Por qué no escribiré nunca un diario personal

Por qué no escribiré nunca un diario personal

Por Pablo Gianera
La lectura del segundo volumen de los diarios de Ricardo Piglia (Los años felices, Anagrama) me hizo volver a preguntarme por qué nunca, cuando todavía estaba a tiempo, me decidí a llevar un diario personal. Probablemente porque no tenía nada que contar, o porque lo que podía contar no tendría interés para terceros, o porque no existe detrás una “obra” que revista de interés lo que no lo tendría de otro modo. Piglia es claro: “Yo escribo estos cuadernos porque confío en que alguna vez tendrá sentido pasarlos a máquina y hacerlos publicar, porque yo habré justificado con mi obra la lectura de estos apuntes diarios y personales”. La obra justifica los diarios, lo que se cuenta en ellos.
¿Pero hace falta “contar algo” en un diario? Realmente no. Lo único que hace falta es la sucesión de los días, los meses, los años, su inscripción en la página. Eso es un diario. Lo que haya dentro de esas unidades de tiempo es accesorio. Puede ser, por ejemplo: “Me hice un bife a la plancha y lo comí con una ensalada que ya estaba preparada”. Eso anota Piglia, y fija el grado cero del diario.
Por otro lado, en el siglo XVII, el inglés Samuel Pepys nos enseñó ya que la excepción no resultaba una condición indispensable para llevar un diario. Pepys fue un hombre sin importancia cuya única importancia es haber dejado registro de que la suya era una vida sin importancia, que, sin embargo, merecía ser leída. El suyo es otro grado cero del diario. Era una buena posibilidad, pero por desgracia ya la hizo Pepys.
Bertolt Brecht da con uno de los modelos mayores del género. Su Diario de trabajo pertenece a la llamada “escritura del yo”, pero en todo caso es un “yo” que trabaja, y que trabaja además con la actualidad; las páginas están llenas de recortes de fotos y artículos periodísticos. Queda allí el protocolo de la intimidad (la datación del diario privado, una relación personal con lo real), pero sin intimidad. Una intimidad vaciada de confesiones; una intimidad que es espejo que refleja lo que no es ella misma, pero que tiene una posición única y un universo limitado, como el espejo en el perímetro de cierto ámbito.
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Dice Brecht: “El hecho de que estas notas contengan tan pocos datos de índole privada no sólo se debe a mi escaso interés por los asuntos privados (para los cuales no he dado aún con una forma de expresión que me satisfaga), sino, fundamentalmente, a que siempre pensé hacerlos superar límites imprevisibles en cuanto a cantidad y calidad. Esta última idea me impide también escoger temas que no sean literarios”. La entrada es del 21 de abril de 1941. La publicación póstuma de los diarios reveló que, más allá de la política, la auténtica pasión brechtiana era la literatura. Una foto publicada en el Berliner Illustrierte Zeitung en la que puede verse la visita a Roma del ministro de Relaciones Exteriores del Tercer Reich, Joachim von Ribbentrop, merece la siguiente consideración: “¡Qué material para el teatro ofrecen las fotos de los semanarios ilustrados fascistas! Estos actores sí que entienden el arte de conferir carácter histórico a un suceso banal, como lo hace el teatro épico”.
Como Brecht, André Gide separa en sus diarios la intimidad de la escritura y convierte la escritura en una variedad de lo íntimo (la salvedad es que Gide, a diferencia de Brecht, dominó siempre la “forma de expresión” ajustada a la intimidad). En ese Journal, nada lo preocupa más que la composición, justamente a él, que llenó su otro diario, el “íntimo”, de alusiones musicales: “Creo que es de suma importancia la composición de un libro y creo que la falta de composición es el pecado capital de la mayoría de las obras del arte actual”. Es en estos pasajes donde el diario de Gide, como pasa también con el de Thomas Mann, se aproxima más bien a la condición del making of del mundo del espectáculo. Al revés de Kafka, cuyo diario, el más puro de todos, es una tortuosa lucha cuerpo a cuerpo consigo mismo.
Mann dio instrucciones de que su diario saliera 20 años después de su muerte. Se aseguraba así la muerte de la mayoría de los implicados en sus registros, pero también tener que responder por quien uno fue.
Más acá en el tiempo y en el espacio, lo que vuelve apasionantes los diarios de Piglia es el modo en el que el escritor y el hombre van descubriéndose -mutuamente y por separado- ante nuestros ojos. De ahí la interrupción de lo contado. “Collage, montaje, formas breves, muy tenso”, según se le ocurrió hacia mayo de 1968. Pero hay que saber resistir esa tensión. Después de todo, si no llevé un diario, ni lo llevaré jamás, es por pura cobardía.
“Me miro desde afuera como si todo le pasara a un extraño”, dice Piglia a los 30 años. Quien lleva un diario no sólo registra una vida. Como un científico (¿de qué ciencia?), se fuerza además a observarse vivirla.
LA NACION