Dios y el Diablo en Little Richard

Dios y el Diablo en Little Richard

Por José Bellas
De no mediar otra desgracia más de acá a tres semanas, el año en que La Parca vino por David Bowie, Prince y Leonard Cohen le sumó otro otoño más a Little Richard, que el 5 de diciembre cumplió 84 años y que aunque lleve más de medio siglo sin aportes mayores y semi-retirado, continúa siendo una de las figuras más curiosas, estrambóticas y decisivas de la música contemporánea.
El afroamericano nacido en Macon (Georgia) como Richard Wayne Penniman llegó hasta acá sobreviviendo a tres de los monstruos de la música que alumbró: James Brown (ex corista suyo), Jimi Hendrix (ex guitarrista suyo) y el propio Prince (un ready made humano de su look). Pero no será su rol de formador o (ejem) influencer lo que lo sobrevivirán, sino el cataclismo sonoro, estético, social y espiritual que generó su impulso inicial. John Waters, el maestro del trash cinematográfico, lo describió en toda su extensión en el capítulo que le dedica en su libro Mis modelos de conducta: “En 1957 yo tenía 11 años y puse el single Lucille en el equipo de sonido de mi abuela: atronó por toda la casa como una jauría de perros rabiosos. Fue como si hubiera aterrizado un marciano. Mi abuela se frenó en seco, con la cara pálida, sin entender lo que ocurría. Los muebles de época temblaron. Mis padres temblaron atónitos. En un solo momento mágico, cada uno de los miedos de mi familia blanca habían salido a la luz: un negro gritón y exuberante estaba en la sala de estar, sin invitación” .
“Ricardito”, así se firmaron sus primeros discos en la Argentina, no sólo replicaba mejor que nadie el estruendo del primer rock and roll: también encarnaba la dualidad bíblica inherente a a ese milagro de posguerra. Su contemporáneo Sam Phillips, el descubridor de Elvis Presley y fundador de Sun Records, albergaba presentimientos de profeta cuando imaginaba en su cabeza el sonido del futuro, la amalgama de la música racial. Su diálogo con Jerry Lee Lewis en los segundos previos a grabar el apocalipsis sensual-nuclear que es Great Balls of Fire fue más una discusión teológica que el coaching de un productor a uno de sus artistas mimados:
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Sam Phillips: -“¡Con esta canción vos podés salvar almas!”.
Jerry Lee Lewis:- “No, no no… ¡no!”
Sam Phillips: “¡Si!”.
Jerry Lee Lewis: “¡Me siento endemoniado! ¿Desde cuándo el Diablo salva vidas?”.
Cuenta el propio Richard que el temor a Dios (y a la Guerra Fría) fueron los que, finalmente, lo sacaron de la marquesina y le avivaron su siguiente vocación: la de predicador. “Estaba en Australia y me enteré lo del Sputnik (NdeR: el primer satélite artificial de la historia, lanzado por la Unión Soviética en octubre de 1957). Me asusté. Abandoné los compromisos admitiendo que le tenía miedo al Sputnik. Tenía terror a subirme al avión de regreso y chocarme contra eso: creía que era una emboscada de los rusos. Como pertenezco a los Adventistas del Séptimo Día, había leído sobre lo de la Torre de Babel y até mis propios cabos”.
El grito primal de Little Richard, A-wop-bom-a-loo-mop-a-lomp-bom-boom!!, como intro desaforada del clásico Tutti Frutti, sigue siendo la onomatopeya perfecta del rock. Seis décadas atrás, que un negro homosexual apareciera cantando aquello como un hombre poseido, era mucho más que una declaración: era EL MENSAJE. Y así como en el Pentecostés del Nuevo Testamento, la llegada del Espíritu Santo sobre los hombres se sirve de la glosolalia, la capacidad de comprender lenguas extrañas, nadie pudo desconocer entonces que el artista estaba liberando a los oyentes de sus pecados originales. Puede que el rock no haya muerto nunca, pero seguro que nunca estuvo más vivo que con ese grito.
CLARIN