La obra maestra desconocida de Guebel

La obra maestra desconocida de Guebel

Por Pablo Gianera
El 28 de junio de 2009, Daniel Guebel terminó su novela El absoluto. Lo supe por un mail que, bajo el asunto “Noticias”, decía: “Malas noticias. Terminé El absoluto”. Que las noticias fueran “malas” es algo que debe imputarse al dédalo de su ironía. No lo eran.
Cuando lo conocí, hace más de diez años, tal vez hacia 2005, Guebel ya estaba escribiendo esa novela, cuyo tema, dicho en poquísimas palabras, es una familia de genios. De algún modo, todo en ella es una condensación de los problemas favoritos de Guebel: la necesidad mutua entre misticismo, arte y poder; el poder como variedad del misticismo, y el misticismo como una variedad radical de la vanguardia artística; las preguntas estéticas como condición de posibilidad de toda escritura.
El corazón de El absoluto es el “libro” (en el interior del libro mayor) dedicado al compositor ruso Alexander Scriabin. En la invención de Guebel, Scriabin apareció en una frase de Stravinski en su Poética musical: “Se vio deslizar en el pensamiento ruso ese desorden cuyos comienzos señaló el éxito de la teosofía. Desorden ideológico, psicológico, sociológico, que se adueñó de la música con impúdica desenvoltura. Al fin y al cabo, ¿es posible vincular a una tradición cualquiera a un músico como Scriabin? ¿De dónde salió? ¿Quiénes son sus antepasados?”. Eso: ¿quiénes son sus antepasados? Guebel conoció la pregunta en la contraportada de un disco de Vladimir Horowitz, y ya eso solo le bastó para construir la genealogía ausente.
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No olvido las conversaciones con Guebel en los cuatro años que siguieron a 2005. No olvido el mediodía en que, en su estudio de Coghlan, Gerardo Gandini tocó para nosotros algunas piezas de Scriabin. Tampoco, las explicaciones pacientes de Luis Mucillo sobre el “acorde místico” scriabiniano.
Algunas obras pretenden la consumación de una utopía. Esto encierra cierta ambigüedad: la consumación parecería clausurar la dimensión utópica en la medida en que la priva de su lejanía. A semejantes obras suelen esperarles la inconclusión y el abandono. Ése es justamente el caso del Mysterium de Scriabin, después de cuya interpretación en un templo en el Himalaya sobrevendría -según creía el compositor- el fin del mundo. Le confió Scriabin a un amigo: “No habrá un solo espectador. Todos serán participantes. La obra exige una cultura nueva. Los recursos comprenden orquesta, coro mixto, un instrumento con efectos visuales, bailarines, incienso. El templo cambiará continuamente sus contornos según la atmósfera y los movimientos del Mysterium”.
Otro compositor, Alexander Nemtin, dedicó medio siglo a organizar los restos que había dejado Scriabin a principios del siglo XX. Lo logró: la partitura quedó lista y, después, Vladimir Ashkenazy dirigió una versión que fue grabada y editada. De obra de arte no tiene nada: es el simple documento de un fracaso. Es decir, el primer caso de arte contemporáneo. Anota Guebel en su libro: “Muerto su hermano Alexander [Scriabin], Sebastián Deliuskin era el único portaestandarte en el mundo de algo que lo había cambiado todo sin haber sido advertido, o de algo que aún no terminaba de manifestarse”. Guebel había concluido hacía tiempo esa parte dedicada a Scriabin. El 3 de noviembre de 2008, recibí un mensaje similar al del principio de esta nota, con la salvedad de que en lugar de un mail era un SMS. Decía: “Malas noticias. Acabo de terminar Scriabin”.
Pero pasaban los años y Guebel no publicaba El absoluto. Empezamos (empecé) a sospechar que quería para su novela el mismo destino que había tenido el Mysterium de Scriabin. Pero Guebel era más sabio. Entendía que algo maduraría en su libro en todos estos años. Ahora, cuando leo de nuevo la novela en la edición de Mondadori, descubro un libro diferente del que leí en un fajo de hojas A4 anilladas que el autor me dio una noche de 2009 en la que comimos asado en Belgrano y festejamos con mucho vino.
Frantisek Deliuskin inicia la genealogía de la novela, y ya en él está todo in nuce: él descubrió que las coreografías del coito podían serializarse del mismo modo que la escritura musical. Las manifestaciones del deseo traerían consigo la posibilidad combinatoria. Había nacido la performance. La genealogía scriabiniana de El absoluto es la de la contemporánea disolución de los límites entre las artes
Tour de force de la escritura, obra maestra desmedida en una época en que las obras maestras parecían imposibles y, a la vez, impugnación de la idea misma de la obra maestra, teoría estética de la vanguardia, El absoluto es la única novela que yo habría querido escribir si la narración no se me hubiera negado. Es la novela que debería leer cualquiera que quiera saber qué cosa es un artista.
Hace tres noches, probablemente influido por la salida del libro, soñé con Guebel, un Guebel muy joven y sin barba. Le preguntaba por la justificación última de El absoluto, por la idea del arte que está detrás de la novela. Él me respondía. Es una pena que nunca recuerde los detalles de los sueños.
LA NACION