Tras las huellas de Fangio

Tras las huellas de Fangio

Por Martín Wain
“En la primera etapa, entre Tuxtla Gutiérrez y Oaxaca, un grupo de espectadores que auxiliaban a un participante herido fue arrollado por el coche siguiente, produciendo un saldo de seis muertos.
A partir de ese momento, el ejército desplegado por la carretera recibió la orden de “disparar a matar a toda persona o animal que cruzase la carretera”, lo que produjo más mal que bien.”
(Fragmento de la nota de A. Mourille en la revista Motor Clásico, sobre la edición de 1953 de la Carrera Panamericana).

El cartel indica máxima 40, pero la combi va a más de 100. Policías de tránsito al costado de la ruta hacen señas de acelerar. Pasen, pasen, pasen, gritan con las manos. La ruta no es precisamente una autopista, sino un camino montañoso repleto de curvas. En cinco minutos cerrarán el paso para los autos modernos y les darán lugar a los antiguos. Antiguos por fuera: cada vehículo de la Carrera Panamericana -en su mayoría, de los años 50- puede superar los 320 kilómetros por hora.
Hay que apurarse. Si la combi no logra entrar en el tramo cortado para la segunda etapa de la competencia, deberemos esperar al día siguiente. La carrera dura una semana y atraviesa gran parte del ramal mexicano de la Panamericana, la tradicional ruta que cruza América y llega hasta Buenos Aires. Compiten corredores de once países: campeones de rally, matrimonios tuerca (se corre en tándem), millonarios que aman el automovilismo, príncipes, actores, deportistas de otras disciplinas que buscan distraerse con una actividad más extrema. Han participado figuras como David Gilmour, que corrió en 1991 con su mánager Steve O’Rourke y debió abandonar por un accidente -luego grabaría con Pink Floyd siete canciones dedicadas a la carrera; el baterista Nick Mason llegó a la meta con su Jaguar-. El trayecto se extiende de Chiapas a Durango, unos 3400 kilómetros en total. Cada ciudad del circuito se revoluciona cuando llegan los vehículos, que quedan por unas horas en exhibición en plazas y centros de convenciones. Sus motores se hacen oír por las calles y la mayoría de los habitantes de cada lugar se acerca para conocer a los aventureros y tomarse fotos con ellos.
El ambiente es festivo, más allá de los riesgos. El mote de la carrera más peligrosa del mundo alimentó el mito de esta competencia, que se había disputado originalmente entre 1950 y 1954, y que fue suspendida por la frecuencia y la gravedad de los accidentes. De hecho, la culminación de la época antigua se dispuso después del desastre de Las 24 horas de Le Mans -en junio de 1955, la mayor tragedia de la historia del automovilismo deportivo-; demasiada desgracia para este tipo de competencias repletas de curiosos enardecidos junto a las rutas.
La Carrera (así se la conoce) fue reiniciada en 1988. Siempre sedujo a las principales marcas europeas de autos deportivos, como Ferrari, Porsche, Jaguar, Mercedes-Benz y Alfa Romeo. También, a patrocinadores de alta gama como TAG Heuer, que además de auspiciarla y tener su auto en competencia -un Studebaker de 1954 comandado por el matrimonio de Hilaire y Laura Damiron; él francés y ella brasileña- otorga de premio un reloj de edición limitada (el Carrera Calibre 16) creado especialmente y cuyo precio supera los US$ 7000 de la inscripción.
No cualquier auto puede anotarse. “El espíritu es que sean coches del 50 al 54, la época dorada. Podés entrar con un Mustang o un Chevy, pero no te reconocerán en la premiación -cuenta Edgardo Fuentes, a cargo de la combi de periodistas y destacado corredor de rally en el país-. Algunos tienen su propio auto y otros lo alquilan. Puedes tener un buen patrocinador o solventar tus gastos si tienes con qué. No hay premio en efectivo, sólo se trata de ser parte de la historia.”

