22 Dec Inauguran la estatua de Suñé, autor del gol más decisivo en la historia de los superclásicos
Marcelo Guerrero
Ahí cerca de la entrada de Brandsen 805, al lado de las que representan a Rattin, Rojitas, Maradona, Riquelme, Palermo, Bianchi y Guillermo, ahí van a inaugurar hoy a la tarde una estatua de Rubén José Suñé. El Chapa, lateral derecho en su primer ciclo y volante central en el segundo, hizo Inferiores en el club y enamoró al hincha con técnica, esfuerzo, orden y, entre 52 anotados con la camiseta azul y oro, un gol: uno que valió un título, del cual se cumplen 40 años.
¿Acaso Boca piensa construir estatuas de todos los jugadores que anotaron en instancias decisivas? ¿Habrá, por ejemplo, del Chelo Delgado, vital en la serie con Santos de la Libertadores 03? ¿Alguien propondrá una de Claudio Benetti, responsable del 1-1 ante San Martín de Tucumán en la última fecha del Apertura 92? ¿Y de Jorge Coch, autor del 2-1 a Central en la final que definió el Nacional 70? Quizás haya tiempo, lugar y escultores para recordar todas esas conquistas.
El reconocimiento a Suñé se volvía impostergable. Goleadores en finales hay muchos. Como él, ninguno. Suñé metió el 1-0 del primer y hasta ahora irrepetible mano a mano entre Boca y River para decidir un campeonato. Y el vencido no fue cualquier arquero, sino uno de los mejores de todos los tiempos.
River venía de cortar en 1975 la peor sequía de su historia. Boca había ganado el Metropolitano 76. Arrancaron el Nacional, un torneo más corto que el anterior, como grandes candidatos. Y confirmaron los pronósticos avanzando al octogonal decisivo.
El jueves 16 de diciembre largaron los cuartos: Boca eliminó a Banfield (2-1) y River a Quilmes (mismo resultado). El caluroso domingo 19, en Avellaneda, miles de xeneizes y riverplatenses se cruzaron al atardecer en la avenida Pavón. Los de Boca venían de la cancha de Independiente, donde habían vencido 1-0 a Huracán, y los de la Banda desde la Bombonera, donde venían de ganarle también 1-0 a Talleres. Cantitos, manos agitadas, algún corte de manga: la violencia, por entonces, se desataba en otros campos.
La definición del Nacional 76 enfrentaba a los dos más grandes en la instancia límite, a todo o nada, por primera vez en más de siete décadas. Era la confrontación máxima, con los dos en momentos de esplendor, llenos de figuras, dirigidos por técnicos emblemáticos.
Estaban los dos jugadores que más veces vistieron esas camisetas: Roberto Mouzo (426) y Reinaldo Merlo (539). Estaban los dos arqueros más relevantes del último medio siglo, las dos escuelas del puesto: el Loco Gatti -un talento, el futbolista con más presencias en nuestro medio- y el Pato Fillol -un súper atleta, tres veces mundialista-. Estaban dos especialistas del contraataque y las diagonales al vacío, como Heber Mastrángelo y Bordolino Felman. Estaban dos de los mejores zagueros de la época moderna: Roberto Alfredo Perfumo y Daniel Alberto Passarella. Estaban Juan Alberto Taverna, que en su época de Banfield había hecho siete goles en un partido, y Leopoldo Jacinto Luque, que año y medio después sería el 9 de la Argentina campeona del mundo. Estaban cracks en el banco: Mario Nicasio Zanabria, zurda prodigiosa de Newell’s, y Victorio Nicolás Cocco, quien por entonces no se imaginaba duelos televisivos con Caruso Lombardi… Y estaban Juan Carlos Lorenzo y Angel Amadeo Labruna, símbolos de Boca y River, dos porteñazos, la gorra cuadriculada del Toto y la corbata rojiblanca del Feo. Estaban todos y 90.000 personas en las tribunas del estadio de Racing, que por razones obvias no se llamaba Perón.
Fue como tantos clásicos: parejo, peleado, discutido, con pocas llegadas y muchos roces. Una falta de Passarella sobre el Toti Veglio a los 27 minutos del ST, le dio a Boca la chance de una pelota parada, quizás lejos para un tiro directo y tal vez cerca para un centro. Suñé resolvió el dilema. Su derechazo entró cerca del palo que debía cubrir una barrera distraída, asaltada en pleno proceso de construcción por ese remate magistral. El posterior estruendo del anillo superior, donde se apretaba la multitud boquense, tapó las voces de todos los relatores, hasta la del fanático Bernardino Veiga. “¡Golazo de Suñé, revienta Avellaneda!”, exclamó Bernardino.
La imagen de ese gol no aparece por ningún lado. ¿Robo, incendio, descuido? Hay registros de los primeros tiempos del profesionalismo, videos de La Máquina de los años 40, filmaciones de partidos de la década del 50 y toda la campaña del Racing de José, pero nadie sabe ni contesta sobre el gol del Chapa.
Soportaría otras pérdidas Suñé. Después de salir campeón de América y del mundo con Boca, después de un retiro adelantado por lesiones y un intento fallido como técnico, cayó en la depresión. Y le quiso poner fin al sufrimiento tirándose desde el séptimo piso de un edificio, cuando apenas tenía 37 años.
Su fortaleza, la misma que había demostrado en más de 500 partidos oficiales, lo salvó de morir joven. La familia lo ayudó a recuperarse. El le puso garra, como desde que debutó en un 2-1 ante Colón del Metro 77. Siempre anduvo cerca del club, infaltable en las celebraciones, memorioso para los detalles, fanático de la Bombonera (“es el Coliseo Romano”) y admirador de los cracks contemporáneos. Junto a la estatua de algunos de ellos estará la suya. Suñé no hizo el gol más lindo de los mundiales ni de las libertadores, tampoco uno con la mano ni uno de cabeza desde media cancha, pero puede contarles a todos, sin falsa modestia, que el gol más importante es suyo. Aunque no lo veamos, está en la memoria del fútbol argentino.
CLARÍN