07 Dec La avanzada sin límites del crowdfunding
Por Joseba Ebola
Un cartel que emula a esos viejos anuncios publicitarios de finales de los años cincuenta recibe al que llega de visita a las oficinas de Crowdcube, plataforma puntera de crowdfunding, en el norte de Londres. Sobre un fondo negro, con tipografías del siglo pasado y palabras en blanco y naranja, aparece impreso un mensaje nítido: Something incrowdible is hapenning. Algo incrowdible está ocurriendo.
Podría decirse que se trata de un mensaje voluntarista, hinchado, simplista. Pero basta con sumergirse en el mundo que se está creando en torno a los proyectos de financiación colectiva –eso es el crowdfunding, que en inglés viene de crowd (multitud) y funding (financiación)–, impulsados por ciudadanos que se enamoran de una idea y deciden apostar por ella, para encontrarse con toda una colección de historias y personajes que hacen honor a la etiqueta. Miles de proyectos que antes se quedaban en un cajón, anidando en la cabeza de un soñador, a la puerta de un banco que no otorgaba la financiación necesaria, encuentran ahora un camino.
Lo importante no es tener una buena idea. Lo importante es poder realizarla.
Para ello, uno puede pedir que le donen (crowdfunding de recompensa, el tradicional: usted aporta a un proyecto y le regalan una camiseta, o precompra a un precio especial una obra o artículo); que le presten (crowdlending, préstamo colectivo), o que inviertan en la idea y participen de la fiesta si hay bingo (crowdfunding de inversión, equity crowdfunding, inversión participativa). Todo ello está sucediendo a lo largo y ancho del planeta.
El crowdfunding, en español llamado micromecenazgo, viene duplicando sus dígitos de año en año desde 2012. Entonces se recaudaban en el mundo 2.700 millones de dólares por esta vía (2.450 millones de euros). La última cifra lanzada por la consultora Massolution, que recoge una estimación de 2015, calcula 34.400 millones de dólares (31.200 millones de euros), más del doble que en 2014. Los expertos señalan que estamos, simplemente, ante la punta del iceberg.
Ideas que nos cambian la vida, ideas que, ahí es nada, pretenden cambiar el mundo. El crowdfunding impulsa todo tipo de iniciativas y la de Laurence Kemball-Cook encierra un gran potencial transformador: iluminar las calles con la energía de nuestros pasos.
El día que nos recibe en las oficinas de su start-up, Pavegen, en Londres, cerca de Kings Cross, se muestra un poco nervioso: está a punto de cerrar una inversión de un millón de dólares en su proyecto.
Ingeniero de formación, diseñó a los 22 años una baldosa que recoge la energía cinética (creada a través del movimiento) para transformarla en vatios. Al principio nadie creía en ella. Nadie salvo él. Kemball-Cook, de 31 años, procede de una familia de emprendedores e inventores. Su bisabuelo, sir Basil Kemball-Cook, aristócrata e ingeniero, estuvo detrás del paso de los buques de la Royal Navy del carbón al petróleo. Su abuelo inventó una tecnología de detección de sonar para los barcos. Lo cuenta a toda velocidad. Con voz profunda y firme.
Sus baldosas, mullidas cuando uno apoya en ellas el pie, son ahora 200 veces más potentes que cuando puso en marcha un prototipo confeccionado con tablas de madera y cinta adhesiva. En julio del año pasado recaudó 1.903.400 libras (2.700 millones de euros) en una ronda de crowdfunding de inversión, fenómeno que está revolucionando la escena de los emprendedores tecnológicos y en la que Reino Unido es territorio de vanguardia. Hasta 1.474 inversores apostaron por su proyecto.
Pavegen ya sirve para iluminar un pasillo de la terminal 3 del aeropuerto de Heathrow. Para generar 10 horas de luz en el campo de fútbol de una favela de Río de Janeiro. Hay 200 instalaciones en marcha por todo el mundo. En 2009, contaba con 4 empleados. Ahora son 40.
“Creo que durante mucho tiempo ha habido barreras para que la gente pudiera transformar sus ideas en compañías de un millón de dólares que puedan cambiar el mundo”, asegura, con su mirada intensa. “Antes solo lo podían hacer los bancos, las firmas de capital riesgo, los business angels. La democratización de las finanzas es el movimiento más poderoso de la última década”.
El micromecenazgo, en realidad, no es tan nuevo. La primera campaña de este tipo fue una colecta para construir el pedestal sobre el que se sostiene la estatua de la Libertad en Nueva York y data de 1883. Pero nunca había resultado tan fácil, a golpe de clic. Internet y la tecnología lo han simplificado todo. El emprendedor tiene que hacer un buen vídeo en el que explique el proyecto, diseñar una buena campaña en redes sociales y esperar a que su idea triunfe.
