25 Dec La tarea de evitar que el mundo cambie para peor
Por Santiago Cantón
“La cuestión social de hoy es sólo una brisa suave que sacude algunas hojas, pero muy pronto se va a convertir en un huracán.” Con esa frase, el primer ministro de Gran Bretaña Benjamin Disraeli resumía la realidad de la Europa que surgía de una Revolución Industrial cargada de desigualdades. La cuestión social movilizaría el siglo XIX, de la mano del socialismo, los radicales y los liberales. El orden conservador creado en 1815 y sostenido por las bayonetas del canciller austríaco Klemens von Metternich se derrumbaba lentamente. El eje común de las revoluciones que sacudían a Europa era el reclamo por la pobreza y el nacionalismo. Luego de décadas, finalmente la brisa se transformó en huracán. El año fue 1848 y quedó grabado en el lenguaje italiano como un vero quarantotto, para significar un verdadero desastre.
Los revolucionarios de 1848 tuvieron sus éxitos y sus fracasos. Pero los reclamos políticos y sociales, que se enfrentaron al orden conservador y opresor de Metternich, sentaron las bases para el florecimiento europeo del constitucionalismo, la democracia, los derechos civiles, políticos y sociales, la abolición de la servidumbre feudal y la participación en política de mujeres y trabajadores.
Y con la maldición del eterno retorno de la historia, la misma combinación de pobreza y nacionalismo está nuevamente transformando la brisa en huracán. Si bien por ahora la revolución es con votos y no con bayonetas, no deja de representar un cambio revolucionario. La coctelera -sin distinguir entre causa y efecto- que mezcla globalización, armamentismo, revolución tecnológica, pobreza, desigualdad, Torres Gemelas, lucha contra el terrorismo y calentamiento global alimenta un nacionalismo aislacionista que ha pasado de ser una pequeña nota de color escondida en las últimas páginas del diario a ser la nota principal de la primera plana. El avance de la ultraderecha europea es un hecho incuestionable. Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, recientemente se refirió a esta nueva realidad como un “populismo galopante” de derecha. Al Brexit de Gran Bretaña y a los avances en Francia, Italia, Austria, Alemania, Suecia, Holanda, etc. se sumó el triunfo de Trump en los Estados Unidos. El mundo ya cambió y no es para bien.
Pero, a diferencia de 1848, el problema más grave con la revolución actual es que el orden internacional que se busca revertir no es el orden conservador, militarista y opresor de Metternich, sino el Estado de Derecho y de Bienestar internacional que durante casi 70 años fortaleció los derechos de los individuos y especialmente de los sectores más vulnerables como nunca antes en la historia de la humanidad. La arquitectura internacional construida sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial fomentó un estado internacional de derecho orientado al desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, como dice el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas. La búsqueda de la paz, el progreso, la no discriminación y la igualdad de todas las naciones está en el ADN del mundo nacido en 1945. Ésos son los valores que están en juego por el avance del nacionalismo aislacionista.
Si bien es cierto que era urgente modificar el orden político y económico surgido de las conferencias de Yalta, Dumbarton Oaks y Bretton Woods hace 70 años, para adecuarlo a los nuevos desafíos del mundo multipolar y globalizado, el orden internacional que está surgiendo del aislacionismo nacionalista pone en serio riesgo los grandes logros de siete décadas a favor de la paz, el diálogo y los derechos humanos. Muchas de las declaraciones de los líderes del nuevo movimiento de ultraderecha lamentablemente van en ese sentido. Los muros, el odio y el armamentismo matan la paz, el diálogo y los derechos humanos.
No debe haber dudas de que el triunfo del nacionalismo aislacionista representa un retroceso para los derechos humanos, individuales y colectivos, surgidos de la Declaración Universal y Americana de Derechos Humanos. Frente a este nuevo desafío, no podemos ser meros espectadores que ven transformarse la realidad como un hado ineludible. Hay que involucrarse para que el nuevo orden internacional que está gestándose no represente un retroceso del Estado de Derecho internacional que puso al individuo y a los más vulnerables como fin último del Estado.
Como Europa y Estados Unidos nos hielan el corazón -diría Machado-, América latina debe ser el motor para defender los principios y valores que están siendo cuestionados. América latina fue protagonista esencial en la construcción del mundo surgido después de la Segunda Guerra Mundial. Tenemos una historia de internacionalismo sólo comparable con el sistema europeo. América latina constituía el principal bloque de países que conformaban las Naciones Unidas y nuestros aportes a la Carta de la ONU y a las negociaciones y aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos fueron fundamentales. Actualmente somos la región del mundo más pacífica y democrática, tenemos recursos humanos y naturales, tenemos el mejor sistema de protección de derechos humanos supranacional; a nivel constitucional varios países reconocen los derechos humanos individuales y colectivos, y el nacionalismo, en general, se ha mantenido dentro de los limites del racionalismo. En definitiva, el aislacionismo es impensable en América latina y, por el contrario, la integración ha sido una constante de las relaciones interamericanas. Hace 190 años, en el Congreso Anfictiónico de Panamá ya comenzaba el proceso de integración de América latina y Bolívar auguraba en su discurso que el Congreso de Panamá se recordaría como “el plan de nuestras primeras alianzas, que trazará la marcha de nuestras relaciones con el universo”.
Si bien la última década y media de América latina se ha caracterizado más por las disputas que por los acuerdos, también es cierto que las diferencias que nos han dividido son cambios insignificantes en la escala musical, frente a la amenaza real de que el aislacionismo nacionalista nos cambie el director de orquesta, la orquesta, la partitura y el teatro.
En 1945, poco antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial, los países de América se reunieron en el Castillo de Chapultepec, México, para reorganizar las relaciones interamericanas frente al nuevo orden internacional que se estaba gestando. Hoy debemos hacer lo mismo para evitar que el huracán del aislacionismo derrumbe la arquitectura de diálogo, paz y derechos que se construyó durante siete décadas. No sólo es importante mantener la estructura jurídica, legal e institucional creada en América latina sobre la base de los valores de democracia y derechos humanos para beneficio de todos los latinoamericanos, sino también para que se constituya en un ejemplo mundial contra el aislacionismo, que no beneficia a nadie y perjudica especialmente a los más vulnerables. Después de todo, la mayoría del mundo se parece más a América latina que a Estados Unidos o Europa. La trayectoria internacional de la Argentina a favor del internacionalismo y de los derechos humanos nos debe llevar a ser protagonistas activos en el surgimiento de un nuevo orden internacional. Con el aislacionismo vamos a perder todos, pero también, como siempre, y porque la pobreza no es democrática, los sectores más vulnerables de nuestra sociedad son los que más van a perder. Hoy es preferible la brisa y tenemos la obligación de enfrentar el huracán.
LA NACION