Bruce Springsteen: autobiografía de un jornalero del rock

Bruce Springsteen: autobiografía de un jornalero del rock

Por Mariana Saul
Es el día de la Lealtad en Argentina y aunque acá en Londres nadie lo sabe, decenas de fieles esperan en el hall del Institute of Contemporary Arts para un conocer a su caudillo: Bruce Springsteen. Aunque lo parece, no se trata de un meet and greet sino de un evento exclusivo con representantes de los medios más prestigiosos de Europa, en el marco de la gira de presentación de la autobiografía Born to Run, que ya está en las librerías de la Argentina.
Los periodistas esperan al Jefe con el libro abierto en la primera página, listos para el autógrafo y la selfie. Casi todos se declaran fans de larga data, leales seguidores de una carrera de más de 40 años.
Cuando aparece y se sienta en el pequeño escenario del auditorio, a Bruce Springsteen se lo ve cómodo: tiene la sonrisa de Popeye y la voz rasposa de toda la vida. Lo que sigue es una entrevista abierta, más algunas preguntas de los invitados y un rato en el bar del ICA. Allí todos pierden la compostura y se abalanzan sobre el pobre Bruce en busca de un comentario extra, otra foto, una anécdota.
Springsteen habla con tanta honestidad en la entrevista como en el libro y en sus discos. Contesta sin vueltas sobre su batalla contra la depresión, una pesadilla que lo persigue desde hace más de treinta años y que lo ha llevado a décadas de terapia y medicación, o sobre la relación terrible que tuvo con su padre. Cuando el entrevistador le pide que lea un pasaje de la autobiografía, hace una pausa, palpa el bolsillo de su campera de cuero en busca de los anteojos, refunfuña por lo bajo y se declara corto de vista: es un señor grande, dice (tiene 67 años). Después se ríe con esa voz y lee un fragmento sobre su niñez en New Jersey. Su mamá le ha pedido que vaya al bar a buscar a su padre, alcohólico, depresivo y desamorado (“un personaje de Bukowski”, dice él). El Bruce de siete años se abre paso entre hombres altísimos que, después de un día en la fábrica, toman cerveza y se pelean a trompadas. Encuentra a su papá y, aterrado, pasa el mensaje: “Dice mamá que vuelvas a casa”. En el ICA de Londres, en 2016, el auditorio casi no respira. Se siente en el aire el miedo de ese niño mensajero, hasta que su versión adulta termina el párrafo, levanta la vista y se ríe de nuevo. “Yep”, dice mientras cierra el libro, como confirmando que eso que leyó coincide con el recuerdo.
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La escritura de Springsteen está atravesada por esas historias. Él mismo cuenta en el libro que, muy temprano en su carrera, entendió que ni su voz ni su guitarra eran las mejores, y que su fuerte estaría para siempre en las canciones. Escribir, opina él, es lo que mejor hace. La pregunta se impone: ¿cómo se pasa de la canción de tres minutos al libro de quinientas páginas? ¿Qué diferencias hay entre esos dos procesos de escritura?
-Bueno, en primer lugar, no hay nadie aplaudiendo cuando terminás de escribir un libro. Yo lo escribí a lo largo de siete años, y después pasó un tiempo hasta que salió publicado. Para mí es un poco como hacer todo el proceso de escritura y saltearse el recital. Podés ver cómo reacciona la gente pero no lo tocás en vivo, lo cual es raro porque para mí ese es el clímax, cuando finalmente salgo al escenario y toco lo que escribí antes. Esa parte un poco la extraño.
Springsteen encarna como nadie eso de deberse a su público. Junta multitudes y toca durante tres o cuatro horas como si tuviera 20 y siguiera en Freehold, NJ, tratando de dejar la pobreza atrás. Ante la pregunta de cómo lo hace, se encoge de hombros y susurra: “Es mi trabajo”. Lo curioso de esta gira es que, por primera vez, está conociendo a sus fans “uno por uno”, según cuenta, divertido: -Lo primero que me dicen es “¡Sos más petiso de lo que pensaba!”, pero enseguida viene un “gracias”, a veces por una canción en particular, a veces por un momento. Nunca tengo la oportunidad de conocer a los fans uno por uno. Con esto firmé 17.000 veces. Debe ser un récord: ¡17.000 fucking veces!
Por estos días hay dos nombres de consulta obligada: Bob Dylan y Donald Trump. Al primero Springsteen lo llama en su libro “el padre de mi patria”. Al segundo, en una entrevista reciente con Rolling Stone, “un imbécil”.

-Mucha gente protestó por el Nobel de literatura a Bob Dylan, y parte del argumento es que componer canciones no es escribir poesía en un sentido clásico. ¿Te ves a vos mismo, y al propio Dylan, como poetas o como autores de canciones?
-Bob es sin duda un poeta. Yo soy simplemente un jornalero que trabaja duro. En el libro yo lo llamo el padre de la patria y así lo siento. Una de las primeras cosas que escuché fue Like a Rolling Stone. Tenía quince años, vivía en una ciudad chica… Creo que fue la primera vez que oí una versión de mi país tangible y real. Eso me llevó a buscar lo que fuera que yo tuviera para decir.

-¿Y Trump? ¿Podés explicarnos a Donald Trump en pocas palabras? En Europa no lo entendemos.
-¿Que te explique Trump? ¡Nadie ha podido hacerlo! Es muy peligroso lo que está pasando en Estados Unidos y da miedo. Ahora que parece que va a perder, da la impresión de que quiere llevarse puesto el proceso democrático entero. Pero el mío es un país que siempre rebota y sale a la superficie.

-Otra cosa que aprendemos de vos en el libro es que esos recitales de muchas horas son una forma de protección contra la depresión que empezó cuando tenías 32 años. ¿El rock es una terapia?
-Sí, sin duda. Siempre pienso que en eso de tocar tanto tiempo hay algo de necesitar agotarme, porque quedás demasiado cansado para estar deprimido. Para deprimirte tenés que tener cierta energía que te permita buscar ese detalle molesto y habitar esa molestia el resto del día.

-Fuiste criado como un católico. ¿Hay cierta religiosidad en tus shows, una “conexión aleluya”?
-¡Sin duda la conexión aleluya está! De ahí saqué mi lenguaje. Lo primero que leí a los seis años la fue la Biblia, que es un mundo increíble de poesía oscura, de placer, dolor, alegría, de tristeza profunda y éxtasis. Las cosas de las que está hecha la religión son las mismas que habitaron mi música cuando me puse a escribir. Salvación, redención, perdición… Para mí no hay nada abstracto en el paraíso, el infierno o el diablo; son tan concretos como tus vecinos. Así que sí, ¡yo creo que mis canciones son canciones católicas!

-En el libro mencionás la profunda impresión que dejó en vos la visita a Argentina y Chile en 1988. Volviste recién 25 años después, en 2013. ¿Tendremos que esperar otros 25 antes de que vuelvas?
-¡No! (Se ríe.) La pasamos genial en Argentina. Seguro volveremos antes.
Hacia el final de la charla, el Jefe lee el epílogo del libro: este año, de visita en New Jersey, mira la casa donde nació y el hueco del árbol de su niñez que ya no está. Es de noche, llueve, y él ilumina la ruta con las luces altas de la moto, mirando que no haya venados. “Qué suerte tuve”, piensa mientras encara la vuelta. “Qué suerte tengo”. La sala otra vez en silencio, como suspendida, y otra vez la risa rasposa para distender: “¡Vamos a buscar un trago!”.
CLARIN