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MÉXICO PROFUNDO
El tramo de Tuxtla a San Cristóbal de las Casas ya está cerrado. Logramos entrar y ubicarnos a la salida de una curva, sobre la ladera, unos cinco metros por encima del nivel de la ruta. “Tendrían que despistarse y volar por los aires para aplastarnos”, dice un lugareño, Fabián Araujo, para dejarnos tranquilos. Habla en español, aunque con sus padres lo hace en tzotzil. Su familia comparte la sombra del árbol con nosotros. Su mujer y su mamá llevan machetes. Es un paraje campesino donde las plantaciones de maíz muerden las banquinas. Fabián es el único con zapatos de vestir y camisa de mangas largas: tiene previsto ir a Tuxtla en busca de trabajo cuando rehabiliten el camino. Pero sus planes cambian cuando un Porche 356A conducido por Renée Brinkerhoff, una empresaria estadounidense, se accidenta frente a nosotros. Ella y su copiloto mexicano salen ilesos. Pero el auto queda en situación de riesgo junto a la ruta y unos veinte campesinos se esfuerzan en correrlo, mientras otros autos pasan muy cerca y muy rápido. Logran mover el Porche bajo el mando de Fabián, que termina la tarea con manchas de grasa y la camisa empapada. “No creo que salga hoy a buscar chamba -dirá luego con humor y resignación-. Tal vez mañana tenga más suerte.”
En los estados de Chiapas y Oaxaca, por donde la carrera pasa los primeros dos días, los organizadores suelen combinar los horarios de los cortes de la ruta con los líderes indígenas locales. El fin es evitar accidentes: muchos pobladores suelen trasladarse de a pie durante kilómetros. A veces, las mismas comunidades cierran las carreteras, por reclamos o problemas políticos. Pero en general hay buena relación. O indiferencia, como ocurre en los pueblos más pequeños. Por ejemplo, Nachig, al costado de la ruta. Nadie parece atento a los visitantes hasta que alguno levanta su cámara de fotos o su teléfono. Entonces sí, se cubren con las manos para no ser fotografiados, especialmente las mujeres, que visten, el ciento por ciento de ellas, tejidos tradicionales casi idénticos entre sí. Otros porcentajes, según el último censo en el pueblo: el 48,5% de los mayores no terminó la escuela primaria, el 92% de las viviendas no dispone de heladera y el 58% no tiene agua corriente. Nachig tiene 3260 habitantes. Los autos de la carrera pasan de largo, como el mismísimo progreso.
San Cristóbal de las Casas, en cambio, se viste de gala para la ocasión. Los autos clásicos quedan estacionados alrededor de la plaza principal, mientras los pilotos y navegantes firman autógrafos y conversan con todo el pueblo que se acerca a conocerlos. Edgardo charla con Angélica Fuentes, su hermana, que compite como copilota de otro estadounidense, Doug Mockett. Le cuenta del accidente de Renée: “Salió muy comprometida de una curva izquierda-tres. Quedó bloqueada y pegó contra el riel”. Angélica corre con un Oldsmobile de 1954. “Es un monstruo de dos toneladas -dice mientras acaricia el capó-. Parece una lancha, pero está muy aligerado, trae toda la tecnología de Nascar, desde la suspensión, la transmisión, el motor. No das crédito de que dentro de este auto pueda haber tanta tecnología.”
Ella vive en Londres, pero siempre vuelve a su país para correr. La Panamericana es su pasión: la ha corrido veintiún veces. Campeona nacional de rally, ganó aquí en 2006 y alcanzó muchas veces el podio. “Es uno de los encuentros más peligrosos del mundo, por las velocidades, por las carreteras. Estás jugando con coches muy pesados y al mismo tiempo con 650 caballos de fuerza.”

