagulada y solidificada, puesta por encima de las decisiones azarosas de mayorías ocasionales.
En el siglo XX sobran ejemplos de gobiernos que alegaron, con buenos argumentos, expresar la voluntad popular, y que pasaron por encima de la ley y las instituciones, con resultados luego juzgados espantosos. Un gobierno que decide apartarse de la ley puede utilizar las múltiples herramientas del Estado para producir plazas unánimes y mayorías electorales contundentes. De allí la importancia de reforzar el Estado, entendido como una institución diferente de los gobiernos, anterior y posterior a ellos. Corresponde al Estado limitar a los gobiernos.
Nuestros gobernantes van por el otro camino: el gobierno manipula al Estado. Lo utiliza libremente para expandir su poder. Lo destruye. Por otra parte, el caos de un Estado subvertido sirve para justificar el gobierno arbitrario. Ojalá nuestros gobernantes encarnaran realmente el espíritu de la frase de Luis XIV. Ojalá aceptaran ser sólo la manifestación transitoria del Estado y -como el Rey Sol- quisieran ser sus servidores. Pero me temo que prefieran otros modelos -abundan en su propia historia-, y que en tren de elegir frases apócrifas, prefieren aquella otra, atribuida a Luis XV, que reinó en Francia un poco antes de que estallara la Revolución: “Después de mí, el diluvio”.
LA NACION