16 Oct ¡Mamma mia!
Por Nora Bär
Me hubiera gustado tener una madre italiana. De esas que te dejan sin aliento al abrazarte, te ponen los cachetes colorados a besos y lloran a mares ante el más mínimo de tus triunfos cotidianos. Pero me tocó una alemana de pocas palabras, cuyas expresiones de amor eran tan sutiles que podían pasar inadvertidas si no estaba atenta a una ligera inflexión de la voz o una media sonrisa esbozada al pasar. Entre las muestras más efusivas de su cariño recuerdo aquella larga noche transcurrida en una sala del Hospital Italiano, poblada de lamentos de las camas vecinas. Me habían operado de peritonitis. Yo tenía siete años y ella pasó horas acariciándome con un pañuelito embebido en perfume para atenuar el malestar de la anestesia. A la mañana siguiente se desplomó por el agotamiento.
Dicen que para criar a un chico se necesita un pueblo. También aseguran que madre hay una sola. Pero en estos tiempos de mujeres atareadas, madres hay muchas. Tías/os, abuelas/os, vecinas/ os y amigas/os muchas veces “toman la posta” para que la maternidad no sea sinónimo de ostracismo social y laboral. Y, por lo menos en las grandes ciudades, también es cada vez más frecuente que la maternidad se consume una única vez y que ese retoño concentre todo lo bueno -y lo malo- que antes se distribuía entre tres, cuatro, cinco o más.
Como los quarks, las madres vienen en distintos colores y sabores. Hay algunas inimitables, como la de Lawrence y Gerald Durrell, que ambos califican de “heroína” y a la que el último dedica Mi familia y otros animales (Alianza Editorial, 1975), el volumen que compila el recuerdo de cinco años paradisíacos en la isla griega de Corfú. “Quiero rendir un tributo especial a mi madre -escribe Gerald en el prólogo-. Como un Noé cariñoso, entusiasta y comprensivo, ha guiado hábilmente su navío lleno de extraña prole por los tempestuosos mares de la vida, siempre enfrentada a la posibilidad de un motín, siempre sorteando los peligrosos escollos del despilfarro y la falta de fondos, sin esperar nunca que la tripulación aprobase su manera de navegar, pero segura de cargar con toda la culpa en caso de contrariedades.” Y más adelante recuerda un episodio que la retrata: “Hace poco, estando sola en casa durante un fin de semana, se vio agraciada con la llegada súbita de una serie de jaulones portadores de dos pelícanos, un ibis escarlata, un buitre y ocho monos. Otro mortal de menor talla habría desfallecido ante el panorama, pero mamá no. El lunes por la mañana la encontré en el garaje perseguida por un iracundo pelícano al que intentaba dar sardinas de una lata. «Cuánto me alegro de verte, hijo -jadeó-; este pelícano tu¬yo es un poquito difícil de manejar».”
Otras, cuya tenacidad y amor incondicional hubieran sido difíciles de imaginar si no hubieran existido, como la que persiguió al médico y escritor estadounidense Walker Percy para que leyera el original de una novela que había escrito su hijo, que se había suicidado más de una década antes, a los 32 años. Hoy, Percy es recordado me-nos por sus libros que por haber hecho posible la publicación de La conjura de los necios (Anagrama, 1980), de John Kennedy Toole.
El tango las santifica en “Pobre mi madre querida”, de Contursi y Betinotti. Y en “Chorra”, de Enrique Santos Discépolo, las baja del pedestal de un hondazo: “Hoy me entero que tu mama,/«noble viuda de un guerrero»,/es la chorra de más fama/ que ha pisao la treinta y tres”.
Hay madres que renunciaron a ser madres, como la autora de Memorias de una joven formal, que en Simone de Beauvoir, por ella misma (Losada, 1980) reconoce que recibió muchas críticas por no haber tenido hijos. “El reproche ha caído sobre mí -dice en esa conversación con Sartre- porque se piensa que una escritora es, ante todo, una mujer que se distrae escribiendo, lo que no es cierto, porque es el conjunto de una vida que está estructurada por y sobre la escritura y, por tanto, aquello implica montones de renuncias, montones de elecciones también.” Seguramente, las madres de hoy concentramos una pizca del heroísmo, otra de la audacia, otra de la abnegación y otra de la frustración de todas éstas y muchísimas más. Pero, queridos hijos, para demostrarnos su reconocimiento por aciertos y errores, no nos regalen electrodomésticos que nunca usaremos y, menos que menos, nos lleven a almorzar a restaurantes atestados de madres con hijos mayores que las sacan una vez por año. Basta con que nos dediquen algunos minutos de sus ajetreadas agendas para enteramos de lo que están haciendo. ¡Y feliz día para todos!
LA NACION