10 Aug Los fuegos de San Pedro y San Pablo
Por Eduardo Parise
El “trabajo” comenzaba en los primeros días de mayo. Y uno se sentía casi como una hormiga laboriosa. Porque la cuestión pasaba por juntar ramas, pequeños troncos, alguna silla destartalada, un pedazo del marco de una antigua ventana o bien la apolillada puerta de un viejo ropero que ya había cumplido con su misión. Las ramas y los pequeños troncos había que juntarlos rápido, después de la poda y antes de que se los llevaran los camiones municipales. Entonces se los ponía a resguardo en la terraza de alguna casa amiga o bien, atravesados y bien atados, en la copa de un árbol. Cuanto más madera se acumulaba, mejor. La intención era que para el 29 de junio, en la celebración de San Pedro y San Pablo, la “fogarata”, nuestra “fogarata”, fuera la más grande de todas las que se hacían en la Ciudad.
La tradición de las fogatas de San Pedro y San Pablo había llegado a estas tierras con los conquistadores españoles. En toda España aquel ritual tenía gruesos antecedentes que habían corrido por toda Europa durante siglos. Siempre el fuego había sido considerado como algo trascendental, en especial en los ritos paganos. Y era clave en ceremonias que tenían relación con los cambios de estación. Así, en los solsticios y en lo equinoccios aquello seguía vigente. Los solsticios (del latín “sol quieto”) se repiten dos veces cada año y son los momentos en los que el Sol alcanza su menor o mayor altura aparente en el cielo. Los equinoccios también ocurren dos veces al año y tienen relación con la posición del Sol situado en el plano del Ecuador.
En los solsticios de invierno, los pueblos europeos preparaban grandes fuegos nocturnos. Decían que era para darle más fuerza al Sol y que calentara más. Inspirado en aquellos hechos, el cristianismo incorpora a sus rituales algo de esas ceremonias. La idea religiosa se basaba en que con el fuego se ahuyentaba a los malos espíritus que tenían relación con el demonio y se evocaban acontecimientos sagrados. De esa manera surgen las fogatas de San Juan (se realizan cada 24 de junio) y la de San Pedro y San Pablo (el 29 de junio). En el rito de la fogata siempre se incluía un “muñeco” (es decir: una figura humana) como símbolo del sufrimiento de mártires inocentes o como expiación colectiva.
Por eso, la celebración se mantenía y se trasmitía de generación en generación casi como una obligación. En Buenos Aires duró hasta fines de la década de 1960. Para el armado de la fogata, lo primero era sacar un adoquín de la calle (lo habitual era que fuera en una esquina) para ubicar el palo mayor. Siempre se calculaba que la ubicación estuviera lejos del cableado callejero de la luz, para que después las llamas no lo afectaran. Entonces se iban colocando las ramas y maderas acumuladas para conformar una gran pira. En la punta del palo mayor se colgaba el “muñeco”, hecho con ropas viejas rellenadas con aserrín y papeles de diario. También, con el aporte de algún taller mecánico del barrio, se ponían pedazos de estopa. Cuando todo estaba listo y la oscuridad de la hora 19 era un hecho, sólo restaba acercarse con algunas antorchas encendidas y atacar la pira por varios frentes.
Verla arder era algo superior. Y cuando el muñeco, envuelto en llamas, caía para consumirse definitivamente, hasta había algunos aplausos. El paso siguiente apuntaba a aprovechar las brasas, cocinando en un rincón algunas papas o quizás unos chorizos en una improvisada parrilla hecha con alambres. Se trataba de una fiesta popular y había que aprovecharla porque después, para tener otra oportunidad de festejos, la espera necesitaba cinco meses más. La otra ceremonia se cumplía entre las vísperas de Navidad y algunos días posteriores al fin de año. Había que conseguir un gran tornillo con su respectiva tuerca, llenar parte de la rosca con la pólvora de los cohetes, atornillarlo con suavidad y después lanzarlo al aire para estrellarlo contra los adoquines. El ruido de la explosión podía generar protestas de algún vecino. Pero esa es otra historia.
CLARIN