Indiegogo y Kickstarter, nacidas en 2007 la primera y en 2009 la segunda, son las compañías que lo cambiaron todo. Ambas se han centrado hasta ahora en la modalidad de recompensa, la tradicional. “El crowdfunding ha facilitado que miles de emprendedores pudieran crear su proyecto”, dice orgulloso y con aplomo, en conversación telefónica desde Silicon Valley, David Mandelbrot, consejero delegado de Indiegogo. “Ha permitido que las comunidades decidan”. Cuando se le pregunta cuál ha sido el proyecto más asombroso que ha alumbrado su plataforma, no duda un segundo: Flow Hive.
La idea de Cedar Anderson y su padre es de las que crean olas. Pertenecientes a una estirpe de apicultores australianos, diseñaron un panal más fácil de manejar (aunque existe una patente española muy similar). Colocado en posición vertical, en vez de la clásica horizontal. Con un sistema para poder desbloquear fácilmente las celdas una vez las abejas las han llenado de miel. Con un mecanismo que permite recoge el néctar que cae, mansamente, gracias a la fuerza de la gravedad, directo a un bote al pie del panal. Así de sencillo. Así de complicado. Las abejas, asegura Anderson, no lo sufren. Adiós a los picotazos durante la colecta. Adiós a los trajes de protección blancos.
Cedar siempre fue un manitas, siempre ha andado inventando cosas. Le llevó varios meses confeccionar un prototipo. Y, en cuanto lo tuvo, apostó por el crowdfunding para empezar a fabricar. El vídeo que colgó para presentar el invento en Indiegogo obtuvo un millón de visionados en apenas 30 horas. Hay ideas que deslumbran a la primera.
Pidió 70.000 dólares (63.500 euros) en la campaña, en febrero de 2015. Consiguió casi 12 millones de euros. Sí: el 17.380% de la cantidad demandada. Apicultores de todo el mundo contribuyeron precomprando su panal. El fenómeno no estuvo exento de polémica: despertó críticas entre los defensores del desarrollo rural y de las profesiones artesanales.
En conversación vía Skype desde casa de su hermana, cerca de Melbourne, y tras relatar su historia, el pelirrojo Cedar Anderson –sudadera verde, gafas de sol sujetando el pelo– cuenta cómo le ha cambiado la vida. La empresa pasó de tener 2 empleados (él y su padre) a contar con 38. Ha vendido 35.000 panales en 140 países (unos 100, en España). “Al principio me decían que esto no funcionaría, que el crowdfunding es para productos como los teléfonos móviles, las impresoras 3D. Y yo les dije: ‘¿Sabéis qué?, que lo haré de todas formas”.
Este antiguo instructor de parapente que alquilaba un cobertizo con paredes metálicas y suelo de cemento ha acabado comprándose la parcela del cobertizo y allí se ha hecho una casa. “El poder del crowdfunding es increíble”, dice, “te conecta directamente con la gente. No hay sistema, ni Gobierno, ni tienda que interfiera. Es muy sencillo: ¿te gusta lo que hago? ¿Quieres ser parte de ello? Pues adelante”.
La de Flow Hive está entre las 10 campañas más exitosas de la historia del crowdfunding. En esa lista se cuelan iniciativas que han capturado el imaginario público, como Star Citizen, un videojuego (tienen mucho tirón, este recaudó casi 110 millones de euros); la mítica campaña de Pebble, el reloj inteligente que reunió más de 27 millones de euros en dos rondas, y la de Elio Motors, un coche de tres ruedas cuyo precio de salida es de unos 6.100 euros.
Ideas geniales, ideas creativas, ideas aparentemente sencillas. Así fue la de la irlandesa Jane ni Dhulchaointigh. Llevaba seis años estudiando diseño en Londres cuando vivió su momento eureka. Mientras experimentaba con nuevos materiales, imaginó una plastilina que sirviera de pegamento. Algo que se pudiera moldear, que quedara fijado una vez moldeado, que sirviera para reparar cosas. Las primeras pruebas que hizo le sirvieron para arreglar el friegaplatos del piso que compartía con otros dos estudiantes en el barrio de Notting Hill.
Le fastidia la cultura de usar y tirar, procede de una familia “poco materialista”. Lo cuenta con esa mirada de mujer soñadora que sonríe a la vida –y a la que la vida ha sonreído– en su fábrica de Hackney, en el este de Londres. Más de 110.000 euros aportados por un inversor privado, un vídeo que se hizo viral y una comunidad de seguidores que se volvieron locos con el invento hicieron que los 1.000 paquetes que había hecho a mano –en un viejo almacén de Bethnal Green al que le faltaba una ventana– se vendieran en apenas seis horas.