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¿Por qué no eligen un auto más liviano?
Este coche tiene un ángel, todo el mundo lo ama. Se ha vuelto un ícono de la Panamericana. Muy padre los Studebaker, pero pesa más el valor sentimental. Si usáramos un Studebaker no nos verían ni el polvo. Si Doug hace lo que hace con esta bestia…
¿Se puede vivir de este tipo de carreras?
No. Pero al menos a mí no me cuesta dinero. Compito con gusto, siempre con pilotos seguros. Tengo mi negocio propio: diseño y vendo joyas para niñas en Londres. Es un balance muy padre, puedo dejar mi negocio para tomarme un par de semanas y competir.
¿En el mundo de las joyas saben de tu hobby?
Les cae muy de sorpresa. «Oye niña, eres toda mona, muy femenina. ¿Qué haces en ese ambiente tan polvoriento?»
San Cristóbal es una de las ciudades coloniales mejor conservadas de México. Su plaza principal es de una manzana. Epicentro de las revueltas zapatistas de 1994, el lugar es este mediodía una fiesta con ruido de motores. Eduardo de León, presidente de la Panamericana, interrumpe la charla con Angélica:
-Chaparrita, te presento al alcalde.
-Bienvenida -la saluda Manuel Velasco Coello, mandatario chiapaneco-. Esta es su casa.
-Gracias por recibirnos -dice la mujer estrechando su mano.
Fue De León quien apostó por la reapertura del certamen en 1988. “Lo reviví porque somos aficionados a los rallys y le debía mucho. La carrera es una gesta histórica.” Para aquella primera competencia de la nueva era, el invitado de honor fue Juan Manuel Fangio, quien la había ganado en 1953 con un Lancia D24. En su visita, el Chueco viajó a presenciar las etapas entre San Luis y Ciudad Juárez, durante cuatro días, a bordo del auto de Eduardo de León. Viajaban solos siguiendo a los autos en competencia.
-Juan Manuel, maneja tú por favor -le pidió Eduardo al campeón argentino.
-Ya estoy grande, Eduardo, estoy muy loco, muy viejo -respondió Fangio.
-Si estás muy loco y muy viejo, y tenemos por eso un accidente, sólo sé que seré leyenda si muero contigo.
Lo convenció y Fangio manejó. Según la historia que cuenta De León, el gran piloto de Balcarce, que ya tenía 77 años, se detuvo a un metro del arco y lloró de emoción.
¿Qué recuerdos tenía Fangio de la carrera de los años 50?
Que era demasiada peligrosa. Los autos no estaban preparados, a cada rato se mataban ocho, diez pilotos. Los fabricantes creían que cuanto más rígido un auto, más seguro. Hoy sabemos que no. Eran coches de dos toneladas, a la tercera curva se quedaban sin frenos y se hacían pedazos.

INMERSOS EN EL CAMP
Cruzar el arco es un simbolismo que se repite en cada ciudad donde la carrera se detiene. Allí se arma, en alguna plaza importante (durante el paso por Ciudad de México se hace frente al Palacio de Bellas Artes) una estructura inflable sobre una rampa metálica. Todos los pilotos y copilotos atraviesan el arco y salen de sus vehículos a saludar mientras un locutor los presenta y el público aplaude.
En Tuxtla, el desfile comenzó a atrasarse cuando se rompió la rampa. Quedó una chapa levantada y los primeros autos raspaban el chasis. Los pilotos comenzaron a rebelarse: se negaban a subir, mientras el presentador perdía la calma. “A los señores pilotos se les solicita que apuren la marcha porque el alcalde tiene prisa y no podrá quedarse a la premiación”, pidió el locutor por parlantes. Y aclaró, mientras dos hombres martillaban la rampa con una piedra gigante: “Estamos tratando de solucionar el problemita del modo mexicano”. El público festejó la ocurrencia mientras se oían los martillazos.
En sus Notas del Camp en México, el escritor Carlos Monsiváis adaptó las bases del célebre ensayo de Susan Sontag (Notes of Camp) a la idiosincrasia de su país. El texto define al Camp como “el aprecio de la vulgaridad, la introducción de un nuevo criterio: el artificio como ideal. Es el culto por las formas límite de lo barroco, por lo concebido en el delirio, por lo que inevitablemente engendra su propia parodia”.
Entre mariachis y rondas de tequila transcurre parte de los festejos. Las cenas de gala tienen voces de mando masculinas. Monsiváis escribía: “El orador embellece (y el verbo no es gratuito) su discurso, sólo le exigirán abundancia de esdrújulas, citas prestigiosas y fe en el hombre, la música verbal que decora la ausencia de ideas”. El locutor pide ahora que los pilotos ya no se detengan a saludar al público. No queda tiempo. “Gracias a todos por venir, pero vamos a ir terminando los festejos porque el alcalde se tiene que ir a una cena”, afirma y cierra así la ceremonia.

