23 Jul El infinito misterio de la muerte
Por Diana Fernández Irusta
“Ser mujer es haber nacido en un espacio determinado y confinado, resguardado por hombres.” La frase, formulada por el escritor y crítico John Berger algún tiempo atrás, figura en Profesión: sus labores, el bellísimo libro donde Cecilia Fiel y Nelly Perazzo compilaron obra y palabra de la artista Estela Pereda.
Ser hija mayor en una familia española tuvo, para mí, mucho de “espacio determinado y confinado”; también, de accidentada búsqueda de ese otro mundo que latía a contramano de los mandatos atávicos. Por eso cuando me encontré, hace unos años, con Profesión: sus labores, la fascinación fue múltiple. El libro era una delicada reivindicación de lo femenino a través de aquello en lo que por tanto tiempo había visto afanarse a mi madre y que yo había apartado drásticamente de mi existencia: la costura. Pereda, que hoy ronda los 80 años y se reconoce hija de padres extrañamente liberales para su época, investigó desde muy joven en el dibujo, la pintura, los profusos entramados del arte textil.
Se casó, crió tres hijos, se dejó permear por la ebullición de los 60, escuchó las voces de las feministas, se acercó a la militancia social. También desarrolló obras de arte textil que se sumergen sin pruritos en el hechizo de los retazos de tela, los encajes, lazos, estampados. O en la ironía no tan blanda de obras como La jaula dorada: una sólida jaula para pájaros donde mora un primoroso, almidonado y diminuto vestidito blanco. Porque la autora no buscaba ensalzar los viejos tiempos, sino rescatar la potencia de lo femenino incluso allí donde se la restringía; recuperar esa otra forma del arte -las labores-, mostrar las zonas de libertad que algunas mujeres lograron construir en el metódico gesto del coser y bordar.
Y resulta que el sábado pasado -el tremendamente lluvioso sábado pasado- pude conocer a Pereda: alguien que, además de crear, sabe promover encuentros. Porque de eso se trató lo que, a mediados de un día en que el cielo parecía querer desplomarse sobre la ciudad, colmó una de las salas del Museo Sívori de conocidos, familiares y seguidores de la obra de la artista. En el marco de Pena y devoción, la muestra que Pereda exhibe en el museo desde el mes pasado, se presentó el coro Voces del Oeste, de la ciudad de Lincoln. Mientras sonaban canciones de Violeta Parra y de Axel, las miradas volaban a las obras expuestas, en su mayoría piezas donde la trama de lo textil se entrelazaba con objetos, inscripciones, pintura. Esta vez el eje no era lo femenino, sino el inacabable enigma de la muerte.
Casada con un hombre que coleccionaba arte mapuche e hija de una mujer que coleccionaba santos coloniales, Pereda trabajó durante los últimos dos años en obras que recrean los diversos modos de la devoción a los muertos en América latina: ex votos, ermitas y hornacinas donde, entre retazos de tela y papel dibujado, asoman el Gauchito Gil, San Jorge, la Virgen de Guadalupe, San la Muerte, Gilda. Sagrado y profano; pérdida y riqueza; recogimiento y distancia. Todo parecía vibrar, al unísono, en esa sala repleta, donde la música -y luego los vasos de vino, y los bocados de queso- hablaban de celebración más que de cualquier otra cosa.
Aunque -así me lo confesó la artista un rato después, cuando la presentación del coro cesó y todos se dedicaban a discurrir entre las obras, charlar, buscar a la autora para felicitarla- el interés por esas imágenes entre paganas y religiosas había nacido de la dificultad en aceptar “la desmesura de la muerte”. Entonces, a su manera, enlazando tapices, enhebrando agujas, recuperando legados familiares, fotos, estampas y objetos, fue exorcizando lo oscuro, abriendo paso a la ternura, invitando a algo tan pero tan cercano al juego.
“Cada vez que vengo está diferente”, sonríe, y me señala una estampita del Gauchito Gil que algún visitante depositó en una de las obras, o los diversos objetos -papeles con notas manuscritas, boletos, hasta unos anteojos- que otros han ido dejando en la instalación que se roba todas las miradas: un soporte similar a los que se usan en el norte argentino durante las procesiones, al que la artista pintó de rojo y colmó de telas, muñecos, restos de un maniquí de modista, hilos, algún libro, alguna imagen. “Es que las creencias están de vuelta; ahora la gente cree, pero de una manera diferente”, dice la mujer que alguna vez, en su juventud, cuando el deseo de ser artista se le escurría entre las múltiples obligaciones de la maternidad, ansió “ser como Fra Angélico: encerrarme en un convento y dedicarme todo el día a pintar”. Por suerte, no necesitó hacerlo.
LA NACION