20 Jul La guerra y la paz
Por Ezequiel Fernández Morres
El miedo -le enseñó Cus D’Amato- es el principal obstáculo al aprendizaje. Si dejas que se convierta en una bola de nieve, crecerá y terminará matándote. Pero si lo controlas, puede ser tu mejor amigo. Puede activarte el mecanismo de supervivencia. La adrenalina te acelera el corazón. Y podrás saltar hasta quince metros, como hace el ciervo cuando ve al león”. Mike Tyson intimidó al abrir su unipersonal del miércoles pasado en el Luna Park. “Todos saldrán con sus dos orejas”, avisó con una sonrisa. Pero los nervios -el miedo- comenzaron a jugarle en contra. Era la primera vez que hacía su show con traducción simultánea. Algunos fallos de organización agravaron el cuadro. “Si no los afrontas -recordó que una vez le dijo Cus-, tus fantasmas te perseguirán hasta el último día”. D’Amato, eso sí, le hablaba con su acento italiano y también crecido en barrios de infierno. “Me intimidaba -contó Tyson-, mientras me decía que no debía dejarme intimidar”.
“Quien no tenga dificultades al comienzo las tendrá, y peores, más adelante”, leía D’Amato a un Tyson adolescente. Era el libro “El zen en el arte del tiro al arco”, que le había regalado Norman Mailer. “El héroe y el cobarde -le decía luego D’Amato- sienten exactamente lo mismo”. Le pidió entonces disciplina para ser héroe. Dominar las emociones y la fatiga. Recordar que el movimiento alivia la tensión. Mirarse dentro, pero desde afuera. Y entrar en la cabeza del rival. Mike observó hasta diez horas diarias de videos de viejos campeones. Hizo hasta 2500 flexiones por día. Durmió con los guantes puestos. Y eligió matar. Noqueó a todos sus primeros rivales en apenas minutos. Se coronó el campeón pesado más joven en la historia del boxeo mundial. Fue en 1986. Tenía 20 años. A los 10 ya había disparado con un rifle en un asalto. A los 11 había probado la cocaína y tenía prontuario. Dormían cuatro en una cama para soportar mejor el frío. Tres hermanos y madre, acompañada, a veces, por algún hombre que pagaba por sexo. En Brownsville, donde creció a los golpes, daba distinción ser “hijo del proxeneta”. Las peleas domésticas terminaban a los tiros y ollas de agua hirviendo. Su madre lo dormía con ginebra para apagar su llanto de bebé. El verdadero padre apareció años después. Tenía 16 hijos más. Cuando Cus lo llevó a su casa, Tyson, de 13 años, había sufrido 38 arrestos. En los reformatorios le daban antipsicóticos. Salió de un infierno. Ingresó en otro. No fue héroe como Joe Louis. Fue villano. “Porque el villano -cuenta en su libro autobiográfico “Toda la verdad”- es inmortal”.
Volvió a Brownsville campeón. Sus amigos jamaiquinos recibían la limusina con una salva de 21 disparos. Tiraba por el aire billetes de 100. Regalaba hasta 25.000 dólares. Luego fue limusina con jacuzzi. Ferraris. Lamborghinis. Mercedes. Un total de 167 autos de lujo. Motos. Mansiones en Las Vegas con estatuas de dos metros de Alejandro Magno y Gengis Kan y cachorros de tigre. Naomi Campbell. Whitney Houston. Dormitorios de Scarface de 500 metros cuadrados. Joyas. Versace. Hasta diez prostitutas a las que buscaba satisfacer en una misma noche. Lamía mujeres y tarros con cocaína. Mucha cocaína. “¡Dios estaba celoso de mí!”. Hay que leer su libro autobiográfico. Es mucho más duro que el show del Luna, un unipersonal que inició en 2013 en Las Vegas y readaptó con dirección de Spike Lee. “Soy un deshecho -escribe en el epílogo del libro-. Lo único que he hecho ha sido pelear y traer hijos al mundo. Boxeo, zorras y bebés. Mi estado básico es la autodestrucción. Soy la quinta esencia del adicto. Un trozo de m… que piensa que el mundo gira a su alrededor. Tengo la autoestima más subterránea del mundo y el mayor ego jamás concebido por Dios. Deseaba ser más grande que la fama”.
