05 Jan ¿Pueden los transgénicos salvar el planeta?
Por Jordi Pérez Colomé
Tony Granell lleva 15 años dedicado al tomate. Biólogo molecular del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en Valencia, trabaja en un despacho desordenado dentro de un laboratorio. Persigue el secreto del sabor del tomate. En 2012, descubrió un gen que hacía que uno de ellos fuera más dulce. Ahora ha encontrado la combinación de genes que presuntamente regulan su sabor.
Granell desgrana los secretos del tomate. ¿Por qué ha empeorado su sabor? Entre 1961 y 2009, su producción mundial se multiplicó por más de cinco, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Ese inmenso crecimiento tenía que basarse en un modelo agrícola de producción estable: más kilos, mayor resistencia a las enfermedades y una maduración más lenta para trasladar el fruto a miles de kilómetros de distancia. Las variedades tradicionales no ofrecían sin embargo estas ventajas. Para conseguirlas, el proceso de mejora consistía en cruzar las variedades de siempre con otras de mayor rendimiento y resistencia. El origen del tomate está en América, y allí conserva familiares silvestres. La esperanza era que, tras los cruces, el tomate bueno retuviera solo el gen de la resistencia y desechara el resto. “Pero no es eso lo que ocurre. El gen resistente se queda con sus colegas en la mayoría de casos”, dice Granell. “Y la variedad definitiva incluye miles de genes de la silvestre”.
Los agricultores del tomate han vivido un dilema. Podían optar por una producción variable, por culpa de las enfermedades y con ejemplares más pequeños y desiguales, o por una producción fija, con un tamaño regular que facilita la recolecta y el empaquetado. Cuando un agricultor consultaba qué hacer con su especie autóctona, Granell le advertía de los cruces con otras variedades: “Representan la posibilidad de ampliar el negocio, pero también de perder una modalidad”. Antoni Granell trabaja con otro biólogo molecular, Diego Orzáez. Entre los dos han creado un tomate con más antioxidantes, con propiedades involucradas en la prevención del cáncer. Es un tomate oscuro. Pero su aspecto por dentro es rojo. Los tomates mejorados de Granell y Orzáez se han concebido mediante edición de genes de tomates: a pesar de no ser técnicamente transgénicos, se les considera así porque se ha producido retoque de genes.
El primer transgénico comercializado de la historia fue justamente un tomate cuya maduración se quería alargar. Se vendió en 1994 en Estados Unidos y fue un fracaso. Sus creadores prometían conservar el sabor, pero la especie era mediocre. En 1996 empezó a comercializarse el maíz transgénico, que hoy sigue siendo el único cereal genéticamente modificado en el mercado. Dos decenios después, el uso de los transgénicos se ha extendido. Por un lado, se concibieron para crear plantas que resistieran a las plagas de forma que pudiera reducirse el uso de herbicidas y pesticidas químicos, a menudo peligrosos para la salud, y, por otro, lograr un mayor rendimiento de las cosechas, sobre todo de maíz, soja, colza y algodón.
Esta actividad plantea así soluciones al dilema que afronta un planeta cuya población crece a velocidad de vértigo. ¿Habrá alimentos para todos? La controversia entre la comunidad científica y los grupos ecologistas está servida. Para conseguir un transgénico hay que introducir un gen de un organismo en otro con el objeto de obtener un producto mejor, bien porque ofrezca una mayor resistencia contra los virus, viva con menos agua o produzca más antioxidantes. ¿Y cómo se crea? La historia de Leandro Peña es un buen ejemplo para entenderlo. Peña investigaba cítricos en Valencia. A mediados de los 2000, le llamaron de Brasil y Florida. La citricultura en esas dos regiones se enfrentaba a un enemigo que podía hundir el negocio para siempre: una bacteria asiática conocida como dragón amarillo. Nadie había sido capaz de pararlo. “La producción de cítricos en Florida prácticamente estaba desapareciendo”, dice Peña.
