14 Oct En una decisión histórica, Bob Dylan fue premiado por la Academia sueca
Por Adriana Franco
Una reivindicación de la poesía en su sentido más primitivo; de ese hecho concreto, real, de la palabra echada al aire, musicalizada en el viento, que encuentra su lugar justo e intangible en ese tiempo sin tiempo del arte, en ese encuentro entre el que emite y el que escucha. Así de radicalmente puede leerse la decisión de la Academia sueca de otorgarle el Premio Nobel de Literatura 2016 a Bob Dylan.
Es que es ése -creemos aquellos que seguimos empeñados en el interminable trabajo de interpretar o entender a Bob Dylan- uno de los nortes que han signado su carrera. Ese puro presente que es la música, que es ponerla en juego, hacerla real en el aquí y ahora. Por eso, para Dylan no hay separación en la canción, no hay letra y música, sino un todo que se vale por sí mismo y que, en todo caso, se conecta con sus pares en un diálogo con la historia y con lo contemporáneo. “Los músicos siempre han sabido que el valor de mis composiciones no residía únicamente en las letras”, escribió en sus Crónicas, ese fantástico libro autobiográfico en el que abrió algunas ventanas sobre su vida (y que, editado en 2004 con el agregado de “volumen 1”, nos tiene acá esperando el siguiente).
Es la misma Academia la que lo ha dicho en las breves palabras con las que se anunció su nombre: el galardón le fue otorgado por “haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana”.
El tema es siempre la canción cantada, la canción escuchada. Por eso su empeño en que sea su actuación, su show, su performance, lo que quede. Lo que explica el Never Ending Tour, esa gira sin fin en la que se embarcó hace treinta años y que lo ha convertido en un viajero permanente, un trovador de hoy, yendo y viniendo con sus canciones en constante mutación. Esa misma gira que anoche lo llevó, inalterable ante premios y distinciones, al escenario del hotel The Cosmopolitan de Las Vegas, que hoy pasará por el segundo fin de semana del Desert Trip Concert (el gran encuentro que reúne en tres días y un solo escenario a buena parte de lo más importante de los años 60) y que hasta fin de noviembre lo mantendrá en la ruta, por diversos pueblos y ciudades norteamericanos, tocando en teatros para unas dos mil personas.
Por eso, también, sus grabaciones son un paso más en el camino. En esa gira interminable, cada tanto hace un alto, entra en el estudio con sus músicos y en pocas sesiones de pocas horas deja plasmadas nuevas composiciones. Al viejo estilo, en vivo y sin red. Muchas veces, terminando las canciones allí mismo, porque al fin y al cabo son sólo una interpretación más de la larga cadena de interpretaciones que hizo y hará de cada una de ellas.
Y aunque haya recibido ya casi todos los premios a los que podía aspirar (varios Grammy, un Oscar y un Globo de Oro por “Things Have Changed” -de la película Fin de semana de locos-, un Pulitzer honorario y hasta un Príncipe de Asturias, casi todas ceremonias a las que ceremoniosamente se negó a asistir, y a lo sumo, como en el caso del Oscar, mandó saludos vía Skype desde Sydney, la ciudad australiana en la que justo estaba con su gira que, como ven, no se suspende por nada), éste es, sin dudas, el más prestigioso y universal y, sospechamos, sentirá también como una suerte de reivindicación personal. Porque hace poco más de un año, en febrero de 2015, Bob Dylan se quejó. “Los críticos me la hicieron difícil desde el primer día”, dijo. Fue en el discurso en el que aceptaba otro de los muchos premios y reconocimientos, en este caso el de Personalidad del Año de la asociación benéfica norteamericana Music Cares.
Allí también dejaba en claro que sí, que se sentía parte de una tradición (además de las quejas, agradeció a aquellos que lo ayudaron en su carrera y señaló a varios que no). Dijo respecto de sus canciones: “Todo viene de la música tradicional: el folk tradicional, el rock and roll tradicional y el swing tradicional de las big bands. Aprendí letras y cómo escribirlas escuchando las canciones folk, sólo cantaba eso, y me dieron la clave de todo, que todo les pertenece a todos”. A continuación, convirtiendo el encuentro en una suerte de clase magistral, enumeraba canciones y las conectaba con las suyas, asegurando que si uno, por ejemplo, ha cantado tantas veces como él la canción «John Henry», es natural que termine escribiendo “How many roads must a man walk down”, comienzo de una de sus composiciones más icónicas, “Blowin in the Wind”.
Pero aunque Dylan asegure que es la canción y nada más que la canción, lo cierto es que para el mundo ha sido mucho más que eso. Porque ese joven poeta que desde ese Duluth helado en el que nació, en 1941, llegó a Nueva York como un simple cantante de canciones ajenas creció de repente, cambió su nombre y se inventó una historia para convertirse en apenas meses, días, en la gran promesa del mundo folk, en el paladín de la canción de protesta. Pero pronto el cantante acústico que enamoraba a Joan Baez y Pete Seeger se electrizó. El mundo folk lo bautizó Judas y lo destronó, pero con ello ganó otro reino; al convertir su poesía vibrante en rock furioso se volvió referente de una generación, en la palabra hecha canción de la revolución joven que hacía bramar al mundo. De golpe, otro cambio. Un accidente medio misterioso y el retiro, de años, al silencio y la familia. Todo en el transcurso de la misma incomparable década del 60. Allí, en el retiro de Woodstock vuelve a las raíces y moviliza a todos hacia esa dirección. Serán apenas unos pocos de los muchos cambios y caras que ha mostrado a lo largo de su ya casi medio siglo de carrera. Con paradas en el divorcio y en el cambio de fe, con momentos de desesperante sequía creativa, con la inédita reinvención tardía (con esos álbumes gigantes que son Time Out of Mind, Love and Theft y Modern Times, grabados entre 1997 y 2006) y su reciente incursión en el universo de Sinatra de sus dos álbumes más recientes.
Pero todo esto que se dice y se escribe (hay cientos de libros sobre Dylan) se puede, se debe, buscar en sus canciones. Esta vez, el Nobel de Literatura no nos llevará a la librería sino a la disquería (o al servicio de streaming que cada uno elija). Es en los discos donde se encuentra la clave. Allí está el respeto por la tradición. No sólo en lo que lo conecta con sus predecesores, a los que cita y homenajea, como en “High Water (for Charlie Patton)”, uno de sus clásicos de las presentaciones en vivo de estos tiempos, sino también “en vivo y en directo”, como cuando cede lugar y cetro en el notable dúo con Johnny Cash de “Girl from the North Country”. Y en ellas está también, en acción, la prédica de que no es la palabra seca y baldía, sino la cantada la que importa. En las mejores, esa unión de letra y música estremece: en el aullido que anuncia cada vuelta de estrofa en esa canción de pérdida que es “You’re a Big Girl Now”; en esas sonoridad particular de la primera estrofa de “Desolation Row”; en la repetición de letras que hipnotiza y seduce de “Lay, Lady, Lay”, y, claro, en ese comienzo inigualable de “Visions of Johanna”.
“Nunca fui más que un músico folk”, dijo, y ganó el Nobel de Literatura.
LA NACION