Esta historia está basada en hechos reales

Esta historia está basada en hechos reales

Por Nora Bär
Uno de esos clisés que nos salvan en conversaciones de ascensor asegura que la realidad supera a la ficción. Y, sí, es cierto. Basta con mirar alrededor para encontrar situaciones, buenas y malas, que parecen más bien tramas surgidas de una mente juguetona que del azar cósmico. Algo similar debe haber pensado cualquiera que haya visto la imagen de Faith Otas, rescatada entre 391 refugiados, en la que posa con su familia y su hijito, Newman, nacido 24 horas antes en el barco Aquarius de Médicos Sin Fronteras. Huían de Nigeria en una infame lancha de goma que navegaba a la deriva en medio del Mediterráneo. La foto es conmovedora: ella, con una sonrisa que desarma, como si estuviera en el mejor de los mundos, y todos con una expresión de serenidad que encoge el alma de sólo pensar lo que debe haber sido viajar tres días, en pleno parto, sentada en un charco de gasolina.
Pero después de ver Ramanujan, el hombre que conocía el infinito, el reciente film sobre la vida del célebre matemático indio, uno llega a la conclusión de que lo inverso también es verdad: la impresión que producen las películas y novelas sobre personajes y hechos que nos marcan supera a la historia “real”.
Pasando por alto que en la película el malnutrido Ramanujan exhibe la atlética figura de Dev Patel (el actor de Slumdog Millionaire), esto es lo que ocurre al leer El contable hindú, la novela de David Leavitt (Anagrama, 2011), sobre la singular amistad entre el joven genio indio de los números que a comienzos del siglo XX “reinventó la mitad de la matemática occidental” sin educación formal, y el profesor consagrado de Cambridge que reconoce su talento, lo insta a trasladarse a la universidad y finalmente logra que la elitista casta del Trinity College y de la Royal Society lo acepte como uno de los suyos.
La prosa de Leavitt es tan atrapante, su recreación del clima de época tan convincente y sus personajes tan humanos, incluso en sus banalidades, que una simple biografía parece, en comparación, una copia pálida del Ramanujan que suponemos original.
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De igual manera, después de ver Amadeus, el film de Milos Forman, Mozart siempre será el impulsivo, rebelde y querible personaje que compone Tom Hulce, y Antonio Salieri, el mequetrefe maquiavélico que lo atormenta.
No importa que, al parecer, el pobre de Salieri (interpretado de manera soberbia por Murray Abraham) haya sido un compositor y director de orquesta de dotes considerables. Tampoco que, según se cuenta, haya sido maestro de varios músicos renombrados, como Beethoven, Schubert y Liszt, y que probablemente no haya tenido nada que ver con su muerte (de hecho, incluso fue docente de uno de los hijos de Wolfgang). Ni siquiera una visita al departamento que Mozart compartió con su mujer, Constance, y su hijo en Viena, hoy restaurado y convertido en museo, podrá romper el hechizo. En nuestra imaginación, Mozart será siempre esa especie de ángel capaz de memorizar melodías con sólo escucharlas una vez y de concebir acordes celestiales como si respirara, y Salieri, un magistral mediocre desquiciado por la envidia.
Nuestros ídolos no se salvan del cincel con que escritores, cineastas y hasta historietistas les dan forma. Jackson Pollock en persona jamás podría competir con el obsesivo Ed Harris, que lo personificó en Pollock. Beethoven ya para siempre será tan impiadoso con su alumna como el torturado Gary Oldman de Amada inmortal.
La Revolución Francesa nunca será tan romántica como la vemos a través del Danton de Gérard Depardieu. John Nash, premio Nobel y pionero de la teoría de juegos, era delgado y desgarbado, pero para nosotros es como el musculoso gladiator Russell Crowe.
Lo mismo podría decirse de Van Gogh, Dylan Thomas, Sigmund Freud, Pablo Picasso, Alfred Camus, Sartre…
Incluso los que todavía no pasaron por ese tamiz ya tienen rostro: ¿quién más podría encarnar a Ignatius Reilly, protagonista de La conjura de los necios (la novela de John Kennedy Toole) sino el fornido John Goodman?
Este fundido encadenado entre la realidad y la ficción es a tal punto convincente que a veces se vuelve un tanto confuso. Ocurre en casos como el de Charlton Heston, que fue el épico Ben-Hur y el Moisés que separó las aguas del mar Rojo, y también… el orgulloso presidente de la Asociación del Rifle de los Estados Unidos.
LA NACION