15 Aug El paco avanza. En las villas, ya lo consumen desde los 10 años
Su familia no los abraza. Algunos fueron abandonados, otros se escaparon de la situación de violencia que los rodeaba. La escuela no los contiene porque no van. Algunos ni siquiera tienen un DNI. Son menores de edad con dolores de adultos, que viven en situación de calle dentro de villas donde la adicción a las drogas es la anestesia perfecta para sus dolores, arrasando con su niñez.
En la Argentina, la edad de inicio de consumo de drogas viene descendiendo de forma preocupante. Fuentes de la Secretaría de Programación de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar) indican que ya hay menores que arrancan con su adicción a la pasta de cocaína (paco) entre los 10 y los 11 años.
Los últimos estudios de este organismo señalan que el 1,6% de la población escolar de la Argentina alguna vez consumió paco (2015) y que la cifra asciende al 2% en la ciudad de Buenos Aires (2016).
Para hacer frente a esta problemática, ya existen proyectos concretos, como el que se desarrolla en la villa 31. Ahí, el Hogar de Cristo abrió el Centro Madre Teresa: un hogar de día para que los niños que consumen tengan su propio espacio para iniciar el camino de recuperación.
Ezequiel se fue de su casa cuando tenía 10 años. No sabía bien a dónde iba, pero sí sabía que aquel tren que se estaba tomando en su barrio de Isidro Casanova lo alejaría de los golpes que recibía en su casa. Subió a una formación del Belgrano Sur hasta la estación Presidente Illia, cerca de donde hoy vive, en las calles de una villa del sur de la ciudad de Buenos Aires. Ya pasaron casi dos años desde aquel viaje en tren y más de uno desde que la adicción al paco comenzó a ser parte de su vida.
Detrás del consumo se encuentra un entramado complejo de problemáticas sociales y abandono que hace que el abordaje sobre estos niños sea también desafiante. ¿Cómo tejer una red de contención donde todos los eslabones parecen fallar?
La red familiar
“Empecé a andar en la calle cuando llamaron a mí mamá para decirle que me portaba mal en la escuela”, dice Pablo sobre los inicios de su adicción al paco. A sus 12 años se hace responsable de la situación de calle y consumo que atraviesa. Al igual que él, muchos de estos chicos se aferran a una imagen maternal idealizada, a pesar del abandono o de la violencia. Conservan la figura de una madre que quiso, pero no pudo.
“Las primeras interacciones dentro de la familia son cruciales para determinar el desarrollo saludable de los chicos y mitigar el riesgo de abuso de drogas. En los casos de adicción, el tratamiento de los niños y adolescentes debe ser interdisciplinario y es fundamental la participación de la familia”, explican la psiquiatra Lucía Lizaso y el psicólogo Juan Pablo Perrotta, del equipo del Instituto de Neurología Cognitiva (Ineco).
Estudios realizados por la Sedronar indican que “cuanto mayor es la red de contención que tienen los chicos entre los 10 y los 15 años, si su familia sabe dónde anda, quiénes son sus amigos y cuáles son sus movimientos, menos probabilidad de consumo tiene el menor”.
Si al no contar con una red de contención familiar (entendiendo el concepto amplio de familia), se le suma la situación de calle, el trabajo de recuperación de los niños se complica aún más.
Si bien el Gobierno porteño cuenta con paradores para menores, los profesionales que trabajan en el territorio de las villas aseguran que los chicos suelen tener resistencia a pasar la noche en ellos.
De la misma manera que Ezequiel escapó de su casa, son muchos los chicos que llegan desde provincia en tren a las villas de los alrededores del Belgrano Sur y también a Retiro, donde encuentran en la villa 31 otro foco de consumo que los atrapa. La articulación y el trabajo en red entre las defensorías de menores de la provincia y la ciudad de Buenos Aires es aún una deuda pendiente.
“Los chicos viven una orfandad del amor y matan sus dolores con consumo. Sus historias de abandono, a veces de abusos, dejan cicatrices y fisuras. Fisuras no desde el consumo, sino fisuras del corazón. Si no fuera porque es un escape de la situación que les tocó vivir, jamás elegirían dormir en la calle sufriendo frío, maltratos, robos, abusos”, dice María Elena Acosta, coordinadora del centro Don Bosco, ubicado en la villa 1-11-14 de Bajo Flores, del Hogar de Cristo: una institución que trabaja cuerpo a cuerpo en las villas para combatir el consumo de drogas.
Sin escuela ni rutina
Es complicado pensar en una escuela como institución que contenga a estos niños, cuando el consumo lleva a que no tengan ningún hábito: a veces están cuatro días sin dormir y después lo hacen dos días seguidos. Su derecho a estudiar y a jugar se reemplaza por una rutina de estar “todo el día en la nada”, vendiendo droga o haciendo de campanas.
Son chicos que pueden ganar hasta 700 pesos en un día, que gastan nuevamente en pocos minutos en un consumo que los aleja cada vez más de su libertad.
Quienes trabajan en los territorios junto a los menores argumentan que la educación es mucho más que ir a la escuela y que, a pesar de que los niños no tengan su lugar en las aulas, sí se puede trabajar con ellos en el descubrimiento de sus capacidades personales y sus propios talentos. Así construyen una educación para dignificar, ayudan a armar un plan de vida y darles las herramientas necesarias para poder hacerlo realidad.
La sociedad aún no ofrece los espacios de contención necesarios para recibir a los niños en consumo, y María Elena Acosta concluye: “A falta de una familia, una escuela o un club, desde el Hogar de Cristo ofrecemos la escucha, el abrazo, el mate, porque la única manera de lograrlo es cuerpo a cuerpo y desde el corazón: que nadie más se sienta huérfano y que todos sepan que tienen un lugar en la mesa”.
LA NACION