29 Sep ¿Por qué nos gustan los autos que nos gustan?
Por Renato Tarditti
¿Miura o Countach? ¿Countach o Miura? Para cualquiera que no esté muy metido en el mundo de los autos, parece una pregunta intrascendente, casi irrelevante. Pero para los amantes de los autos, es poco menos que una cuestión de Estado. Porque la inocente respuesta sobre dos autos italianos de la misma marca -Lamborghini-, íconos en sus respectivas épocas -Miura en los ’60, Countach en los ’70´- implica una toma de posición en lo que para cada uno de nosotros significa eso del buen gusto en autos.
Pero “sobre gustos no hay nada escrito”, dirá usted. Bueno, tal afirmación es un poco errónea, porque sí se ha escrito bastante. Sin ir más lejos, Pierre Bourdieu -reconocido filósofo francés experto en el tema- enunció hace ya varias décadas que el gusto siempre ha sido uno de los grandes elementos de diferenciación social. Según su teoría, ese elemento nos permite juzgar a los demás y, a la vez, ser juzgados. Nos da la posibilidad de distinguirnos, clasificarnos e, inevitablemente, que también nos clasifiquen. Pasa con la música, pasa con las personas, pasa con las comidas, el fútbol, la ropa. pasa con casi todas las cosas que nos rodean, que indefectiblemente son expuestas a nuestros juicios estéticos. Y los autos, por supuesto, no son la excepción.
Pero, ¿cómo llegamos a elaborar nuestro gusto por los autos? O en otras palabras, ¿por qué nos gustan los autos que nos gustan? Bueno, es una pregunta que a priori presenta tantas respuestas como personas se la hagan. Sin embargo, es posible identificar una serie de factores comunes, que generalmente están presentes en cada veredicto que hacemos.
Los fuera de lo común
Para empezar, está el factor de lo extraordinario; es decir, todos aquellos autos que se salen de lo común y se diferencian de los vehículos terrenales que solemos tener la oportunidad de conducir habitualmente. Los deportivos, los autos de gran lujo, las imponentes SUV e incluso las grandes pickups, generalmente encabezan las listas de preferencias estéticas, tanto de entendidos como de advenedizos. Pero no solo es por sus formas exóticas o imponentes; estos autos son depositarios de nuestras aspiraciones y nuestros deseos: la adrenalina de la velocidad, el estatus y el confort del lujo, la fortaleza, el poder y la aventura. No hay con qué darle, nos parecen más lindos esos autos que son la promesa de una vida mejor.
El apego emocional
El factor emocional, tanto o más importante que el anterior, actúa previamente a cualquier juicio estético más elaborado. Quién no escuchó la frase “a mí me gustan los Peugeot”, “a mí me encantan los autos alemanes”, o “a mí me apasionan las Ferrari”, como argumento de apertura (y cierre) en algún debate automovilístico. Salvando las diferencias, es algo parecido a la elección (¿lo es?) del club de fútbol por el que vamos a hinchar el resto de nuestra vida. Puede ser por aquel autito de colección que marcó nuestra infancia, puede ser por el auto de nuestros padres, puede ser porque nos sentimos atraídos hacia algún momento histórico, o a alguna cultura automovilística en particular. Lo cierto, es que todos tenemos nuestro corazoncito con alguna marca o algún país, que tamiza y direcciona nuestro gusto, ¿o alguien puede negarlo?
Lo moderno
Moda es un término mayormente asociado a la ropa pero también es un factor que juega un papel fundamental en los autos, y se materializa a través del diseño (o del estilo, para ser más precisos). Es fácil: lo último siempre nos gusta más que lo anterior, y lo que ayer nos gustaba hoy deja de hacerlo tanto. Recuerde la época en la que los autos cuadrados y facetados eran lo más (piense en un Fiat Regatta), mientras que unos años después la onda era que no tuviesen ni una sola superficie plana (como el primer Renault Mégane). Por eso son tan relevantes los autos que logran llegar a la categoría de clásicos, justamente porque trascienden ese ir y venir del gusto momentáneo, siempre arrastrado por una efímera noción de modernidad.
Las formas bellas y la inteligencia
Finalmente, una vez recorridas, reconocidas y superadas todas las estaciones anteriores, llega el momento de recalar en la experiencia puramente estética que nos generan los objetos -en este caso los autos- que tenemos frente a nosotros. Es el espacio de las formas, las proporciones, el carácter, las expresiones y los detalles. Y aquí -me permito una apreciación personal¬- juzgamos a los autos de un modo muy parecido que a las personas. Porque es un terreno en el que, más allá de todos los (pre)jucios anteriores, y más allá de todas las subjetividades, la mayor parte de nosotros llegamos a conclusiones similares. Puesto que los autos son asimilables a cuerpos de metal, los preferimos atléticos y estilizados a fofos y rechonchos, los preferimos dinámicos a estáticos, expresivos a insulsos. Preferimos las curvas sensuales, los músculos tensos, las líneas coherentes, las caras que transmiten carácter. ¿Y cómo se logra todo eso en un auto? Bueno, es la tarea de los diseñadores, cuyo trabajo es lograr que sus creaciones nos generen sensaciones lo más parecidas posibles a la que nos producen Angelina Jolie y Brad Pitt. Desde un buen balance en las proporciones entre las distintas partes (ruedas, superficies vidriadas, volúmenes), hasta los aspectos más sutiles, como el recorrido de una línea, la intersección entre dos superficies o la forma en la que la luz se refleja en un guardabarros.
Pero no solo es eso; como con las personas, también nos deslumbra la inteligencia de determinados autos; esos que desde el diseño proponan soluciones que nos hacen la vida más fácil. Por eso autos como el Mini, la VW Combi, el Renault Twingo o incluso el Smart, también tienen un tipo particular de belleza.
En definitiva, cada uno de nosotros tiene su propia ecuación para definir su gusto. Lo cierto es que cuanto más entrenado tenemos el ojo para apreciar las diferencias, más nos acercamos a una valoración de la belleza desde el punto de vista del diseño.
Nuestro gusto habla por nosotros, y nosotros hablamos a través de nuestros gustos. Entonces. ¿Miura o Countach?
LA NACION