Cuando lo inesperado irrumpe en el paraíso

Cuando lo inesperado irrumpe en el paraíso

Por Susana Reinoso
Vlady Kociancich no es sólo una escritora prolífica que regresa de cada viaje con una novela debajo del brazo, como le dice Abelardo Castillo, sino que además abarca una diversidad narrativa siempre sorprendente. Durante la entrevista con Clarín, la autora de la flamante El secreto de Irina (Tusquets), cuenta que el hecho de que sus novelas no se parezcan entre sí incomoda a sus editores, pero por suerte no a sus lectores. La sorpresa en la ficción siempre se agradece.
El nuevo libro cuenta la historia de Irina, una joven porteña que viaja con amigos a la costa maya, en México, abrumada todavía por un divorcio turbulento. Son cinco amigos en un viaje convencional que suma sol, arena, mar y un buen hotel, hasta que lo inesperado irrumpe y el elemento mágico se introduce, dándole a la trama una vitalidad y una intriga atrapantes.
La charla transcurre en el piso que Vlady Kociancich tiene en Buenos Aires, aunque la autora pasa mucho tiempo en Córdoba. El secreto de Irina nació de una frase que un buceador le dijo en México: “No bucearía en un cenote ni loco”. Y allí comenzó a leer sobre el cenote, una suerte de lago subterráneo que sólo existe en México (hay cerca de 2500) y en Rusia, según cuenta la autora a Clarín. El cenote es clave en la historia de Irina. Es el antes y el después. Un agujero negro que lo cambia todo.
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—¿Puede uno precaverse ante la posibilidad de lo inesperado?
—Es difícil prepararse para eso. Cualquier plan se puede convertir en una bifurcación de caminos, en una sorpresa, en un cambio de mar. Además, por las edades de mis personajes, en la novela se hace presente la inestabilidad del amor. A medida que transcurre la acción y por un accidente que tiene lugar en un mundo frívolo, sin amenazas, todo se transforma y hay revelaciones, quizá porque nunca sabemos qué va a suceder a partir de una situación extrema. Es una novela con epifanías. Si no hubiera sido por ese torpe accidente, Irina nunca se hubiera interesado por los personajes que aparecen en su vida después. Y con ellos conoce la generosidad, la belleza, la inocencia, no porque nunca los hubiera vivido, sino porque antes de ese momento todo estuvo amenazado por el peligro y por la noche en la que transcurre casi toda la novela.

—¿Eligió escenarios tan poderosos como la selva y el cenote desde su experiencia vital?
—No, los elegí a través de pequeños detalles. La novela, como género, tiene ese hecho mágico y tan humano de ponerte en el lugar del otro. Mientras escribo soy cada uno de mis personajes. No he estado en la selva ni conozco un cenote. Pero estuve en otros libros, de escritores que he traducido y admiro, como Conrad. Tengo además la increíble suerte de que mi imaginación puede situarse en distintos paisajes con muy pocos elementos.

—Durante el proceso previo a la escritura hay autores que se documentan y otros que prefieren no condicionarse. ¿Cómo es en su caso?
Mi forma de trabajar es un poco loca, si puedo llamarlo trabajo y no aventura. Lo que me gusta de la ficción es que nunca sé qué voy a escribir. Nunca tengo un plan, no investigo y, cuando lo hago, adquiero una cantidad de información para darle verosimilitud a la historia. No creo que haya que vivir experiencias para escribir. Muchos escritores que admiro no salieron nunca de su casa. La poesía de Walt Whitman es toda América, su patria, y no salía casi de su casa. No inventé los elementos de la cultura maya. Existen en la península de Yucatán.

—Asoma en sus libros una escritora de lecturas profundas.
—Mi autor favorito decía que en la novela el objetivo es hacer ver y hacer sentir. Por un lado, está lo visual y por el otro, la emoción. Es una emoción que abarca desde el horror hasta la diafanidad.

—Hay un cruce cultural interesante. El elemento mágico que aporta la cultura maya potencia mucho la novela.
—En realidad, los personajes están en un lugar muy común, un hotel en la playa. Quería que fueran muy porteños en su forma de ser. Pero aun en esos sitios puede ocurrir algo extraordinario. No digo que eso los lleve a cambiar, pero sí que esa experiencia los lleva a otro mar. Hay muchos mares y todos son diferentes. Cada una de esas orillas tiene un tiempo propio. El elemento maya es mágico desde nuestra cultura. Por eso la protagonista dice que cuando vuelva no podrá contarlo y que sólo será una traducción. Aproximarse al original es imposible. Uno tiene que ser ese otro para comprenderlo. Irina se da cuenta y lo valora. Ese es el secreto que no puede revelar, no puede traducir a su cultura lo que ha vivido en otra cultura.

—¿Es ésta una novela de viaje, habla sobre el tiempo y la memoria?
—Sí, trabajar el tiempo como material ha sido fundamental para la novela y fue deliberado. ¿Por qué el tiempo? Porque cualquier desplazamiento a un lugar desconocido, o conocido pero que no sea propio, provoca un movimiento del tiempo en uno. Es un movimiento hacia atrás, hacia adelante o hacia la pérdida. Cuesta adaptarse a eso y cuando uno lo incorpora se siente en un lugar seguro, porque hay relojes y el tiempo está marcado. La desaparición del tiempo, tal como lo conocemos, provoca pérdida. El alivio de los personajes es cuando recuperan el tiempo propio, el que es familiar. Para los mayas el tiempo es redondo. Eso del tiempo no lineal, a diferencia del que vivimos, se me reveló cuando estudiaba filosofía de las religiones. Descubrí el budismo zen y el tiempo. Ahí comprendí que el tiempo puede ser circular, como en el cuenco de jade.

—¿Le atraen los misterios?
—¡La vida es un misterio! Agradezco a todos esos dioses en los que no creo que a esta edad todavía conservo fresca la curiosidad. Creo que la curiosidad humana es como un don. Hay gente que la pierde. La tenemos de niños. Creo que los escritores seguimos siendo niños.
CLARIN