18 Jan Una historia con humor negro
Por Débora Vázquez
Pushkin se lamentaba –“¡Qué triste es nuestra Rusia!”– ante los primeros capítulos de Almas muertas, la novela de Nikolai Gógol. No cabe duda de que si el padre de la literatura rusa pudiera reencarnar hoy en un escritor asiático, luego de leer el principio de El invisible, de Ge Fei, exclamaría: “¡Qué triste es nuestra China!”.
Esta novela corta, que en inglés se tradujo como The Invisibility Cloak, recuerda “El capote”, el relato de Gógol, y no sólo porque en su versión anglosajona el título incluye un abrigo, o porque el apellido del protagonista de Gógol significa “zapato” y el de Ge Fei trabaje en una zapatería, sino también por la mezcla de humor negro y crítica social que sintetiza la mirada lúcida de un hombre que vive al margen, sin ser marginal, ya sea un copista de San Petersburgo de mediados del siglo XIX o un fabricante de sistemas de audio en la Pekín actual.
El invisible, con traducción argentina de Miguel Ángel Petrecca, tiene la estructura de un cuento y cierta circularidad. El señor Cui termina su historia en la puerta de la casa del mismo cliente que había visitado al comenzar el relato. Ha transcurrido apenas un año entre las dos visitas, de un otoño al siguiente; sin embargo, salvo por la voz –esa voz que, con la confianza que presupone el voseo, le cuenta su vida a otro que parece no saber nada de él y permanece en el anonimato, como los lectores– todo en él ha cambiado.
Si se desconociera que Ge Fei tiene una intensa vida académica, se podría pensar que se está leyendo una autobiografía: al publicarse El invisible en 2012 Ge Fei tenía 48 años, la misma edad que el desafortunado señor Cui. Pero la realidad es que para crear este personaje el novelista chino se inspiró en un amigo, alguien capaz de vivir a contracorriente, alejado del auge del materialismo de los años noventa. Una persona que seguramente podría haber pensado, como el señor Cui: “La mayor parte de la sociedad ignora nuestra existencia. Nosotros, a su vez, ocultos en nuestro rincón oscuro, satisfechos con nuestra vida de hombres invisibles, tenemos razones más que suficientes para despreciar esta sociedad.”
Salvo por algunos chispazos de lirismo, por lo general asociados a las variaciones del clima, Ge Fei (1964) tiene una prosa coloquial. Se trata de una primera persona rabiosa que roza el resentimiento. Los principales dardos del narrador van dirigidos contra sus clientes, los pequeños y medianos empresarios (“Basta con mirar un instante a estos tipos forrados de dinero y absolutamente vacíos para darse cuenta de que no pueden tener nada que ver con algo puro como la música clásica”) y los intelectuales (“Mi experiencia de tratar con profesores universitarios me había enseñado que todas las personas con cierto saber tenían una facilidad increíble para hacerte sentir una basura”).
Por sus insistentes referencias a la cultura musical de Occidente y por su narrador, una especie de freak acechado por una amenaza abstracta, con encuentros sexuales algo sórdidos, la crítica anglosajona ha visto en El invisible un parentesco con la literatura de Haruki Murakami. Una apreciación atendible con algunas salvedades: la música sobre la que abunda Ge Fei no es el jazz; la amenaza que sobrevuela al señor Cui está más cerca del folklore que de la ciencia ficción, y sus peculiares relaciones eróticas son bastante menos frecuentes que las que suceden en las novelas del japonés, tal vez porque Ge Fei, al igual que su admirado Borges, es más pudoroso.
Con menos nostalgia que cinismo, el narrador de El invisible es capaz de remontar su vida entera a través de precisas digresiones que va incrustando en la cronología del relato. A la muerte temprana del padre, el enamoramiento de una mujer infiel y la traición del mejor amigo, se suma la mezquindad de una hermana que busca echarlo del departamento en el que vive. Al borde de ese precipicio existencial, el señor Cui recibe una propuesta indecente: fabricar para un mafioso el mejor sistema de sonido del mundo. A partir de entonces la vena fantástica recrudece y se desliza, hacia el final, en una suerte de laberinto donde una cara lleva a una película; la suite de un compositor romántico, a un pianista y la ejecución de Pascal Rogé, a una sensación: “El sonido del piano es como si viniera a través de una niebla. No me refiero a una niebla que tape todo el cielo, sino a una de esas nieblas tenues que son como un velo”.
LA NACION