En uno de sus primeros viajes a Brasil, donde trabaja en estos momentos, alguien le explicó el caso de un campesino vietnamita que se había dado cuenta de que cuando sus mandarinas estaban plantadas junto a guayabas podía cosecharlas, pero cuando estaban con plátanos no se podían comer. “Viajé en 2009 a Vietnam para conocer a aquel agricultor”, recuerda Peña. “Era un abuelillo descalzo”. Había algo en la guayaba que ahuyentaba al insecto que transporta al dragón amarillo. Leandro Peña empezó por identificar los compuestos volátiles de la fruta. Para ello se encerró en su laboratorio: “Le poníamos guayaba y el bicho se marchaba rápidamente en busca de aire limpio”. Aislaron en otras plantas el gen que producía el mismo efecto repelente que la guayaba y lo introdujeron en un naranjo. El proceso ha durado más de ocho años y deberán pasar cinco más para conocer los resultados exactos. Al contrario que los tomates, los árboles frutales crecen con lentitud, y los experimentos con ellos se dilatan.
Aun así, no hay ninguna garantía de que la naranja con un gen que tiene el mismo efecto repelente que la guayaba sea un éxito. ¿Qué pasa si ese gen afecta al sabor o el olor de las naranjas? ¿O si atrae a otro bicho que en Vietnam no existía, pero sí en Brasil? Para minimizar el riesgo, Peña arrancó un proyecto paralelo con otra estrategia más común en transgénesis (el proceso de transferir genes de un organismo a otro): crear una nueva variedad de naranja con genes del insecto que transmite el dragón amarillo para que acabe con él cuando este llegue al árbol. Esta estrategia tiene la ventaja de que los genes del insecto afectan menos al sabor de la naranja. La tercera vía contra el dragón amarillo es la fumigación en masa.
Lejos de Brasil, en las afueras de Córdoba, el científico Francisco Barro ha conseguido un trigo sin gluten. Realiza su investigación en el Instituto de Agricultura Sostenible, un centro del CSIC. Barro, que investiga el trigo desde mediados de los noventa, cuando vivía en Reino Unido, tiene a su disposición un equipo y un laboratorio con estanterías de metal, una cámara y un pequeño invernadero para sus cultivos. Aquí ha conseguido reducir el gluten en el trigo hasta hacerlo desaparecer. El resultado consiste en un trigo transgénico que –a pesar de no tener gluten– sabe igual. Barro ha logrado en los últimos tres años plantar una hectárea, hacer harina y después pan sin gluten. También ha realizado pruebas en laboratorio con ratones. Su trabajo está en fase de experimentación clínica con humanos, que pretendía llevar a cabo en hospitales andaluces. Pero diversas plataformas contra los transgénicos llamaron a los centros sanitarios implicados en el experimento para advertirlos de las consecuencias. Francisco Barro se defiende: “No tenemos nada que esconder. Los ecologistas se han puesto en contacto con los hospitales, desde donde me han llamado un poco alterados. Esos grupos usan formas agresivas”. Algunos llamaron al Ministerio de Agricultura para averiguar dónde había plantado Barro su trigo transgénico. El ensayo clínico se llevará a cabo en el extranjero.
Si su proyecto saliera adelante, los celiacos y los sensibles al gluten podrían volver a comer pan. Ahora el pan para celiacos es poco saludable: “Se le añaden grasas de baja calidad, azúcares simples que disminuyen el valor nutricional del pan sin gluten”, dice Izaskun Martín Cabrejas, responsable de Seguridad Alimentaria de la Federación de Asociaciones de Celiacos. Martín Cabrejas admite que el uso comercial del trigo sin gluten es lejano. “Pero si se valida algún día, sería fantástico”. En Greenpeace no comparten esa visión. Creen que los celiacos tienen alternativas al gluten: “Hay solución a ese problema, por ejemplo una alimentación más diversificada”, dice Luis Ferreirim, responsable de agricultura de esa organización.
