Condenado por su propio secreto

Condenado por su propio secreto

Por Geoff Edgers
Philip Johnson está por morir. Sus amigos lo visitan en la habitación que le acondicionó su ex esposa, le dan helado en la boca y tocan música para él. Sus hijas también pasan averio a la salida de la escuela, aunque son demasiado chicas para entender del todo una escena tan triste. Y en esa misma habitación, pero a resguardo de la vista de todos, bien guardado en el armario, está el Stradivarius.
Los dedos de Johnson ya no tienen la vitalidad necesaria para volver a tocar un violín. Y menos éste, que no perdona. Por eso, lo guarda en una caja de plástico. Su “Strad”, el único objeto de valor que posee. Y su secreto más preciado.
Cuando Johnson deje este mundo, la noticia estremecerá a todos: a su familia, al FBI, a las hijas de Román Totenberg, herederas del instrumento. Todos querrán saber cómo hizo este excéntrico y prometedor músico que terminó viviendo en la miseria para robarse un violín del siglo XVIII que vale millones de dólares y evadir a la justicia. Y eso que en 1980, cuando el objeto desapareció, él era el único sospechoso. Johnson suele ser la voz más potente en esta habitación, pero ahora que la muerte se acerca ya casi no abre la boca. Transcurre el otoño boreal de 2011: hace 31 años que guarda el secreto y está dispuesto a llevárselo a la tumba.
stradivarius
Johnson,que nunca logró mantener un trabajo, una hipoteca o una relación, consiguió, sin embargo, algo que muchos considerarían imposible: siguió tocando el Stradivarius de Totenberg en público y a plena luz del día hasta el final.
Lo hizo construyendo un muro impenetrable entre su pasado y su presente: de un lado, quienes lo consideraban culpable del robo fue¬ron perdiendo contacto con él; del otro, quienes lo conocieron en los últimos veinte años jamás habían oído hablar del robo del Stradivarius. Para ellos, el violín de Johnson era viejo y nada más.
El caso policial siguió totalmente dormido incluso después de la muerte de Johnson, en noviembre de 2011. Pero a principios de este año, su ex esposa, Thanh Tran, empezó a averiguar para vender el violín, sin saber que entre sus manos tenía un Stradivarius original.
Un amigo le sugirió que contactara a Philip Injeian, propietario de un negocio de compraventa de instrumentos en Pittsburgh. Injeian recibió las fotos del instrumento por mail y advirtió su parecido con las del Stradivarius de 1734 que le habían robado al ya fallecido Totenberg.
Injeian arregló con Tran para encontrarse en Nueva York en junio de este año. También le avisó al FBI. Dos agentes del equipo de arte roba¬do volaron de inmediato a recuperar el Strad y contactaron a la familia Totenberg, incluida su hija Nina, durante mucho tiempo encargada de asuntos legales de la Radio Pública Nacional. Y en agosto de este año, con una multitudinaria conferencia de prensa en Manhattan, las autoridades le devolvieron el violín a la familia de su legítimo dueño.
Las pistas habían estado ahí des¬de siempre. Recién ahora, unos meses después de resuelto el caso, quienes conocieron a Johnson están logrando entender cómo ese músico petulante se convirtió en ladrón profesional.
Para su hermana, Carol Anderson, el misterio nunca será devela¬do por completo. “¿Cómo entender qué empuja al otro al engaño? -se pregunta- ¿Quién se conoce tanto a sí mismo?” Pero si hay algo que Johnson conocía era la belleza de un Stradivarius.
Este instrumento de cuerdas que lleva el nombre del luthier italiano Antonio Stradivari es considerado el mejor violín que existe y también uno de los más difíciles de encontrar. Los especialistas estiman que dé los casi 1000 violines producidos antes de la muerte de Stradivari, en 1737, sólo sobreviven unos 500.
Johnson no estaba destinado a ser un músico mediocre, y muchos, incluido su profesor Joseph Silverstein, uno de los grandes violinistas de orquesta del siglo XX, llegó a considerarlo un intérprete potente y muy prometedor.
“Fue el secreto. Lo que lo consu¬mió fue el secreto”, dice Gregory Maldonado, colega violinista que conoció a Johnson durante décadas.

Hurto y fuga
Es el 13 de mayo de 1980 y Toten¬berg está interpretando un concierto con repertorio exclusivo de Mozart en la Escuela de Música Longy, Massachusetts. No sólo es la atracción estrella de la noche, sino que también es el director de la escuela. Johnson estaba presente y aunque no era famoso, tras cuatro años como estudiante en la estrecha comunidad musical de Boston, era una cara conocida.
A los 27 años, es un joven atractivo de pelo castaño y corte estilo Beatles. Esa noche, Johnson se sienta en su butaca del Pickman Hall con un estuche de violín entre las piernas.
Más tarde, al intentar dilucidar cómo alguien se las había arreglado para robar un violín de 246 años de antigüedad de un edificio lleno de gente, las autoridades pondrían el ojo en aquel estuche.