En el Luna, Tyson gastó minutos con inútiles insultos a la actriz Robbin Givens, su primera esposa, y negó otra vez que haya violado a Desireé Washington, la concursante de Miss America que en 1991 subió a su habitación en shorts a las dos de la madrugada y planeó una millonaria demanda civil mientras lo mandaba preso. Eran tiempos, admite igualmente en su autobiografía, en que creía que si una mujer lo miraba o lo saludaba era porque quería acostarse con él. Ni qué decir si entraba en su casa o en su habitación. Se filmaba teniendo sexo, incluso con el cinturón de campeón mundial. En la cárcel vio de todo. Sufrió celda de aislamiento. Profundizó lecturas de Wilde, Maquiavelo, Tolstoi, Mao y Nietzsche que le había mostrado años atrás D’Amato. El viejo murió justo antes de verlo campeón. Llegó Don King. Le jugó la carta racial. Pero le puso sus propios contadores y abogados, más fácil para armar contratos dobles y contabilidad doble. Lo esquilmó. “Miserable reptil”, “mamón enfermo”, lo llama Tyson en el libro. Sobrevivió a una nueva prisión. Lo visitaron la poeta Maya Angelou, la viuda de Malcolm X, James Brown y John F. Kennedy Jr. Aprendió palabras en mandarín. Se tatuó a Mao y conoció el Islam.
En un momento del show del miércoles pasado en el Luna se levantó la camisa para mostrar su tatuaje del Che. Negro, musulmán y admirador del Che y de Mao. Hubiese sido un extraño orador en la Convención que comenzará el lunes en Cleveland para elegir a Donald Trump como candidato republicano para las elecciones presidenciales de Estados Unidos. La confusión surgió cuando Trump anunció la presencia de “ganadores, deportistas que me aman”. Tyson, que años atrás había apoyado al senador negro republicano Michael Steele, fue citado por la prensa como orador seguro, porque meses atrás había expresado que votaría a Trump. “Necesitamos algo nuevo, que Estados Unidos sea administrado como una empresa”, expresó. Los críticos recordaron la condena por violación. Y que Trump, en cuyos hoteles-casino Tyson combatió algunas veces, buscó exculparlo en aquel momento. Rápido, Trump aclaró semanas atrás que, si bien Tyson podría hacer “un gran trabajo”, no lo había invitado para que hable en la Convención. Estarán tal vez los luchadores Hulk Hogan, Lou Ferrigno y Jesse Ventura, el ex NBA Dennis Rodman y el quarterback Tom Brady. Y posiblemente hable Bobby Knigth, “El General”, célebre multicampeón del básquetbol universitario, DT también del equipo con Michael Jordan campeón de los Juegos de Los Angeles 84 y famoso también por su carácter violento y actitudes racistas y misóginas. “Si la violación es inevitable -dijo una vez- relájate y goza”. “Fui malinterpretado”, se excusó luego.
La mansión que Tyson tenía cerca de Cleveland, de 25.000 metros cuadrados, muebles enchapados en oro y habitaciones con jacuzzi y techos espejados, será una iglesia evangélica. Tyson está lejos de allí. Canceló inesperadamente su presentación de anoche en Asunción. Se reconvirtió tras la muerte de Exodus, su pequeña hija de cuatro años. Le diagnosticaron “depresión crónica”. Sufrió bancarrota y contaba el dinero para pagarle pañales a sus últimos hijos. Nunca le habían importado los negocios, sólo sus vicios. Fue “un artista de las recaídas”. Terminó odiando su apodo de “Iron Mike”. Pero hizo del drama un show. Presentó su unipersonal en Broadway, Australia y varios países europeos. Tiene previsto otro show el viernes en Santiago. “Es como cuando boxeaba, pero combato conmigo y si no entretengo a la gente, fracaso”, dijo meses atrás. Un crítico recordó que si Joe Louis tuvo a Max Schmeling, Sonny Liston a Floyd Patterson y Muhammad Alí a Joe Frazier, Tyson nunca tuvo un gran antagonista. Se frustró aquí su reunión con Evander Holyfield, el rival del mordiscón, que ahora baila en el programa de Marcelo Tinelli. En el show del Luna, Tyson dedicó largos e inútiles minutos a Mitch Green, adversario anónimo, y casi no habló de Holyfield. Tampoco habló del Islam. A los diez años lo bautizaron católico. Pero su “única religiosidad”, dice en el libro, estaba en la punta de su pene. Siempre consideró estafadores a los predicadores. El Islam comenzó a fascinarle cuando vio a los musulmanes en la prisión. Fanático primero, aceptó luego al Islam como “amor, paz y sumisión”. Se sintió usado, sin embargo, cuando visitó La Meca. Y dice que no se quedará en el “cielo” si cuando llega allí sólo hay musulmanes y no están sus amigos. “No quiero ir al cielo si voy a estar solo”. Cumplió 50 años y, cuando le toque, cree que irá al infierno. “Nací en él”. En la lápida quiere que escriban: “Ahora estoy en paz”.
LA NACION