14 Jul Francisco, la revolución inesperada
Por Jorge Oesterheld
Si miramos un poco la historia, es fácil descubrir que las revoluciones se van preparando poco a poco; un día algo estalla y los acontecimientos se precipitan, pero los cambios se fueron incubando, a veces durante siglos, antes de ese momento en el que un hecho fortuito, o la aparición de un líder o algún otro detonante, hacen explotar lo que “se veía venir”.
La renuncia de Benedicto XVI y la aparición en escena del papa Francisco no parecen emerger de un largo proceso, sino que brotan de forma imprevista como algo sorprendente y sorpresivo. Ni el más informado y audaz analista de la realidad eclesial o de la política mundial podría haber imaginado en 2013 que los temas y los personajes centrales del año 2016 serían los que hoy ocupan el centro de la atención, y asustan a algunos e ilusionan a otros.
Acostumbrada a tiempos que se deslizan perezosamente, la Iglesia contempla perpleja lo ocurrido, y con asombro aún más preocupado mira hacia adelante: se han borrado los caminos que se pensaba recorrer, las agendas dejaron de ser esos espacios tranquilizantes en los que se programa la vida. Unos exultan de alegría y otros han entrado en pánico, pero todos están sorprendidos y ansiosos: ¿hacia dónde vamos?
Ante lo imprevisto, la primera reacción suele ser el miedo y una actitud defensiva. La amplia sonrisa del Papa y su actitud abierta, afectuosa y acogedora disiparon el temor y generaron en un primer momento una enorme corriente de simpatía. Los problemas comenzaron después, cuando se fue comprendiendo que esa actitud que se aplaudía no era una estrategia de marketing sino algo auténtico, una manera de ser y de actuar que estaba destinada a extenderse más allá de la figura blanca, destinada a llegar a todos los rincones de la Iglesia y del mundo. Una actitud que, con una sonrisa, se reclamaba a aquellos que aplaudían pero que sin embargo no siempre estaban dispuestos a imitar. Una cosa es un Papa abierto y generoso, otra muy diferente es una Iglesia así.
Si esta revolución inesperada ha sido sorprendente en el mundo entero, en la Argentina las palabras “sorpresa”, “perplejidad”, y cualquier otra similar se han quedado cortas, casi inservibles. Como suele ocurrirnos, pasamos de la euforia adolescente y futbolera a nuestra otra pasión, quizá más fuerte aún que la del fútbol: la pasión de opinar por opinar, de tener para todo una teoría que explica todo. Sorprendidos por el acontecimiento que probablemente sea el más importante de nuestra historia como nación, estamos a la defensiva de nuestros pequeños territorios mentales y sin tomar conciencia de la magnitud de la posibilidad que se nos ofrece.
Un hombre pacífico, insultado y descalificado con saña y vulgaridad por una mujer que ha perdido dos hijos y no ha logrado cerrar esa terrible herida, recibe su pedido de perdón con una frase porteña y familiar: “Olvidate, ya pasó, todos nos equivocamos”. Los que miran desde lejos prefieren analizar la escena desde la política. Es comprensible, es la mejor manera de vaciarla de contenido humano y de romper el espejo que nos refleja: en esa escena dolorosa estamos reflejados todos, y el dolor es muy grande. Cuando las heridas aún están abiertas es muy difícil pedir y dar perdón. Es menos doloroso mantenernos apegados a los juicios que no estamos dispuestos a cambiar y discutir de política en lugar de mirarnos al espejo.
Quizás esta revolución de Francisco no sea sólo imprevista sino además no deseada. Pero ya está ahí; un hombre que todos los domingos viajaba en el ferrocarril Sarmiento hasta Ituzaingó a visitar a su familia y que se ha convertido en el líder global más respetado nos propone dejar nuestro dolor a un lado, permitir hablar a nuestro corazón y sumarnos a esta revolución tan sorprendente como necesaria.
LA NACION