Esa noche, tras el concierto, Totenberg atraviesa caminando el hall de la sala y deja el Stradivarius sin vigilancia, en el camarín que está conectado con la oficina del director. Va a encontrarse con la gente que ha salido del concierto. Cuando vuelve, el estuche con su violín ya no está. Según el FBI, esa funda sería luego encontrada vacía en las inmediaciones.
los rumores apuntan de inmediato a una misma persona: Philip Johnson. “Ese día estaba presente en el concierto, algo extraño, ya que no era fan de Totenberg -recuerda Irene Quirmbach, una violinista que tuvo a Totenberg de maestro-. La verdad es que no entendíamos a qué había ido.”
El barrio donde vivía la familia Johnson, a apenas media hora al sudoeste de Filadelfia, es de modes¬tas casas de ladrillo a la vista, como las que surgieron en todo Estados Unidos en la segunda posguerra. El hogar de los Johnson no era feliz. Robert, el padre, había estudiado para ser artista antes de abandonar y convertirse en maquinista. Marión, la madre, era una mujer paralizada por la ansiedad y la depresión. Cuando llegaron los hijos -Bobby, Carol y finalmente Philip-, Marión ni salía de la casa para ir a hacer las compras.
El primero en intentar tocar el violín es Bobby, pero le falta disci¬plina. A los 7 años, Phil nota la presencia del instrumento y pregunta si puede intentarlo. “Veré qué puedo hacer”, dijo Phil al parecer. Ensayó y ensayó, y al terminar esas vacaciones de verano, cuando había que volver a la escuela, ya sabía tocar todos los himnos del libro de la iglesia.
En 1976, a los 23 años de edad, Johnson ingresa a la Universidad de Boston a estudiar música. Entre los docentes de esa casa de estudios se cuentan algunos de los intérpretes mejor considerados del momento, entre ellos, Totenberg.
En Boston, Johnson dejó inmediatamente su marca, aunque no por las mejores razones. A su primer maestro, Roger Shermont, violinista histórico de la Sinfónica de Boston, le costaba mucho ense¬ñarle. Pero Johnson tuvo la suerte de que lo aceptara como alumno Joseph Silverstein, primer violín de la Sinfónica y uno de los violinistas de orquesta más importantes de su época. “Philip tenia cierto encanto natural -dice Silverstein-. Era un dotado. Su interpretación carecía de disciplina, pero era seductora.” Pero Johnson teníaotro costado: no trataba a nadie con respeto, ni a sus pares niasus superiores. “Seleasig- naba determinada pieza musical y él preparaba otra”, dice Silverstein, quien también recuerda que Johnson menospreciaba a Totenberg, que fue docente de la Universidad de Boston hasta su traslado a Longy, en 1978. “Pero igual Phil menos¬preciaba a todo el mundo. Era un chico muy soberbio”, recuerda Silverstein.
Como ambos están muertos, es imposible saber qué tan estrecho era el contacto entre Totenberg y Johnson. Por cierto que se conocían, al menos de vista, pero ¿Totenberg y Johnson alguna vez intercambiaron palabras? Una cosa es segura: Totenberg no necesitaba fanfarronear. Nacido en Polonia, a los 25 años Totenberg interpretó el violín para Franklin D. Roosevelt; a los 27 años se instaló en Estados Unidos, y poco antes de cumplir 33 años, en 1943, compró su Stradivarius: el instrumento le costó 15.000 dólares. Le llevó años dominarlo: los instrumentos fabricados a mano son notoriamente mañosos y para arrancarles un buen sonido exigen una técnica cercana a la perfección. Pero ese Strad, con sus distintivas vetas de madera, se convertiría no sólo en el principal violín que usaba Totenberg en sus conciertos, sino también para dar clases.
Totenberg y Johnson dejaron la Universidad de Boston en la misma época, aunque por circunstancias totalmente distintas. En 1978, Longy contrató a Totenberg como nuevo director. Poco después, al rendimiento académico de Johnson cayó: abandonó tres materias y reprobó otras tres. Fue expulsado, pero nunca se lo contó ni a su familia ni a sus amigos.

Las huellas de la decadencia
Una fría mañana neoyorquina, Bruno Price abre el cajón de un es¬critorio para revelar el cuerpo color castaño de un Stradivarius.
Está en pedazos, como parte de una delicada restauración que se lleva a cabo en Rare Violins, un negocio ubicado a pasos del Carnegie Hall, en Nueva York. Hace unos meses, las hijas de Totenberg, Nina, Amy y Jill, contrataron a Price para que dejara listo el Stradivarius para su venta antes de fin de año.