Si Barro tiene éxito, los consumidores verán por primera vez los beneficios reales de los transgénicos. Un caso similar será si se consiguen tomates más sabrosos o con antioxidantes. Una de las críticas que hacen los detractores de los transgénicos, que son peligrosos para la salud de los consumidores, se ha demostrado inconsistente. Ningún estudio científico ha detectado problemas de este tipo causados por transgénicos. Después de revisar los estudios que se han realizado a lo largo de 30 años, la National Academy of Sciences de Estados Unidos es taxativa: los alimentos procedentes de organismos modificados genéticamente son tan seguros como los procedentes de cultivos tradicionales. “No se han encontrado diferencias que impliquen un mayor riesgo de los transgénicos para la salud humana”, aseguraban los científicos en un reciente informe.
Pero en Greenpeace siguen sin estar convencidos: “Mientras no se demuestre que no tienen efectos a largo plazo, pedimos precaución”, asegura Luis Ferreirim. La comunidad científica tiene un problema con esa afirmación. Josep Casacuberta, científico del CSIC en Barcelona y vicepresidente del panel de transgénicos de la EFSA (Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria), explica: “Cuando te preguntan: ‘¿Puedes estar seguro de que nunca habrá efecto pernicioso para la salud?’. Tienes que decir que no. Nunca se sabe qué puede pasar en la escala evolutiva. Pero si te lo plantean de una manera distinta: ‘¿Crees que hay algún riesgo asociado?’. También tienes que decir que no”.
Pero así como la controversia sobre la seguridad de los alimentos transgénicos va quedando atrás, el otro punto de la polémica se mantiene. Los transgénicos nacieron, se decía, para salvar al mundo del hambre. Un día podrían cultivarse de todo en todas partes; las plagas ya no serían un problema; y harían falta menos agua y hectáreas de tierra. En 1985, Monsanto, multinacional estadounidense líder mundial en ingeniería genética de semillas y en la producción de herbicidas, lanzó una campaña sobre transgénicos con la foto de una planta de maíz en el desierto con este eslogan: “¿Es necesario un milagro para resolver los problemas del hambre?”. Luis Ferreirim, de Greenpeace, responde a esa pregunta 30 años después: “Los transgénicos no son la solución a los problemas que pretendían resolver”.
Los transgénicos no han resuelto el hambre en el mundo. Ni siquiera han logrado aumentar la producción de alimentos. Un análisis publicado recientemente en The New York Times desvelaba que el rendimiento de cultivos transgénicos de Estados Unidos y Canadá respecto a los países europeos no ha mejorado. Sus expectativas han quedado por debajo de lo anunciado. Pero no tiene por qué representar un cambio en la tendencia creciente. Un ejemplo del camino que se está recorriendo es el arroz dorado. El 30 de julio de 2000, la revista Time afirmaba en su portada: “Este arroz puede salvar a un millón de niños al año”. El “arroz dorado” producía vitamina A gracias a dos genes añadidos de maíz y narciso. Los déficits de vitamina A, que afecta a 250 millones de personas en los países en desarrollo, y que causa ceguera y mortalidad infantil, podrían suplirse con este producto transgénico. Al principio no funcionó: el nivel de vitamina A era insuficiente. Con los años, la variedad ha mejorado y ahora un bol de arroz dorado podría suponer el 60% de la vitamina A diaria que un niño necesita.
A pesar de esta promesa, el arroz dorado sigue sin estar disponible. Syngenta (la tercera compañía mundial en el mercado de las semillas agrícolas, recién adquirida por una empresa pública china) conservó los derechos de la patente solo para países desarrollados. La licencia para el resto del mundo está en manos del IRRI (Instituto Internacional de Investigación del Arroz) en Filipinas, pero el proyecto aún carece de todos los test preceptivos y de las licencias necesarias. En junio de este año, 109 premios Nobel –la mayoría de Física, Medicina y Química– firmaron una carta para exigir que se permitiera la investigación y el desarrollo del arroz dorado.
El destinatario principal de esa misiva era Greenpeace, que se opone rotundamente a su comercialización. Algunos grupos ecologistas han destruido en varias ocasiones distintos campos de cultivo de arroz dorado en Filipinas. “Hacemos un llamamiento a Greenpeace para que cese su campaña contra el arroz dorado, en concreto, y contra los cultivos de alimentos mejorados a través de la biotecnología en general”, pedían el centenar de Nobel. “¿Cuánta gente tiene que morir en todo el mundo antes de que consideremos esto como un crimen contra la humanidad?”.
