Algunos apelativos aplicados al caballo

Algunos apelativos aplicados al caballo

Por Fernando Sánchez Zinny
Para un conocedor que más se recomienda por el afecto que por la sistematización, las dudas tienen carácter de advertencias; por ejemplo a propósito de la expresión “caballo patrio” –o “patrio”, a secas– con que se designa a ese ilustre protagonista de nuestras guerras y hazañas, además animal maltratado, flaco, sufrido y a duras apenas apto. Era caballo del gobierno –”de la patria”–, en principio debido a habérselo hallado mostrenco o, por haber sido, durante época de levas, objeto de requisa, el pobre fue llamado, anteriormente y con el mismo significado desfavorable, “reyuno”, o sea, “del rey” y se lo identificaba mediante el corte de la punta de una oreja, y de ahí que también se lo conociera como “orejano”.
Mochada la oreja ya con eso se lo desfiguraba malamente, pero, en todo caso, se lo convertía en extremo ostensible. Por eso es que resulta curiosísima y desorientadora la anotación que al respecto contiene el Reglamento para Estancias, redactado por don Juan Manuel de Rosas hacia 1825: “Si algunos… cayesen a las estancias, y se ve que indudablemente son patrios, en este caso se echarán a la cría, y en ella estarán sin tocarse. Hasta que se presente algún soldado o algún oficial pidiendo auxilio; en cuyo caso se les dará de los patrios, pero sin decir que es patricio el caballo que se les da”.
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Aquí tenemos, además, la introducción de la palabra patricio en testimonio de la antigüedad en que eso fue escrito, cuando todavía subsistían las imprecisiones traídas por los fragores de la independencia; pero en cuanto a lo otro: si el soldado u oficial no se daría cuenta de que era un caballo patrio, ¿en qué quedamos con lo de la oreja?, punto oscuro cuya elucidación dejamos a gente de más luengo saber.
Extrañeza añadida es que indefectiblemente, lo de caballos patrios indica a uno no bueno, cuando en realidad –y por contagio con el entusiasmo de aquellos días–, el adjetivo se aplicaba con profusión a cosas grandes, notables y generosas, y de ahí la expresión hasta hoy subsistente de “patriada”.
En este caso no: el caballo patrio era siempre malo o mediocre y nadie reputaba discutible la afirmación usual de que las indiadas iban mejor montadas. Y a la sombra de ese apelativo se arrimaban otros muchos relativos a caballos: mancarrón –palabra afín a matalón y a jaca de los peninsulares– era también un caballo malo, pero mayormente por viejo. Bagual era el caballo arisco y “suelto”, pero que no llegaba al grado de salvajez del cimarrón, en tanto que “bagualón” era el sólo domado a medias.
Pingo tenía una connotación laudatoria y, asimismo, cariñosa y posesiva: “mi pingo”, en tanto que “flete” entrañaba admiración: “Son dos fletes soberanos”, se lee en Estanislao del Campo, y Ascasubi nos explica de alguien: “Pues en colmo de su dicha el flete era superior”.
Y hay muchos otros términos, por supuesto caídos hoy en total desuso. “Pasuco” se le decía al caballo cuya forma de andar se ajustaba al “sobrepaso”, instancia intermedia entre el paso y el trote. “Caballo ranchero” era el mañoso, empeñado en detenerse ante cada rancho como si tuviese deseos de descansar. En fin, “parejero” era el entrenado para correr carreras y “cadenero”, el animal de tiro.
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