RITMO FRENÉTICO
Angélica cuenta que para ser copilota primero hay que poder ir a 300 kilómetros por hora sin perder la calma. “No me agarro de ningún lugar del auto, sólo tomo el cuaderno de navegación. No suelto mis notas porque le transmites inseguridad al piloto. Nunca grito, y eso que hemos estado muy cerca del accidente. Él sabe qué hacer: viene el cambio, el acelerón y vámonos. «Uh, eso estuvo cerca», puedo decirle después. No hay discusiones. Sé que él, en situaciones difíciles, va a sacar el coche.” Cada copiloto lleva hasta el más mínimo detalle del circuito en su cuaderno de navegación, tramo por tramo, curva por curva.
La habilidad de leer todo en segundos, a esa velocidad, para muchos es superior a la de manejar. El ritmo frenético de los pilotos contrasta con lo que pasa a un costado de la ruta. Iván Rodríguez es un policía que aguarda junto a la largada. Lleva sombrero y por supuesto, bigotes. Se ríe de la anécdota de los policías que tenían orden de disparar si el público se lanzaba a las rutas. Hoy no hay tanta pasión, pero sí mucho gente que sigue todos los años la carrera. Su función es acompañar la competencia completa, de Chiapas a Durango. No hay velocidades máximas para ellos cuando trabajan cortando las rutas antes de cada largada. Los agentes son elegidos también por su habilidad: el mismo Iván es corredor de rally además de policía.
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Una nena les pide autógrafos a los periodistas.
-No somos pilotos.
-No importa: son gringos -insiste junto a la ruta-. Es que nos gusta tener firmas de gentes que no conocemos.
Ya en la inigualable Oaxaca, Edgardo habla de una etapa muy dura que se aproxima: El espinazo del Diablo. “Vas bajando un cerro, no ves nada, está llena de árboles. Desde una toma aérea verías unos barrancos impresionantes. Si la vieras desde el aire, jamás la correrías”, asegura el hombre, que ha perdido a varios amigos en la Panamericana. “Sobre todo, a una amiga, hace mucho. Era navegante. Se mató en un Volvo como el que quiero comprar para volver a competir. En Morelia, en otra de las etapas muy difíciles: Mil cumbres. Para un “rallysta”, mexicano, es como el doctorado.” Aquel día, el piloto tenía compromisos con patrocinadores y necesitaba llegar en un buen lugar. Salían de una recta, muy temprano, cuando el sol aparecía. “Seguramente, lo encandiló -se lamenta aún Edgardo-. Tardaron tres horas en hallarlos. En general, al despistarte dejás la huella, toda la marca del aaahhh. Aquí nunca dejó marca. Salió volando. Seguramente, cuando se dio cuenta, ya estaba en el aire. Es la cara del automovilismo que no quisiéramos ver, pero sabes que hay un riesgo y lo asumes.”
Ahora se utilizan dispositivos como el HANS Device -para cabeza y cuello, que va conectado con el casco- y se protege mejor a los espectadores. Pero los accidentes continúan. Sobre la carrera de 1953 que obtuvo, Fangio detalló: “(…) Esa noche en nuestro equipo se hablaba de salir a ganarles las últimas etapas a las Ferrari y me opuse, ya que la carrera era nuestra. Gianni Lancia estuvo de acuerdo y así continuamos hasta Ciudad Juárez, cuidando nuestras posiciones. El sabor amargo fue la trágica muerte de Bonetto, un gran amigo. Al regresar a Europa, fui al cementerio a llevarle algunas flores y visitar a su familia. La muerte era el drama permanente en las carreras, pero al subir al auto pensábamos que esto de la muerte sólo le sucedía a otros.”
REVISTA LA NACION