Cuando Price vio el Stradivarius por primera vez, rodeado de agentes del FBI y de las hermanas Totenberg, sintió un enorme alivio: el instrumento no revelaba daños irreversibles. Y Price creía saber por qué: argumentó que Johnson sólo había tocado ese violín cuatro o cinco años después de robarlo, en 1980. Una teoría interesante, aunque totalmente equivocada. Johnson no sólo tocó ese Stradivarius en los últimos años, sino que lo utilizó en funciones gratuitas en iglesias y en sesiones de grabación. Incluso lo utilizó en 2011, pocos meses antes de su muerte, en una sesión de grabación llena de gente.
Nina Totenberg, hija mayor del despojado maestro del violín, recuerda que sus padres les rogaron a los agentesdel FBI que registraran el departamento de Johnson, pero les decían que con la sospecha no alcanzaba para conseguir una orden de allanamiento.
El Strad desaparecería de los radares rápidamente. Hacia fines de 1980, Johnson ya no estaba en la Universidad de Boston y se mudó a Nueva York. Allí recibió la visita de un amigo de la infancia, Keith van Brunt, quien recuerda que Johnson “no tenía un centavo y tenía que robar del almacén para comer”. En algún momento de ese año, Johnson volvió con la frente marchita a su hogar natal en Pennsylvaniay se instaló a vivir con su hermana. “Me preguntaba por qué nunca se lo escuchaba ensayar -dice Carol- Pero les puedo asegurar que si mi marido o yo hubiésemos tenido la más minima sospecha, lo habría¬mos denunciado. Lo que está mal está mal, porque más que sea alguien de la familia.”
Los amigos de Johnson que han visto fotos del violín recuerdan que lo usaba para tocar en recitales por todo el país, en los que apenas ganaba para comer. En un recital en California, su amiga Rebecca Ru- tkowski recuerda haber advertido el sonido particularmente fino del instrumento. “Me acerqué para decirle que ese violín sonaba como los dioses, pero de inmediato él empezó a actuar raro. Le pregunté si podía entrar en el camarín a probarlo, pero me dijo que no, que estaba cerrado con llave.”
Johnson siguió trabajando como músico independiente hasta fines de la década de 1990, en Nueva York, Pennsylvania y California. Durante esos viajes, tuvo un inesperado encuentro que le abriría las puertas del éxito musical: conoció al chelista Michael Fitzpatrick y al pianista Xak Bjerken. El trío tomó el nombre de Mobius e interpretaba obras de grandes compositores. Pero en 1993, durante un concierto en el prestigioso Festival Spoleto, en Charleston, Carolina del Sur, Johnson tomó decisiones de sonido de último momento que según Fitz¬patrick “convirtieron la función en una catástrofe”. Mobius se disolvió poco después. Johnson, que ya tenía 40 años, había perdido su última y mejor oportunidad.
Pocos años antes, Johnson había conocido a Thanh Tran, una mujer vietnamita que había asistido con una amiga a un concierto dominical del que participó el violinista. Tran era ingeniera en electrónica y económicamente estable. Enseguida se dio cuenta de que Johnson no tenia dinero, pero le parecía un hombre lleno de vitalidad. La atracción mu¬tua terminó en matrimonio.
Después, en 1997y1998, nacieron las hijas, Erica y Laura. El padre apenas aparecía de noche, para dormir, y hablaba todo el tiempo de su de¬presión, incluso con sus hijas. “Todo lo que yo ganaba desaparecía”, recuerda Tran, quien finalmente en 2008 decidió divorciarse.
Muy pronto Johnson quedó en la ruina, y a principios de 2011 le diagnosticaron cáncer de páncreas. A medida que su condición empeoraba, volvió a frecuentar a sus hermanos y les contó a sus amigos cuál era su último deseo. El concierto de Sibelius que tanto le gustaba y que había interpretado tantos años atrás, en Boston. Pero Johnson no sólo quería volver a tocarlo: quería- grabarlo.
Una noche de julio de 2011, un grupo de músicos locales se apiñaron en la Primera Iglesia Metodista de Santa Mónica. El ingeniero de sonido de la localidad, Ben Maas, recuerda que Johnson “no estaba en buen estado físico y sus dedos no tenían la agilidad de otros tiempos, así que se lo veía frustrado”. Lograron grabar el concierto, pero la sesión terminó mal, porque Johnson y Maas discutieron por los honorarios del técnico.
Cuatro años más tarde, le preguntaron a Maas por el destino de esa grabación, pero no la tiene: como ocupaba demasiado espacio en sus discos rígidos, la borró. “De haber sabido la historia que había detrás de ese violín, la habría conservado sin dudarlo”, dice Maas.
Ahora que tanto Johnson como Totenberg se han ido, el Stradivarius está siendo restaurado con un propósito genuino. Las hijas de Totenberg no están buscando al mejor postor ni a un coleccionista deseoso de poner el Stradivarius sobre una repisa. El violín está siendo restaurado para un comprador específico: un músico. Para que un día no muy lejano ese Stradivarius, que permaneció en secreto durante décadas, pueda volver a sonar en libertad.
LA NACION /THE WASHINGTON POST