La gente empezó a imaginar nuevos usos para esa plastilina. Compartía sus experimentos con fotos y vídeos en la web de Sugru. El poder de la comunidad.
En 2014 decidió ofrecer una parte del capital de la empresa. “Nuestra activa comunidad de clientes podía ser recompensada por su compromiso con el proyecto”. Las participaciones se vendieron en cuatro días. Recaudó 3.388.150 libras (unos 4,3 millones de euros de entonces) entre inversores procedentes de 68 países. “Hacer una campaña de crowdfunding es como tirarte desde un precipicio y hacerlo en público”, explica Ni Dhulchaointigh, de 37 años. “Y un fracaso en público es lo peor”. El dinero recaudado le ha servido para construir un equipo de ventas, uno de marketing, reforzar el gabinete creativo y abrir una fábrica en México. Ha vendido 840.000 paquetes de Sugru en el mundo.
El micromecenazgo permite involucrar a otros. Pone en marcha ideas de las que la gente se siente parte. “De pronto tienes devotos comprometidos con tu producto”, dice sin vacilar, en medio de sus viñedos en el condado de Kent, Frazer Thompson, un exejecutivo de Heineken que abrazó el sueño de hacerle la competencia al mismísimo champán francés desde esta zona conocida como el jardín de Inglaterra. Thompson, de 57 años, se pasea entre sus fincas al atardecer. El crowdfunding (recaudó 4,5 millones de euros a través de la plataforma Seedrs) le ha permitido expandir su negocio y doblar el valor en Bolsa de las acciones de su compañía, Chapel Down. Ha pasado de vender 25.000 botellas (a un precio de casi 6 euros) a facturar 250.000 el año pasado (a 24 euros).
El ejército de devotos a veces crece tanto que los emprendedores no pueden afrontar la avalancha de peticiones. Algo así ha ocurrido con el juego de mesa (que no de rol) HeroQuest, proyecto polémico, récord de crowdfunding español (más de 680.000 euros), cuyos responsables no han podido hacer frente (siguen trabajando en ello) a la entrega de las recompensas prometidas, según cuenta Gregorio López-Triviño, fundador de la plataforma Lánzanos, a través de la cual se emitió la campaña. El récord mundial de crowdfunding lo detenta DAO, un fondo de inversión automatizado, descrito como paradigma de un nuevo tipo de organización económica, que reunió más de 150 millones de euros y vive momentos difíciles por algunas de las brechas de seguridad que se le han detectado.
El crowdfunding no está exento de problemas. De hecho, el 8% de proyectos, según cuenta un miembro histórico del sector en España, no entrega recompensas. También se han dado casos de estafas. Y en España ya se ha producido una primera sentencia firme del año 2013 contra una plataforma, AUAmusic, a la que un mecenas demandó por no haber recibido su recompensa, según cuenta la página universocrowdfunding.com.
Además, las iniciativas que triunfan en la web no siempre son las más deseables. Los proyectos de ciencia que tienen éxito no siempre son los más necesarios, sino los más populares en la Red. El crowdfunding cubre huecos, pero los poderes públicos no deberían ignorar sus responsabilidades.
Con todo, la inversión participativa y el préstamo colectivo (crowdlending) son dos tendencias imparables. “Las nuevas empresas tecnológicas empiezan a dejar de ir al banco para pedir dinero: 500 personas les prestan y se convierten, además, en sus futuros clientes”, explica Ángel González, consultor, fundador de la web Universo Crowdfunding y español que forma parte del comité de 25 expertos que asesoran a la Comunidad Europea acerca del micromecenazgo. Cuando se le pide que mencione un proyecto que haya destacado en España, lo tiene claro: el 15MpaRato, que centró sus esfuerzos en sentar en el banquillo al expresidente de Bankia Rodrigo Rato. El crowdfunding también sirve para mover iniciativas de carácter político: Ciudadanos y Podemos han recurrido a él.
Goteo, la plataforma que lanzó 15MpaRato, se colapsó en aquellos primeros balbuceos del micromecenazgo en España, en junio de 2012. Por medio de aportaciones de 965 personas, reunió 18.359 euros (de los 15.000 que se solicitaban). “Nosotros defendemos que quien aporta debe ser accionista”, sostiene Simona Levi, fundadora de 15MpaRato. “El crowdfunding con posibilidad de accionariado es el futuro, significa poner poder democrático en manos de la gente para construir la economía de un país”.
