Reloj no marques las horas

Reloj no marques las horas

Por Nora Bär
Shakespeare dijo que estamos hechos de la misma materia que los sueños. La semana pasada, el neurólogo Marcelo Berthier, especialista en afasia (pérdida del lenguaje), dijo que estamos hechos de palabras. Sin embargo, ellos y muchos otros coincidirán en que, sobre todo, estamos hechos de tiempo.
Como afirma David Ewing Duncan en Historia del calendario (Emecé, 1999), después de la conciencia, nuestra obsesión por medir el tiempo debe ser el rasgo que nos caracteriza como especie y debe haber surgido de la constatación de que vamos a morirnos. Ya se sabe: todo lo que empieza tiene que terminar.
Esa antipática certeza (sumada, sin duda, a necesidades menos idealistas y más prácticas, como saber cuántos días faltaban para la siguiente cosecha, calcular cuándo había que pagar los impuestos o determinar el momento exacto de realizar un sacrificio para calmar a un dios colérico, escribe Duncan), impulsaron un esfuerzo milenario para medir su transcurrir.
Probablemente, el primer dispositivo que se conoce para “enjaularlo”, se fabricó hace 13.000 años, cuando en las colinas del valle del Dordoña, en el centro de Francia, había manadas de renos, bisontes, tigres dientes de sable y rinocerontes lanudos. Allí se encontró un hueso de águila del tamaño de un cuchillo en el que un hombre o mujer de Cromagnon inscribió grupos de siete muescas que podrían haber servido para registrar las fases de la Luna. Aunque los arqueólogos no se ponen de acuerdo, más tarde se encontraron dispositivos semejantes en otras partes de Europa y África.
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Robert Levine, autor de Una geografía del tiempo (Siglo XXI, 2006) y muchos estudiosos de la tecnología cuentan que los humanos quizá empezamos a encasillar las horas con una simple vara clavada en la tierra que arrojaba una sombra: los gnomones o relojes de sol, que empleaban egipcios y babilonios. Otros relojes primitivos fueron los de arena (se cuenta que Carlomagno recibió de regalo uno tan grande que podía funcionar durante 12 horas sin necesidad de que lo dieran vuelta) y los de sol, que se adaptaron para ser utilizados en todas las latitudes, ¡incluso en modelos portátiles!
Después llegaron las clepsidras, que medían ciclos por el fluir del agua hacia el interior o el exterior de una vasija. (Era lo que se usaba en el Senado romano para regular la duración de los debates, hasta que algunos, tan locuaces como pícaros, empezaron a mezclar barro con el agua para que fuera más espesa y tardara más en atravesar la perforación.
Galileo se las arreglaba para medir la velocidad de caída de cuerpos que rodaban sobre un plano inclinado pesando la cantidad de agua que se vertía desde un recipiente. Pero en 1656, gracias a su descubrimiento de que las oscilaciones del pédulo tiene períodos uniformes, el holandés Christiaan Huygens construyó un reloj que reducía el margen diario de error de horas a minutos.
Se presume que el primer reloj mecánico fue público y se montó en Milán en 1335. En 1920 se inventó el reloj de cuarzo (cuyo corazón vibra alrededor de 30.000 veces por segundo) con el que se redujo tanto el error en la medición que podría considerarse inexistente. Y en 1948, el reloj atómico, cuyas versiones más avanzadas alcanzan una precisión inimaginable. Los actuales tardarían 52 millones de años para desfasarse un segundo; el que está diseñando el National Institute of Standards and Technology, NIST-F2, no ganará ni perderá un segundo en alrededor de 300 millones de años.
Como suele suceder, este impulso poético de apresar lo inasible tuvo efectos imprevistos. En 1905, las disquisiciones sobre simultaneidad en la coordinación de relojes inspiraron las bases de la teoría de la relatividad especial (lo cuenta Peter Galison en Einstein’s clocks, Poincaré’s maps, Hodder and Stoughton, 2004). Los GPS, las comunicaciones vía satélite y la exploración planetaria fueron todos subproductos increíbles de las nuevas teorías de la física y los dispositivos que hicieron posibles.
Pero a pesar de estos logros pasmosos, el tiempo pone en tela de juicio toda visión objetiva. Más allá de los relojes, todavía se arrastra en la infancia, cuando tenemos toda la vida por delante, y corre veloz como una gacela cuando se advierte que nos acercamos al final de la retícula de pequeñas casillas del calendario. Esa que usamos para medir nuestros días y con la que, ilusos, queremos “pescarlo”.
LA NACION