“Para empezar”, dice Luis Ferreirim, de la organización ecologista, “podría ser que a través del arroz ya tuvieras tu cantidad de vitamina A y dejaras de consumir otros productos que te aportan otros nutrientes también necesarios”. Segundo, el arroz dorado sería una justificación más para la implantación de un modelo agrícola dominado por las multinacionales: “Y que nos lleva al borde del precipicio”.
Como ocurre con el trigo sin gluten, los tomates mejorados o el arroz dorado, si estos productos salen algún día al mercado la popularidad de los transgénicos crecerá. La población mundial rondará los 10.000 millones de personas en 2050. Los campos de cultivo serán entonces probablemente menores que hoy. Y el cambio climático provocará que la producción agrícola sea más inestable. “La transgenia es una herramienta poderosísima para obtener nuevas variedades”, incide el investigador Francisco Barro. Y en realidad el obstáculo principal para que algunos transgénicos lleguen al mercado es la legislación. “El desarrollo de un producto transgénico puede costar entre 100 y 150 millones de dólares, entre las etapas de investigación y los costes administrativos”, explica Fermín Azanza, director de grandes cultivos del Grupo Limagrain (una compañía productora de semillas para cultivos extensivos como maíz, girasol, cereal, algodón, colza y remolacha). “Cada nuevo transgénico debe pasar por ese proceso y solo las multinacionales son capaces de asumirlo”, añade Azanza. “Hoy nadie desarrolla un producto que no se pueda cultivar en Estados Unidos y no se pueda exportar a Europa, Japón o sureste asiático”.
Un campo sembrado es el polígono industrial de la naturaleza. “La diferencia conceptual entre una plantación de maíz y una fábrica de yogur es muy pequeña”, dice Josep Casacuberta. “Tomar conciencia de que un campo no tiene nada de natural es algo que la gente no quiere entender”, añade. La biodiversidad real está en el bosque, donde conviven cientos de especies. Un campo de cultivo es lo contrario: la supervivencia de una sola especie repetida miles de veces.
La agricultura ha usado técnicas insólitas para encontrar variedades que rindieran mejor en el campo. A mediados del siglo XX se ideó la mutagénesis, que suponía aplicar radiación a miles de semillas. Esta técnica, que continúa en vigor, ha dejado más de 3.000 variantes registradas. En una serie de entrevistas para este reportaje con siete biólogos moleculares españoles, su preocupación principal es no saber a qué atenerse con una tecnología (la transgénesis) que, sin ser la salvadora del mundo, ofrece muchas posibilidades para la humanidad. “La palabra transgénico impide que los beneficios de nuestro trabajo llegue a todos. Ahora nos autolimitamos”, dice el biólogo molecular Diego Orzáez.
La manipulación no se ha estancado en la transgénesis. Los científicos hoy pueden editar genes: coger un gen, reescribirlo y volverlo a colocar. Pueden también usar la tecnología Crispr/Cas9, que consigue retocar un gen en un proceso que se da también en la naturaleza, aunque con Crispr se escoge y en la naturaleza es completamente aleatorio. La precisión de estas tecnologías está a años luz de la mutagénesis, de mediados de siglo, aquella radiación a las semillas. Aquello era jugar a la lotería. Esto es jugar a la lotería sabiendo el número que va a tocar.
Todas estas novedades van a provocar serios problemas a los legisladores europeos: “El cambio que provoca la tecnología Crispr es que hoy puedes coger un tomate y ver si es transgénico. Con Crispr no podrás saberlo. El tomate es idéntico. ¿Por qué debes legislar distinto algo que es igual?”, dice Casacuberta.
La Unión Europea no ha dicho nada aún sobre Crispr. En Greenpeace están en contra de toda ingeniería genética. Será una batalla dura. Crispr tendrá algún día una aplicación en humanos. ¿Quién podrá defender que una tecnología que cura una enfermedad no puede aplicarse en un tomate?
LA NACION/EL PAIS