20 Jan El guardián de las pistas
Por Ariel Ruya
“El Flaco me puso Dogo como apodo, por los perros que protegían la entrada de los palacios de los faraones. Esos que tenían un cartelito en la entrada, que decía «acá no puede entrar nadie»”. El Dogo, en realidad, es Carlos Martelitti, aunque no lo conoce casi nadie por su nombre y su apellido. El Flaco, en realidad, es Juan María Traverso, aunque muy pocos -casi nadie- recuerdan al ídolo de la velocidad por sus nombres. El Flaco necesitaba alguien que lo cuidara, que lo protegiera de la efervescencia que lo rodeaba, unos 25 años atrás, cuando volaba sobre la Fuego, cuando fumaba sin parar, cuando se disfrazaba de actor para alguna publicidad. “Me gustaban los fierros, pero no tenía idea lo que era una carrera”, recuerda el Dogo, de 60 años, asistente de Traverso y supervisor de las promotoras ayer, imprescindible jefe de seguridad hoy, ahora mismo, en el TC2000 primero, en el Super TC2000, tiempo después. Allí nació una amistad, allí nació una pasión.
Envasado en unos 100 kilos de peso y 1,80m de altura tapizados de docencia (“no hay que gritar, hay que prevenir”), solía contener al Flaco en las largas horas detrás de las pistas. Como un mediodía, cuando le preparó unos fideos con manteca y queso, un plato delicioso para ser saboreado a las 12.30 en punto. Traverso se demoró tanto que, cuando quiso devorarlo, escupió al cielo. “Vos no me cocinás nunca más en la vida”, le recriminó minutos antes de darle un abrazo. “¿Me das una manito?”, solía preguntarle. Y Martelitti, como siempre, no se resbala al pie del cañón. Es el comisario de la seguridad, el rescatista de emociones.
“El autódromo es mi lugar en el mundo”, define. Jueves, viernes, sábados y domingos, planifica, transpira, ordena. Es un trabajo en equipo: mientras los pilotos corren, los fanáticos deben estar del otro lado del mostrador, detrás del alambrado. Desde el locutor, hasta las promotoras y el último alfiler, cada instrumento debe estar en su zona; ni un paso adelante. Se trata de la seguridad: un valor imprescindible en el mundo motor. “Cuando toco el pito rojo, la gente se asusta y se corre. El día que lo pierda, me retiro”, bromea. El silbato se lo regaló Estela, el amor de su vida, aquella juvenil excusa perfecta para encontrarse con los jóvenes “de la barra”; una historia de vino y rosas de siete años de novios y 35 de casados. Tres hijos y miles de kilómetros de distancia, con los fines de semana tan lejos de casa. “La receta del matrimonio la tiene ella, que me aguanta. Las carreras me ayudaron a seguir casado, lo bueno es que no soy el jefe de seguridad en mi casa.”, esgrime, con carcajada incluida.
Cada competencia es un mundo aparte. Carlos puede tener a cargo, según el circuito, hasta a 80 personas en un fin de semana. Una pasión riesgosa. “Mi trabajo es cuidar a la gente. Las carreras en sí no son peligrosas, pero hay que tener cuidado. Nunca, pero nunca hay que perder el control. Seré un loco, no sé, pero me sigue gustando”, exclama el encargado de los pilotos, del público, del parque y de hasta los repuestos de los neumáticos. No disfruta de los tiempos libres: llega a la ciudad y corre al autódromo. Siempre, a las 6.30 arriba, esté en donde esté. “Sólo me gusta comer bien. De cada autódromo, sé exactamente dónde se puede ir a cenar rico”, resume.
Toca madera: nunca debió lamentar un serio accidente. Una vez, le bajó la presión en Potrero de los Funes, una anécdota en la que acabó en la comisaría. “No me acuerdo mucho”, se ríe. En una patria de obsesiones deportivas, los autos no se embarran de balones violentos. “Acá hay hinchas de cada marca, es cierto. Hay mucha garra, mucha locura, pero no hay barras como en el fútbol. No se agrede ni se grita”, advierte el hombre que no puede vivir de un solo laburo, como tantos otros. Atiende, cada vez que puede, la perfumería familiar que descansa en Gaona y Terrero desde hace unos 35 años.
“El Flaco no era un tipo duro: sigue siendo un hombre maravilloso”, insiste Dogo, dócil, amable y simpático, que desmiente el apodo de un sabueso guardián y temible. Víctor Rosso, piloto en la nostalgia y dirigente en la modernidad, lo define con destreza. “El Dogo no se va a retirar nunca. Un día, solamente va a apagar la luz y va a tirar la llave”, resume. Tal vez, así sea. A cara de perro, con la seguridad -y simpatía- de siempre.
LA NACION