08 Oct Stoner, el guerrero inmóvil
Por Hinde Pomeraniec
Un hijo de campesinos muy pobres llega a la universidad y cambia su destino cuando descubre que la literatura es lo mejor que le pasó en la vida. Se convierte en profesor, pero lo hace con culpa, porque siente que su elección es una dolorosa traición a sus padres. Se casa bajo el influjo de la ilusión y pronto advierte que tendrá una vida familiar desdichada. Sobrevive con esmero a la envidia de colegas ruines. Como en una alucinación, cuando promedia su vida aparece el verdadero amor, pero se le escapa entre los dedos. No hay nada fuera de las cuatro paredes de su escritorio que le despierte mayor pasión que los libros: dedica la mayor parte de sus horas y hasta el final de sus días a leer y a escribir, obsesivamente. Si uno juzgara por las líneas principales de su argumento, tendría derecho a pensar que se trata de la novela más aburrida del mundo. Sin embargo, ahora, a apenas dos días de haber terminado de leerla y aún bajo los efectos de la conmoción por la lectura, puedo decir que Stoner, de John Williams, es una de las novelas más maravillosas que leí en mi vida.
En Stoner no pasa nada y al mismo tiempo pasa todo aquello que puede conmover a una persona común; a través del registro de la vida del profesor William Stoner, John Williams revela con nueva luz las diferentes etapas de esa vida que son, en definitiva, las instancias por las que atraviesa cualquier mortal: nacer, crecer, enamorarse, ver crecer a un hijo, ver morir a los padres, envejecer. Nada es extraordinario en Stoner; sus días transcurren casi siempre a puertas cerradas, en casa o en la universidad. Incluso las dos grandes guerras del siglo XX pasan por la novela como rumores de una humanidad que vive en forma paralela. Con sus gestos de bajo perfil y hasta de debilidad ante la manipulación de los otros, Stoner se aleja del modelo de héroe clásico de la sociedad estadounidense al punto que mientras sus compañeros se alistan, él elige no ir al combate ya que el refugio de los libros siempre le resulta más atractivo que cualquier batalla.
Cada una de las modestas peripecias que lo tienen como protagonista es narrada a través de un relato sutil que otorga tanta relevancia a la acción como a los movimientos de la luz del sol ingresando por una ventana. Y el brillo y la singularidad de este texto radican ahí: es un medio tono, una levedad de lo ordinario que se eleva a categoría de arte por la gracia de un modo de escribir y de contar, como en este fragmento que describe el resquebrajamiento de la ilusión amorosa. “Sentía piedad distante, amistad desganada y respeto familiar, y sentía también una pena cansada, porque sabía que ya nunca más el hecho de verla le traería la agonía del deseo que una vez había conocido y sabía que nunca se emocionaría por tenerla cerca como antes le había sucedido. La tristeza disminuyó y la arropó con gentileza, apagó la luz y se metió en la cama junto a ella.” O este otro, que reproduce esa pregunta que todos alguna vez nos hacemos, si valió la pena, si nuestra vida, así como es, tuvo y tiene algún sentido: “Había llegado a ese punto en el que le asaltaba, con intensidad creciente, una cuestión de una simplicidad tan aplastante que carecía de recursos para afrontarla. Se empezó a preguntar si su vida merecía la pena, si alguna vez la había merecido”.
Como el protagonista de su novela, John Williams también fue profesor y enseñó en la Universidad de Missouri. Nació en 1922 y murió en 1994, sin saber que su nombre ocuparía un lugar entre los grandes y que se seguiría hablando de su libro -publicado en 1965- tanto tiempo después. Ocurre que aunque en su momento vendió unos pocos miles de ejemplares, la novela siguió reverberando en el boca en boca de agudos lectores, algunos de ellos famosos escritores como Ian McEwan o Enrique Vila Matas o figuras como Tom Hanks, quien la definió así: “Se trata simplemente de una novela sobre un tipo que va a la universidad y se convierte en un maestro. Pero es una de las cosas más fascinantes que jamás he encontrado”.
A diferencia de otros extraordinarios protagonistas de ficción de las llamadas “novelas de campus”, como La mancha humana (Philip Roth), Desgracia (Coetzee) o Sobre la belleza (Zadie Smith), el Stoner de Williams no es una personalidad deslumbrante. Pese a las tentaciones, no sucumbe a grandes pasiones ni al deseo de la carne u otros excesos, salvo en una oportunidad en la que es el amor lo que lo envuelve y atormenta. A lo largo de los años, nunca transgrede las buenas costumbres y su vida no resulta destruida por efectos del mal que ejercen los otros. Stoner no es ni por asomo un personaje trágico, sino un guerrero inmóvil, un héroe en sordina. Es una suerte de magia tibia, despintada, pero que alcanza para convertirlo en un personaje inolvidable.
LA NACION