Reino Unido se ha convertido en avanzadilla de lo que está por venir en el campo de la inversión participativa. El 81% del llamado Mercado Alternativo de Finanzas europeo (que engloba las tres modalidades de micromecenazgo y otras variaciones financieras) se encuentra en territorio británico. Tiene desde 2012 una legislación muy avanzada (eliminación de barreras a la inversión de los ciudadanos de a pie, ventajas fiscales). En España, la ley que lo permite no se aprobó hasta mayo de 2015. Miguel Moya, presidente de la Asociación Española de Crowdfunding, reclama menos límites porque “no puede ser que el Estado decida qué puede hacer cada cual con su dinero”. En EE UU no se reguló hasta el pasado mayo.
Una columna negra instalada en medio de la oficina londinense de Crowdcube, plataforma de crowdfunding de inversión, ejemplifica la capacidad recaudatoria que está teniendo esta modalidad en Reino Unido. Anotados a tiza están todos los proyectos en los que se ha conseguido superar la barrera del millón de libras de recaudación: Just Park (aparcamiento colaborativo, compartiendo espacios), GoHenry (tarjeta de crédito para dinero de bolsillo destinada a los niños que pretende inculcarles buenos hábitos), POD Point (red para recargar coches eléctricos en la ciudad)… La lista va del suelo hasta el techo. Son 49 los proyectos que han superado ya el millón.
Luke Lang, fundador y consejero delegado de la compañía, nacido en Devon en 1978, con su barba de tres días, su camiseta de manga larga azul y sus vaqueros, es uno de los hombres que están revolucionando el modelo tradicional de inversión. Esta compañía que fundó en 2011 junto a su socio Darren Westlake ya ha contribuido a poner en marcha 450 negocios a lo largo y ancho de Europa, canalizando unos 220 millones de euros a través de 300.000 inversores. Cualquiera puede invertir en un proyecto en Reino Unido, desde 10 euros. En España, con una legislación más restrictiva, un inversor no acreditado, un ciudadano corriente, no puede invertir más de 3.000 euros por proyecto.
La inversión participativa, hay que tenerlo en cuenta, ofrece riesgos. Hay start-ups que hacen mucho ruido y luego quedan en nada. El crowdfunding de inversión precisa de un capital paciente, no especulativo y que no espere un pelotazo instantáneo (como bien dice José Moncada, de la plataforma La Bolsa Social). El dinero invertido suele dar réditos a medio-largo plazo, cuando la empresa decide que es momento de repartir dividendos.
Lang dice que su plataforma está sirviendo para poner en marcha compañías que desafían a los negocios tradicionales: “La industria bancaria está siendo muy lenta en su reacción. No será como la fábula de David y Goliat, y no creo que vaya a ser derrotada por una piedra. Pero sí por una muerte por un millar de cortes, como una tortura china”.
La plataforma de Crowdcube se colapsó el día en que la campaña de Monzo salió al aire. El proyecto encabezado por Tom Blomfield, un banco que funciona a través de una app, consiguió recaudar un millón de libras (1, 2 millones de euros al cambio actual) en tan solo 96 segundos. “La clave es la idea de la creación conjunta”, afirma Blomfield, de 31 años, banquero inusual, con sus vaqueros negros, su camisa a cuadros y sus curtidas zapatillas All Star. Un sostenido trabajo para crear una comunidad hizo que 1.861 inversores estuvieran pendientes de darle al botón de manera sincronizada en cuanto se abrió la veda.
Mientras el micromecenazgo de inversión gana terreno, plataformas como Kickstarter se atienen a la pureza del crowdfunding de recompensa. “Con nosotros, la gente contribuye porque el proyecto le gusta, no por el dinero”, dice en conversación telefónica desde Nueva York Yancey Strickler, consejero delegado de Kickstarter. La plataforma que comanda ya ha conseguido que 11 millones de personas hayan apoyado un total de 120.000 proyectos de carácter artístico o creativo. “Nosotros creemos en un espacio tan libre de la explotación comercial como sea posible. Un lugar para que los artistas y creadores exploren nuevos territorios, para ideas desafiantes, inesperadas”. En España, la primera plataforma de equity que consiguió licencia fue La Bolsa Social, que solo apuesta por proyectos que tengan un impacto social y medioambiental positivo.
El crowdfunding se ha convertido en un vehículo para que las ideas no se queden en la cuneta. Está lleno de imperfecciones, sí; ofrece riesgos para el inversor. Pero, con todo, está haciendo avanzar proyectos que merecen la pena. Lo del crowdfunding, hay que decir, fue una buena idea.
LA NACION / EL PAIS